Tenían la creencia de que los miércoles una terrible tormenta se desataba—a las 3 pm en punto—cuando un pescador se encontraba solo en alta mar. Nadie había vuelto con vida de dicha tormenta. Eran muchos los pescadores que, a lo largo de los años y por diferentes motivos, habían hecho caso omiso de la advertencia, y nunca más habían vuelto, o habían encontrado sus cuerpos descompuestos después de días entre los restos de sus barcazas despedazadas.
El pescador afuerino había llegado al pueblo un lunes. El martes salió a pescar y le fue bastante bien. Él había dejado su casa y familia porque en su pueblo la pesca ya no daba para comer, mucho menos para comerciar. No iba a morder el anzuelo que le habían puesto por delante. Todos los pescadores son supersticiosos, y esto de que sólo los miércoles a las 3 de la tarde se desata una tormenta sobre el que se encuentra solo en alta mar era los más ridículo que había escuchado en toda su vida.
El miércoles, cuando aún estaba oscuro, se hizo a la mar. La pesca fue muy abundante; tanto, que pasado el mediodía el pescador decidió regresar al pueblo. Pero su bote estaba muy pesado por la abundante cantidad de peces pescados, así que avanzaba muy lentamente. A las 3 de la tarde, cuando ya podía ver a lo lejos el pueblo de pescadores, el sol repentinamente desapareció tras unas nubes negras y espesas. Un viento gélido comenzó a llevar su bote mar adentro mientras una fuerte lluvia le golpeaba la cabeza impidiéndole ver hacia adelante. Luchó por mantener los remos firmes entre sus manos. Luchó por retomar el rumbo hacia la orilla y escapar. Luchó por evitar que su bote se volcara mientras devolvía al mar toda su pesca con el fin de aligerar su nave. Luchó por mucho tiempo, demasiado.
Finalmente, comprendió que era insensato luchar contra una tormenta. Ya estaba en ella, no podía huir. Si está lo estaba alejando del pueblo, simplemente no había nada que él pudiera hacer para volver a él. Decidió que en vez de luchar por llegar a la orilla, en vez de intentar escapar de la tormenta, la iba a sobrellevar. Echar fuera el agua que se acumulaba en el piso del bote; fijar los remos a los asientos con las amarras que tenía disponibles; guardar los cuchillos en sus vainas para no herirse con ellos ni perderlos; sujetarse con fuerza al bote para hacer contrapeso y mitigar el vaivén; cosas así.
Se concentró en sobrevivir en medio de la tormenta, y se dejó llevar por ella a donde ella quisiera llevarlo.
Al cabo de un tiempo inconmensurable, la tormenta comenzó a amainar. Poco después escampó, y se dio cuenta que era la mañana del día siguiente. A lo lejos escuchó los gritos de los pescadores del pueblo que habían salido a buscarlo. No creían lo que veían sus ojos: él era el primer pescador que había salido un miércoles a pescar, y había sobrevivido a la tormenta.
Hay dos clases de problemas en la vida: los que podemos solucionar, y los que tenemos que sobrellevar. ¿Cómo distinguirlos? Los problemas que debemos aprender a sobrellevar son aquellos que no podemos solucionar. Son como la tormenta de esta historia: es inútil luchar contra ellos, son más poderosos que nosotros y están lejos de nuestro dominio.
La próxima vez que te enfrentes con un problema, discierne si es de los que se pueden solucionar o de los que se deben sobrellevar. Porque si es de los que debes aprender a sobrellevar y, en vez, renuncias a hacerlo, no te habrás transformado exactamente en un vencedor. Si un desastre económico afecta al país, y de la noche a la mañana te vas a la quiebra, ¿qué vas a hacer?, ¿matarte? Piensa en los matrimonios que todavía estarían juntos si los cónyuges hubieran esperado un año más, dos años, para que el Señor tomara control de la tormenta. Lo que nosotros no podemos controlar ni solucionar, está en las manos de Dios. Renunciar, irse a escondidas, correr, arrancar, desesperarse; no es la manera del Señor.
Seguro podrás encontrar plenitud de ejemplos bíblicos y otros pasajes de la Escritura que confirman la sabiduría de esta enseñanza (Hch. 27:1-44; Lc. 11:5-13; Mt.24:13).
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