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JUSTAMENTE PADECEMOS

Nosotros, a la verdad, justamente padecemos, porque recibimos lo que merecieron nuestros hechos (Lc 23:41a).


LA JUSTICIA Y LA MISERICORDIA DE DIOS

Un joven del ejército de Napoleón cometió un crimen vil, no una, sino dos veces. ¿Su sentencia? Muerte. La madre del joven acudió al emperador para interceder en favor de su hijo. 

“No pido justicia”, dijo ella, “sino misericordia”.

“Vuestro hijo no merece misericordia”, respondió Napoleón. 

“Pero si la mereciera, no sería misericordia”, replicó la madre. 

Impresionado por el sabio razonamiento de la mujer, Napoleón decidió tener misericordia y le perdonó la vida a su hijo.

Pero, ¿qué hay con las víctimas de los crímenes no identificados del joven, y sus familiares? ¿Cómo reaccionaron ellas ante el perdón del emperador? ¿Y si el joven perdonado cometió el crimen por tercera vez, envalentonado por la exoneración napoleónica? 

¿Se puede descartar la justicia tan fácilmente? ¿Es realmente misericordiosa la misericordia cuando ignora a las víctimas y fomenta la repetición del crimen? ¿Qué pasa con la justicia?

Los seres humanos tenemos la impresión de que la misericordia y la justicia son rivales. La misericordia, en el sentido bíblico, es perdonar a un ofensor sin llevar a cabo ningún tipo de represalias en su contra. La justicia, en cambio, es la ejecución de un castigo merecido. La justicia y la misericordia son enemigas irreconciliables para el ser humano.

Sin embargo, debido a lo que Dios ha hecho en Jesucristo, ya no tenemos que ver la justicia y la misericordia como extremos opuestos del espectro. Dios muestra Su justicia y misericordia supremamente en la cruz de Cristo. Él muestra Su justicia al castigar el pecado por lo malvado y destructor de vidas que es. Y Él nos muestra misericordia perdonándonos por nuestro pecado y exonerándonos del justo castigo del pecado: la muerte. 

El apóstol Pablo explica: 

“Dios lo ofreció [a Cristo] como un sacrificio para obtener el perdón de pecados, el cual se recibe por la fe en su sangre. Así demostró su justicia, porque a causa de su paciencia, había pasado por alto los pecados pasados. Lo hizo para demostrar en el tiempo presente su justicia. De este modo Dios es justo y, a la vez, el que justifica a los que tienen fe en Jesús(Ro 3:25-26).

Por medio de la cruz, Dios satisfizo Su propia justicia al lidiar con el pecado de una vez por todas, y, al mismo tiempo, extendió Su misericordia al librarnos del castigo eterno que nuestros pecados merecían.

Nos libró del castigo que nuestros pecados merecían, pero no de las consecuencias de ellos en esta vida.

En lo que respecta a la vida cotidiana, Napoleón tenía razón: es imposible para nosotros practicar la justicia y la misericordia al mismo tiempo. A menudo nosotros, como padres, maridos, funcionarios gubernamentales, empleadores o profesores, tenemos que elegir una sobre la otra. Esta es una de las grandes frustraciones del liderazgo: descubrir que humanamente es imposible equilibrar la justicia y la misericordia.

Esta es también una de las razones por las que nos resulta difícil reconciliar los pasajes aparentemente contradictorios sobre el fin de la historia. Por un lado, se nos dice que Dios “ha fijado un día en el que juzgará al mundo con justicia, por el hombre que ha designado. De esto ha dado prueba a todos al resucitarle de entre los muertos” (Hch 17:31), y que nos presentaremos ante el tribunal de Cristo (Ro 14:10). Por otro lado, tenemos la seguridad de que “no hay condenación para los que están en Cristo Jesús” (Ro 8:1), y que ya hemos sido perdonados de nuestros pecados “para que en los siglos venideros mostrar las incomparables riquezas de su gracia, expresada en su bondad para con nosotros en Cristo Jesús” (Ef 2:7).

Entonces ¿cuál es, al final? ¿La justicia o la misericordia?

Para Dios, ambas.

Lo que es imposible para los hombres, es posible para Dios (Lc 18:27).

Para nosotros, sólo la misericordia.

“Entonces se le acercó Pedro y le dijo: Señor, ¿cuántas veces perdonaré a mi hermano que peque contra mí? ¿Hasta siete? Jesús le dijo: No te digo hasta siete, sino aun hasta setenta veces siete” (Mt 18:15-22).

