La parábola del hijo pródigo se encuentra en Lucas 15:11-32. El personaje del padre perdonador, que permanece constante a lo largo de la historia, es una representación de Dios. Al contar la historia, el Señor Jesús se identifica con Dios en Su actitud amorosa hacia los perdidos, simbolizados por el hijo menor (los publicanos y pecadores de Lucas 15:1). El hermano mayor representa a los que se creen justos (los fariseos y maestros de la ley de Lucas 15:2).
El tema principal de esta parábola no es tanto la conversión del pecador, como en las dos parábolas anteriores de Lucas 15, sino más bien la restauración de un creyente a la comunión con el Padre.
En las dos primeras parábolas, el dueño sale a buscar lo que se había perdido (Lc 15:1-10), mientras que en esta historia el padre espera y observa con ansias el regreso de su hijo. Vemos una progresión a través de las tres parábolas de la relación de uno en cien (Lc 15:1-7), a uno en diez (Lc 15:8-10), y finalmente a uno en uno (Lc 15:11-32), demostrando el amor de Dios por cada individuo y Su atención personal hacia toda la humanidad.
Vemos en esta historia que la misericordia del padre ensombrece la pecaminosidad del hijo, ya que es el recuerdo de la bondad del padre lo que lleva al hijo pródigo al arrepentimiento.
El Señor Jesús establece el escenario para la parábola del hijo pródigo en Lucas 15:11: “Un hombre tenía dos hijos”.
El Hijo Menor
En Lucas 15:12, el hijo menor le pide a su padre su parte de la herencia, que según la ley debía ser la mitad de lo que recibiría su hermano mayor (Dt 21:17). En otras palabras, el hijo menor pide un tercio de la herencia. Aunque estaba perfectamente dentro de sus derechos al pedir, esto no era un acto de amor, ya que implicaba que deseaba la muerte de su padre. En lugar de reprender a su hijo, el padre concede compasivamente su petición. Esta es una representación de Dios que permite que el pecador tome su propio camino si así lo desea (Dt 30:19).
Como el hijo pródigo, todos poseemos un necio deseo de ser independientes de Dios, que es la raíz del pecador que persiste en su pecado. El pecado se caracteriza por un deseo de apartarse y distanciarse de Dios (Ro 1:21). El pecado también se caracteriza por producir constante descontento en el pecador.
En Lucas 12:15 el Señor dice:
“Mirad, y guardaos de toda avaricia; porque la vida del hombre no consiste en la abundancia de los bienes que posee”.
El hijo menor en la parábola aprendió de la manera más dura que la codicia lleva a una vida de insatisfacción y decepción. También aprendió que las cosas más valiosas en la vida son las cosas que no podemos comprar o reemplazar.
En Lucas 15:13 el hijo menor viaja a un país lejano. Es evidente por sus acciones previas que ya había hecho ese viaje en su corazón, y la partida física fue una muestra de su desobediencia voluntaria a toda la bondad que su padre le había ofrecido. En la tierra extranjera, el pródigo despilfarra toda su herencia en busca de su satisfacción egoísta y superficial, perdiéndolo todo. Su desastre financiero es seguido por un desastre natural en forma de hambruna, para la cual no había planificado. Acuciado por el hambre, se ofrece a trabajar para un gentil y termina alimentando cerdos, un trabajo detestable para el pueblo judío porque, según la ley, los cerdos a pesar de ser comestibles eran los animales inmundos por antonomasia (Lv 11:7).
El hijo pródigo trabajando en la pocilga es una representación de el cristiano rebelde, ahora convertido en pecador perdido, que se revuelca en una vida de pecado que aborrece pero de la cual su orgullo no le permite escapar (2 P 2:20-22). Los resultados del pecado nunca son agradables (Stg 1:14-15).
El hijo pródigo comienza a reflexionar sobre su miserable condición, “y volviendo en sí” (Lc 15:17), se da cuenta de que incluso los siervos de su padre están mejor que él. Sus dolorosas circunstancias le hacen ver a su padre bajo una nueva luz. La esperanza comienza a amanecer en su corazón (Sal 147:11; Is 40:30-31; 1 Ti 4:10).
El “volver en sí” del pródigo es reflejo de la realización del pecador de que, aparte de Dios, no hay esperanza. A menudo cuando un pecador “vuelve en sí”, le sigue el arrepentimiento, junto con el anhelo de regresar a la comunión con Dios. (Aunque el “volver en sí” no siempre es garantía de regresar a la comunión con Dios, como el trágico caso de Judas Iscariote nos enseña.)
