domingo, 20 de abril de 2025

JUSTICIA IMPUTADA



¿POR QUÉ NECESITAMOS QUE SE NOS IMPUTE LA JUSTICIA DE CRISTO?


En Su Sermón del Monte, el Señor Jesús pronuncia estas palabras: 

“Sed, pues, vosotros perfectos, como vuestro Padre que está en los cielos es perfecto” (Mt 5:48). 

Esto aparece al final de la sección del sermón en la que el Señor corrige el concepto equivocado que tenían sus oyentes sobre la Ley. En Mateo 5:20, Él dice que, si las personas que le escuchan quieren entrar en el reino de los cielos, su justicia debe superar la de los fariseos, quienes eran los expertos en la Ley.

Luego, en Mateo 5:21-48, continúa redefiniendo radicalmente la ley, pasando de la mera conformidad externa, que caracterizaba la “justicia” de los fariseos, a una obediencia de conformidad tanto externa como interna. Dice: “Oísteis que fue dicho, pero yo os digo”, para diferenciar la forma en que la gente oía la ley de la forma en que el Señor Jesús la reinterpreta. Obedecer la ley va más allá de abstenerse de matar, cometer adulterio y quebrantar votos y mandamientos. También es no enojarse con el hermano, no tener lujuria en el corazón y no hacer juramentos falsos. Al final de todo esto, aprendemos que debemos superar la justicia de los fariseos, y eso se logra siendo perfectos.

En este punto, la respuesta natural es “Pero yo no puedo ser perfecto”, lo cual es absolutamente cierto. 

En otro pasaje del Evangelio de Mateo, el Señor Jesús resume la Ley de Dios con dos mandamientos: Amar al Señor tu Dios con todo tu corazón, tu alma, tu mente y tus fuerzas y amar a tu prójimo como a ti mismo (Mt 22:37-40). Sin duda es un objetivo admirable, pero ¿alguien ha amado alguna vez al Señor con todo su corazón, alma, mente y fuerzas y a su prójimo como a sí mismo? 

Todo lo que hacemos, decimos y pensamos tiene que ser hecho, dicho y pensado por amor a Dios y por amor al prójimo. Si somos completamente honestos con nosotros mismos, tenemos que admitir que nunca hemos practicado de manera permanente este nivel de espiritualidad.

Lo cierto es que, por nuestra cuenta y por nuestros propios esfuerzos, no podemos ser perfectos como nuestro Padre celestial es perfecto. No amamos a Dios con todo nuestro corazón, alma, mente y fuerzas. No amamos a nuestro prójimo como a nosotros mismos. Tenemos un problema, y se llama pecado. Nacemos con él, y no podemos superar sus efectos por nosotros mismos. El pecado nos afecta profundamente. El pecado afecta todo lo que hacemos, decimos y pensamos. En otras palabras, mancha todo en nosotros, junto con lo que hacemos y decimos. Por eso, no importa lo buenos que tratemos de ser, nunca alcanzaremos el estándar de perfección de Dios. 

La Biblia dice que todas nuestras acciones justas son como un “trapo de inmundicia” (Is 64:6). Nuestra propia justicia simplemente no es lo suficientemente buena y nunca lo será, no importa lo mucho que lo intentemos.

Por eso el Señor Jesús vivió una vida perfecta obedeciendo plenamente la ley de Dios en pensamiento, palabra y obra. La misión del Señor no fue simplemente morir en la cruz por nuestros pecados, sino también vivir una vida de perfecta rectitud. Los teólogos se refieren a esto como la obediencia activa y pasiva de Cristo. La obediencia activa se refiere a la vida de Cristo de perfección sin pecado. Todo lo que hizo fue perfecto. La obediencia pasiva se refiere a la sumisión de Cristo hacia la crucifixión. Él fue voluntariamente a la cruz y se dejó crucificar sin resistirse (Is 53:7). Su obediencia pasiva paga nuestra deuda de pecado ante Dios, pero es la obediencia activa la que nos da la perfección que Dios requiere.

El apóstol Pablo escribe: 

“Pero ahora, aparte de la ley, se ha manifestado la justicia de Dios, testificada por la ley y por los profetas; la justicia de Dios por medio de la fe en Jesucristo, para todos los que creen en él” (Ro 3:21-22). 

Mediante nuestra fe en Cristo, recibimos la justicia de Dios. Esto se llama justicia imputada

Imputar es adscribir o atribuir algo a alguien. Cuando ponemos nuestra fe en Cristo, Dios atribuye la perfecta justicia de Cristo a nuestra cuenta para que vernos como perfectos ante Él. 

“Al que no conoció pecado, por nosotros lo hizo pecado, para que nosotros fuésemos hechos justicia de Dios en él” (2 Co 5:21).

No sólo se nos imputa la justicia de Cristo por medio de la fe, sino que nuestro pecado se le imputa a Cristo. Así es como Cristo pagó a Dios nuestra deuda por el pecado. Él no tenía ningún pecado en sí mismo, sin embargo, se le imputó nuestro pecado, por lo que, al sufrir en la cruz, está sufriendo el justo castigo que nuestro pecado merece. Por eso Pablo puede decir: 

“Con Cristo estoy juntamente crucificado, y ya no vivo yo, mas vive Cristo en mí; y lo que ahora vivo en la carne, lo vivo en la fe del Hijo de Dios, el cual me amó y se entregó a sí mismo por mí” (Gl 2:20).

Al contar con la justicia de Cristo que se nos imputa, o atribuye, nos podemos considerar sin pecado, así como el Señor Jesús lo es y siempre lo fue. No somos justos por nosotros mismos, sino porque poseemos la justicia de Cristo aplicada a nuestra cuenta. Lo que Dios ve cuando nos lleva a la comunión con Él no es nuestra perfección, sino la de Cristo. Seguimos siendo pecadores en la práctica, pero la gracia de Dios nos ha declarado justos ante la ley.

En la parábola del Señor sobre la fiesta de bodas, se invita a la celebración a invitados de diferentes rincones de la ciudad, y se les hace entrar, “tanto a los malos como a los buenos” (Mt 22:10). 

Todos los invitados tienen algo en común: se les da un traje de bodas. No deben llevar sus ropas ordinarias y sucias del día a día a la sala del banquete, sino que deben vestirse con el traje que el rey les proporciona. Esta es una hermosa imagen de la imputación: Como invitados en la casa de Dios, hemos recibido las vestiduras blancas y puras de la justicia de Cristo. Por la fe recibimos este regalo de la gracia de Dios.

Después de esto miré, y he aquí una gran multitud, la cual nadie podía contar, de todas naciones y tribus y pueblos y lenguas, que estaban delante del trono y en la presencia del Cordero, vestidos de ropas blancas, y con palmas en las manos (Ap 7:9).

Entonces uno de los ancianos habló, diciéndome: Estos que están vestidos de ropas blancas, ¿quiénes son, y de dónde han venido? (Ap 7:13)

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