Nosotros no somos jueces imparciales (¿A Quién Tienes De Tu Parte?). El mandato divino para nosotros es perdonar a quien nos pide perdón, como el Señor nos perdona a nosotros, de corazón:

“El reino de los cielos es semejante a un rey que quiso hacer cuentas con sus siervos. Y comenzando a hacer cuentas, le fue presentado uno que le debía diez mil talentos. A este, como no pudo pagar, ordenó su señor venderle, y a su mujer e hijos, y todo lo que tenía, para que se le pagase la deuda. Entonces aquel siervo, postrado, le suplicaba, diciendo: Señor, ten paciencia conmigo, y yo te lo pagaré todo. El señor de aquel siervo, movido a misericordia, le soltó y le perdonó la deuda. Pero saliendo aquel siervo, halló a uno de sus consiervos, que le debía cien denarios; y asiendo de él, le ahogaba, diciendo: Págame lo que me debes. Entonces su consiervo, postrándose a sus pies, le rogaba diciendo: Ten paciencia conmigo, y yo te lo pagaré todo. Mas él no quiso, sino fue y le echó en la cárcel, hasta que pagase la deuda. Viendo sus consiervos lo que pasaba, se entristecieron mucho, y fueron y refirieron a su señor todo lo que había pasado. Entonces, llamándole su señor, le dijo: Siervo malvado, toda aquella deuda te perdoné, porque me rogaste. ¿No debías tú también tener misericordia de tu consiervo, como yo tuve misericordia de ti? Entonces su señor, enojado, le entregó a los verdugos, hasta que pagase todo lo que le debía. Así también mi Padre celestial hará con vosotros si no perdonáis de todo corazón cada uno a su hermano sus ofensas (Mt 18:21-35).

Nótese la gravedad de la situación del siervo injusto: La deuda que le había sido perdonada por el Señor, se hizo vigente nuevamente, se le volvió a contar en su contra. El Señor puede perdonar y después quitar el perdón si quien lo recibió no perdona a su vez a quien peca contra él.

A pesar de lo claro y evidente de lo mencionado hasta ahora, en la práctica los que se llaman a sí mismos “creyentes y cristianos” sienten que todavía es “injusto” que ellos no puedan, al menos, responder con palabras hirientes a quien pecó contra ellos. 

¿Leíste la oración en rojo redactada unos párrafos arriba? Dice que Dios: 

Nos libró del castigo que nuestros pecados merecían, pero no de las consecuencias de ellos en esta vida

Esta es una enseñanza totalmente ausente en los púlpitos de la cristiandad contemporánea. Se enfatiza que el perdón de Dios será derramado abundantemente sobre todo aquél que se arrepienta y reciba a Cristo Jesús como su Señor y Salvador. Esto es cierto. Es correcto. Es bíblico. Esta la misericordia de Dios en acción. Pero, ¿y la justicia de Dios? En Cristo somos salvos de la muerte eterna que nuestros pecados merecían: somos salvos del infierno. Pero las consecuencias de nuestros pecados es algo que aún tendremos que cosechar en esta vida.

La Escritura abunda en ejemplos acerca de esta verdad. Sin ir más lejos, lee el relato de la crucifixión del Señor que se encuentra en Lucas 23:39-43. El título de este artículo es una frase de este pasaje, que dice:

“Y uno de los malhechores que estaban colgados le injuriaba, diciendo: Si tú eres el Cristo, sálvate a ti mismo y a nosotros. Respondiendo el otro, le reprendió, diciendo: ¿Ni aun temes tú a Dios, estando en la misma condenación? Nosotros, a la verdad, justamente padecemos, porque recibimos lo que merecieron nuestros hechos; mas este ningún mal hizo. Y dijo a Jesús: Acuérdate de mí cuando vengas en tu reino. Entonces Jesús le dijo: De cierto te digo que hoy estarás conmigo en el paraíso” (Lc 23:39-43).

¿Perdonó (salvó) el Señor Jesús a este malhechor arrepentido? ¿Le aseguró que ese mismo día estaría con Él en el paraíso? ¿Murió el “malhechor” arrepentido en la cruz? ¿Recibió en esta vida lo que “merecieron” sus hechos? ¡He aquí la misericordia y la justicia de Dios dándose la mano en perfecto acuerdo!

Y este relato es sólo una muestra.