El hijo idea un plan de acción, y demuestra que su arrepentimiento es genuino. Admitirá su pecado (Lc 15:18), renunciará a sus derechos como hijo y asumirá la posición de un siervo (Lc 15:19). Se da cuenta de que no tiene derecho a una bendición de su padre, y no tiene nada que ofrecerle a su padre, excepto una vida de servicio. Al regresar a casa, el hijo pródigo está preparado para suplicarle al padre por misericordia.
Del mismo modo, un pecador arrepentido que acude a Dios es muy consciente de su propia pobreza espiritual. Dejando a un lado todo orgullo y sentimientos de derecho, no trae nada de valor consigo. El único pensamiento del pecador es arrojarse a la misericordia de Dios y suplicar por una posición de servidumbre que lo salve de su condición de perdido (1 Jn 1:9; Ro 6:6-18; 12:1).
El Padre
El padre en la parábola del hijo pródigo estaba esperando que su hijo regresara. De hecho:
“Y cuando aún estaba lejos, lo vio su padre, y fue movido a misericordia, y corrió, y se echó sobre su cuello, y le besó” (Lc 15:20).
El Padre corre hacia su hijo rebelde, lo abraza y lo besa. En el tiempo del Señor Jesús, era impropio que un hombre mayor corriera porque denotaba falta de autocontrol y esa era la actitud que se esperaba de los esclavos y siervos; sin embargo, el padre aquí corre para recibir a su hijo, rompiendo las costumbres por el amor y el deseo de restaurarlo. El hijo arrepentido comienza a pronunciar su discurso preparado (Lc 15:21), pero su padre lo interrumpe y comienza a dar órdenes para honrar a su hijo: ¡La mejor túnica, el mejor anillo, la mejor fiesta! El padre no cuestiona a su hijo ni lo sermonea: sabe por lo que ha pasado. Lo perdona con alegría y le recibe de nuevo como miembro de la familia.
¡Qué imagen del amor, la compasión y la gracia de Dios! El corazón de Dios está lleno de compasión por Sus hijos; está listo para dar la bienvenida al pecador arrepentido que regresa a casa y celebrar alegremente por ello (Lc 15:7,10).
El hijo pródigo estaba satisfecho con volver a casa como esclavo, pero para su sorpresa y deleite es restaurado a la plena condición de ser hijo de su padre. El pecador cansado, demacrado y sucio que llegó a casa fue transformado en el invitado de honor en la casa de un hombre rico. Eso es lo que hace la gracia de Dios por un pecador arrepentido.
El mandato del padre de traer la mejor túnica para el hijo que regresó es una señal de dignidad y honor, prueba de la aceptación del pródigo de vuelta en la familia. El anillo la mano es una señal de autoridad y de heredero legítimo de la casa del padre. Las sandalias para sus pies son un signo de que no es un siervo, ya que los siervos no usaban cazado. El padre ordena que se prepare el becerro engordado, y se celebra una fiesta en honor al hijo que regresó. En esos tiempos, el becerro engordado se reservaba sólo para ocasiones muy especiales. Esta no es solo cualquier fiesta; es una celebración excepcional y completa.
Todas estas cosas representan lo que recibimos en Cristo al recibir el perdón de nuestros pecados y la vuelta a la comunión con Dios: el manto de la justicia del Redentor (Is 61:10), el privilegio de participar en el espíritu de adopción (Ef 1:5), y los pies calzados con la preparación del evangelio de la paz, dispuestos a caminar en los caminos de santidad (Ef 6:15). Las acciones del padre en la parábola nos muestran que el Señor:
“No ha hecho con nosotros conforme a nuestras iniquidades, Ni nos ha pagado conforme a nuestros pecados. Porque como la altura de los cielos sobre la tierra, Engrandeció su misericordia sobre los que le temen. Cuanto está lejos el oriente del occidente, Hizo alejar de nosotros nuestras rebeliones. Como el padre se compadece de los hijos, Se compadece Jehová de los que le temen” (Sal 103:1-13).
En lugar de condenación, hay alegría por un hijo que “muerto era, y ha revivido; se había perdido, y es hallado” (Lc 15:24,32).
El Hijo Mayor
El último y trágico personaje en la parábola es el hijo mayor. Mientras el hijo mayor vuelve del campo, escucha música y baile. Descubre por uno de los sirvientes que su hermano menor ha vuelto a casa y que lo que escucha es el sonido de la alegría por el regreso de su hermano. El hermano mayor se enfurece y se niega a entrar a la casa. Su padre sale a buscar a su hijo mayor y ruega que entre.
“Mas él, respondiendo, dijo al padre: He aquí, tantos años te sirvo, no habiéndote desobedecido jamás, y nunca me has dado ni un cabrito para gozarme con mis amigos. Pero cuando vino este tu hijo, que ha consumido tus bienes con rameras, has hecho matar para él el becerro gordo” (Lc 15:29-30).
