Lo que verdaderamente nace del Espíritu (de Dios, por Dios y para Dios) permanece para siempre; mientras que lo que nace de la carne (del yo, por el yo y para el yo) perecerá.
Hoy vivimos entre las páginas del Génesis y el Apocalipsis. Y, nos demos cuenta o no, formamos parte de uno de estos dos sistemas: uno decidido a exaltar y glorificar a Dios, y el otro dedicado a glorificar y exaltar al yo; uno sigue a Cristo y el otro sigue a Adán; uno vive en el Espíritu y el otro vive en la carne (el alma).
Tanto el Señor Jesús como Adán oyeron la voz de Dios; la única diferencia fue que uno obedeció y el otro desobedeció.
Así también, dice el Señor, sucederá con quienes oigan Su voz: uno obedecerá y edificará sobre la roca inquebrantable por la eternidad; mientras que otro oirá pero no obedecerá y, por lo tanto, edificará sobre la arena, para finalmente perecer (Mt 7:24-27).
Estas dos casas de las que habla el Señor son, metafóricamente, Jerusalén y Babilonia.
Hoy en día hay quienes están verdaderamente justificados por la fe y entran en el Nuevo Pacto, sellados por la sangre de Jesús, y siguen al Señor con una vida de obediencia a la voluntad de Dios: son quienes edifican sobre la roca y tienen parte en Jerusalén. Uno solo tiene que leer Mateo capítulos 5 al 7 para descubrir si pertenece a esta ciudad o no.
Igualmente hay otros (y esta es por lejos la mayoría), que oyen las palabras del Señor en Mateo 5 al 7, pero teniendo un entendimiento falso de la justificación, la fe y la gracia, viven en una falsa seguridad, sin que les importe obedecer las palabras del Señor, y así edifican sobre arena (Babilonia), que perecerá para siempre (Ap 18:1-24).
Éstos son “cristianos” en sus propios ojos no más, pues el Señor dice que el que edifica sobre la arena es uno que oyó Su voz, y por lo tanto, no era un incrédulo, sino uno que conocía la Biblia y asistía a la “iglesia”. Su único problema fue que no obedeció y, por lo tanto, no pudo participar de la salvación eterna prometida a todos los que obedecen al Señor (He 5:9). Su fe no era genuina, pues no produjo las obras de obediencia que la perfeccionan (Stg 2:22, 26).
Los que están bajo la autoridad de su yo (Adán) siguen a su cabeza en desobediencia a la voluntad revelada de Dios (la Palabra), y Satanás los convence de que “no morirán” (Gn 3:4), porque afirman haber “aceptado a Cristo”. Por lo tanto, viven en una falsa seguridad en Babilonia.
De igual modo, quienes están bajo la autoridad de Cristo se identifican por el hecho de que “andan como Él anduvo” (1 Jn 2:6) en obediencia a la voluntad de Dios (la Palabra revelada). Éstos son los hermanos y hermanas de Cristo (Mt 12:50) y son parte de Jerusalén.
Lo interesante de la parábola del Señor (Mt 7:24-27) es que tanto la casa del hombre sabio como la del hombre necio se mantuvieron en pie por algún tiempo, como se mantienen hoy tanto Babilonia como Jerusalén, hasta que “descendió lluvia, y vinieron ríos, y soplaron vientos, y golpearon contra aquella casa” (Mt 7:27). Mientras que al hombre necio sólo le preocupaba la apariencia externa de la casa (el testimonio ante los hombres), al hombre sabio le preocupaba más el cimiento o fundamento (la vida escondida en el corazón, ante el rostro de Dios).
La característica distintiva de Jerusalén es su santidad. Se la llama “la ciudad SANTA” (Ap 21:2). Babilonia, en cambio, destaca por su grandeza. Se la llama “la GRAN ciudad” (Ap 18:10). Se la llama “grande” 10 veces en el Apocalipsis (Ap 11:8; 11:13; 14:8; Ap 17:18; 18:10; 18:16; 18:18; Ap 18:19; 18:21).
Aquellos que viven en verdadera santidad, en obediencia a Dios y participan de la naturaleza de Cristo por gracia mediante la fe activa, son edificados juntos en Jerusalén; mientras que aquellos que buscan la grandeza aquí en la tierra (el testimonio y el honor de los hombres, el dinero, etc.) son edificados en Babilonia.
Desde hace mil novecientos años, el llamado ha estado llegando al pueblo de Dios:
“Salid de ella, pueblo mío, para que no seáis partícipes de sus pecados, ni recibáis parte de sus plagas; porque sus pecados han llegado hasta el cielo, y Dios se ha acordado de sus maldades. Dadle a ella como ella os ha dado, y pagadle doble según sus obras; en el cáliz en que ella preparó bebida, preparadle a ella el doble. Cuanto ella se ha glorificado y ha vivido en deleites, tanto dadle de tormento y llanto; porque dice en su corazón: Yo estoy sentada como reina, y no soy viuda, y no veré llanto; por lo cual en un solo día vendrán sus plagas; muerte, llanto y hambre, y será quemada con fuego; porque poderoso es Dios el Señor, que la juzga” (Ap 18:4-8).
El llamado es aún más urgente hoy, cuando nos acercamos al fin de la era: el que tenga oídos para oír, que oiga (Mt 11:15; 13:9; Mt 13:15; 13:43; Ap 2:7; 2:11; 2:17; Ap 2:29; 3:6; 3:13; Ap 3:22; 13:9).
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