¿Perdonó Dios a David por su adulterio con Betsabé, y por haber mandado a matar al justo Urías para casarse con su mujer? ¿Le dijo Dios acto seguido: Por lo cual ahora no se apartará jamás de tu casa la espada, por cuanto me menospreciaste, y tomaste la mujer de Urías heteo para que fuese tu mujer. Así ha dicho Jehová: He aquí yo haré levantar el mal sobre ti de tu misma casa, y tomaré tus mujeres delante de tus ojos, y las daré a tu prójimo, el cual yacerá con tus mujeres a la vista del sol. Porque tú lo hiciste en secreto; mas yo haré esto delante de todo Israel y a pleno sol.  Mas por cuanto con este asunto hiciste blasfemar a los enemigos de Jehová, el hijo que te ha nacido ciertamente morirá”? (2 S 12:10-14) ¡He aquí la misericordia y la justicia de Dios dándose la mano en perfecto acuerdo!

¿Le reiteró Dios a Jacob la promesa que le hizo a Abraham, el abuelo de Jacob: “Tu descendencia será como el polvo de la tierra... y todas las familias de la tierra serán bendecidas en ti y en tu descendencia (Gn 28:14). ¿Le prometió también Dios a Jacob: “He aquí, yo estoy contigo, y te guardaré por dondequiera que fueres, y volveré a traerte a esta tierra; porque no te dejaré hasta que haya hecho lo que te he dicho”? (Gn 28:15) ¿Cumplió Dios estas sorprendentes promesas a Jacob?

Sin embargo, ¿fue Jacob engañado por Labán? (Gn 29:25) ¿Fue Jacob engañado por Raquel cuando ella tomó los ídolos de Labán? (Gn 31:34) ¿Fue Jacob engañado por sus hijos en cuanto a la muerte de José? (Gn 37:18-36 ¿Fue Jacob engañado por sus hijos en cuanto a la venganza por la violación de Dina? (Gn 34) ¿Por qué fue Jacob engañado tantas veces por sus familiares? ¿Por qué fue quebrantado su corazón por aquellos que más cercanos a él eran? Su nombre significa suplantador, engañador. Jacob aparece en el registro sagrado engañando primero a su hermano dos veces y luego a su padre (Gn 25:29-34; Gn 27). Moisés escribiría más adelante: “Sabed que vuestro pecado os alcanzará (Nm 32:23).

Por eso es que la Palabra nos dice: 

“No os engañéis; Dios no puede ser burlado: pues todo lo que el hombre sembrare, eso también segará. Porque el que siembra para su carne, de la carne segará corrupción; mas el que siembra para el Espíritu, del Espíritu segará vida eterna. No nos cansemos, pues, de hacer bien; porque a su tiempo segaremos, si no desmayamos. Así que, según tengamos oportunidad, hagamos bien a todos, y mayormente a los de la familia de la fe” (Gl 6:7-10).

Más bien, sed benignos los unos con los otros, misericordiosos, perdonándoos los unos a los otros, como también Dios os perdonó a vosotros en Cristo (Ef 4:32). 

No os venguéis vosotros mismos, amados míos; sino dejad lugar a la ira de Dios, porque escrito está: Mía es la venganza, yo pagaré, dice el Señor. Así que, si tu enemigo tuviere hambre, dale de comer; si tuviere sed, dale de beber; porque haciendo esto, ascuas de fuego amontonarás sobre su cabeza (Ro 12:19-20).

Lo que tenemos seguro en Cristo es que la justicia y la misericordia perfectas manifestadas en la cruz también reconcilian la misericordia y la justicia de Dios en esta vida. 

La próxima vez que te sientas tentado(a) a victimizarte por tus circunstancias y culpar al chivo expiatorio de tu predilección, haz en vez un objetivo inventario de tus obras pasadas, a ver si tu honestidad te permite parafrasear al malhechor en la cruz y decir: A la verdad, justamente padezco, porque recibo lo que merecen mis hechos. La verdadera raíz de nuestras aflicciones en la vida a menudo está escondida en nuestro propio corazón y nuestras acciones: no en alguien más.

Nadie se sale con la suya en esta vida: ni los incrédulos ni los creyentes. Gálatas 6:7-10 es una ley espiritual que no hace diferencia entre justos e injustos, en esta vida. La promesa, la diferencia es para “el que persevera hasta el fin” (Mt 24:13), es para aquel día(2 Ti 1:12), es para el que se ocupa en su “salvación con temor y temblor” (Fil 2:12), “si retenéis la palabra que os he predicado, sois salvos, si no creísteis en vano (1 Co 15:2).

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