El apóstol Pablo les ordenó a los corintios que se examinaran a sí mismos para ver si estaban en la fe mientras lidiaba con serios problemas de pecado en la iglesia de Corinto. En su segunda carta a los corintios, Pablo anuncia que se preparaba para volver a ellos por tercera vez después de haber pasado ya mucho tiempo en Corinto. Antes de su llegada, Pablo advirtió severamente a la congregación que se preparara para enfrentar los problemas que había planteado anteriormente. Parte de la advertencia de Pablo incluía estas palabras: “Examinaos a vosotros mismos si estáis en la fe; probaos a vosotros mismos. ¿O no os conocéis a vosotros mismos, que Jesucristo está en vosotros, a menos que estéis reprobados?” (2 Co 13:5).
Pablo no quería tener que ejercer la disciplina en la iglesia de Corinto. Él prefería ver el arrepentimiento de los descarriados. Pero muchos de los que habían caído en prácticas inmorales habían comenzado a desafiar la autoridad de Pablo como apóstol. Pablo tenía la intención de disciplinar con firmeza a aquellos que no prestaran atención a sus advertencias y se arrepintieran antes de su llegada (2 Co 13:2-3). Los creyentes corintios debían examinarse y probarse a sí mismos para ver si estaban en la fe—porque se comportaban como si no lo estuvieran.
Esta no era la primera vez que Pablo exhortaba a los corintios a examinarse a sí mismos. Anteriormente, había observado a la iglesia participando en la Cena del Señor de manera indigna. En esa ocasión él les había dicho: “Por tanto, pruébese cada uno a sí mismo, y coma así del pan, y beba de la copa” (1 Co 11:28). Los creyentes deben examinar sus motivos, sus acciones y la condición actual de sus corazones para asegurarse de que no acarreen la disciplina de Dios sobre sí mismos.
La principal preocupación de Pablo era traer salud espiritual y plenitud a la comunidad cristiana de Corinto. Si los individuos estuvieran genuinamente en la fe, entonces sabrían que el Señor Jesucristo vivía dentro de ellos. Su Espíritu Santo estaría obrando dentro de ellos, promoviendo la santificación y la vida moral. Pero si sus vidas no mostraban evidencia de la actividad del Espíritu, entonces Jesucristo no moraba en ellos. Y si Cristo no estaba en ellos, fallaron la prueba—estaban perdidos en realidad; eran falsos creyentes.
En lugar de ver la paja en el ojo ajeno, los creyentes debemos primero examinar nuestras propias vidas: “Cada uno someta a prueba su propia obra, y entonces tendrá motivo de gloriarse solo respecto de sí mismo, y no en otro” (Gl 6:4). En su primera carta a los Corintios, Pablo les confesó: “Golpeo mi cuerpo, y lo pongo en servidumbre, no sea que habiendo sido heraldo para otros, yo mismo venga a ser eliminado” (1 Co 9:27). Pablo hizo una práctica el probarse a sí mismo. Él sabía que las obras de cada uno serían probadas a fuego en el Tribunal de Cristo (1 Co 3:13), si es que llegaba a estar en él.
Las palabras “examinarse” y “ponerse a
prueba” significan esencialmente lo mismo. Algunas versiones de la Biblia tienen “mírate cuidadosamente” o “pregúntate a ti mismo”. Una forma de probarnos a nosotros mismos es buscar evidencia de la presencia del Espíritu Santo en nuestra vida. Una de estas pruebas tiene que ver con ver o no el fruto del Espíritu en nuestras vidas: “Mas el fruto del Espíritu es amor, gozo, paz, paciencia, benignidad, bondad, fe, mansedumbre, templanza; contra tales cosas no hay ley” (Gl 5:22–23). Pero esta no es la única prueba. El Señor Jesús confirmó que los verdaderos profetas de Dios son reconocidos por sus frutos (Mt 7:15). El autoexamen debe comenzar con la oración, y el estudio de la Palabra de Dios, después de todo ella es el espejo de nuestra vida espiritual (Stg 1:23).Una pregunta difícil pero espiritualmente beneficiosa que debemos hacernos regularmente es: “¿Cuál es mi condición espiritual?” El profeta Jeremías llamó al pueblo de Dios a una honesta autoevaluación y arrepentimiento: “Examinemos y probemos nuestros caminos, y volvamos a Jehová” (Lam 3:40). Las Escrituras nos llaman a “examinarlo todo”, renunciar al mal y “retener lo bueno” (1 Ts 5:21–22). Podríamos considerar hacer de esta nuestra oración como lo hizo David: “Examíname, oh Dios, y conoce mi corazón; pruébame y conoce mis pensamientos; y ve si hay en mí camino de perversidad, y guíame en el camino eterno” (Sal 139:23-24).
No nos conformemos con clichés evangélicos ni consuelos sentimentales. Nuestra alma eterna es la que está en juego. Extendamos sobre las Escrituras el mapa de nuestro corazón y agonicemos allí hasta que el Señor nos responda y nos levante de nuestra miseria y autoengaño.
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