El padre responde amorosamente:
“Hijo, tú siempre estás conmigo, y todas mis cosas son tuyas. Mas era necesario hacer fiesta y regocijarnos” (Lc 15:31-32).
Las palabras y acciones del hijo mayor revelan varias cosas sobre él:
1) Su relación con su padre estaba basada en trabajos y méritos. Señala a su padre que siempre ha sido obediente, ya que ha estado “trabajando como un esclavo”; por lo tanto, merece una fiesta, se la ha ganado.
2) Desprecia a su hermano menor como indigno del favor de su padre.
3) No entiende la gracia y no tiene lugar para el perdón. De hecho, la demostración de gracia hacia su hermano le enoja. Su hermano no merece una fiesta.
4) Reniega del pródigo como hermano, refiriéndose a él como “Este tu hijo” (Lc 15:30).
5) Acusa a su padre de ser tacaño e injusto: “Nunca me has dado ni un cabrito” (Lc 15:29).
Las palabras del padre son correctivas de varias maneras:
1) Su hijo mayor debería saber que su relación no se basa en el rendimiento ni en el trabajo: “Tú siempre estás conmigo, y todas mis cosas son tuyas” (Lc 15:31).
2) Su hijo mayor debería aceptar a su hermano como parte de la familia. El padre se refiere al pródigo como “Este tu hermano” (Lc 15:32).
3) Su hijo mayor podría haber disfrutado de una fiesta en cualquier momento que quisiera, pero nunca hizo uso las bendiciones a su disposición.
4) La recepción de la gracia merece una celebración apropiada: “Mas era necesario hacer fiesta” (Lc 15:32).
Los fariseos y los maestros de la ley, mencionados en Lucas 15:1, se retratan como el hermano mayor en la parábola. Exteriormente, vivían vidas inmaculadas, pero interiormente sus actitudes eran abominables (Mt 23:25-28). Veían su relación con Dios basada en su arduo trabajo y rendimiento, y se consideraban dignos del favor de Dios, a diferencia de los pecadores indignos que les rodeaban. No entendían la gracia de Dios y, de hecho, se enojaban por ella. No tenían lugar para el perdón. No veían parentesco entre los pecadores y ellos mismos. Veían a Dios como bastante tacaño en Sus bendiciones. Y consideraban que, si Dios aceptaba a los publicanos y pecadores en Su familia, entonces Dios era injusto con ellos (los fariseos y los maestros de la ley).
El enfoque del hermano mayor estaba en sí mismo y en su propio servicio; como resultado, no se alegró por la llegada de su hermano a casa. Estaba tan consumido por la justicia propia y el egoísmo que no logró ver el valor del arrepentimiento y regreso de su hermano. El hermano mayor había permitido que la amargura se arraigara en su corazón hasta el punto de que no pudo mostrar compasión hacia su hermano. Su amargura se extendió hacia otras relaciones también, al ser incapaz de perdonar el “pecado” de su padre contra él. En lugar de disfrutar de comunión con su padre, hermano y comunidad, el hermano mayor se quedó fuera de la casa y justificó su enojo. ¡Qué triste escoger la miseria y la separación por encima de la restauración y reconciliación!
El hermano mayor, como los líderes religiosos de los tiempos de Jesús, fallaron en darse cuenta de que:
“El que dice que está en la luz, y aborrece a su hermano, está todavía en tinieblas. El que ama a su hermano, permanece en la luz, y en él no hay tropiezo. Pero el que aborrece a su hermano está en tinieblas, y anda en tinieblas, y no sabe a dónde va, porque las tinieblas le han cegado los ojos” (1 Jn 2:9-11).
La parábola del hijo pródigo es una de las imágenes más hermosas de la gracia de Dios en las Escrituras. Todos hemos pecado y estamos destituidos de la gloria de Dios (Ro 3:23). Todos somos pródigos en el sentido de que le hemos dado la espalda a Dios muchas veces para hacer nuestra propia voluntad aún después de haber conocido a Cristo como nuestro Salvador. Todos hemos usado egoístamente “nuestros” recursos y nos hemos revolcado en el pecado en busca de placer. Sin embargo, Dios está listo para perdonar. Él salvará al contrito, no por obras, sino por Su gracia, mediante la fe. Ese es el mensaje central de la parábola del hijo pródigo.
“Ten piedad de mí, oh Dios, conforme a tu misericordia; Conforme a la multitud de tus piedades borra mis rebeliones. Lávame más y más de mi maldad, Y límpiame de mi pecado. Porque yo reconozco mis rebeliones, Y mi pecado está siempre delante de mí. Contra ti, contra ti solo he pecado, Y he hecho lo malo delante de tus ojos; Para que seas reconocido justo en tu palabra, Y tenido por puro en tu juicio. He aquí, en maldad he sido formado, Y en pecado me concibió mi madre. He aquí, tú amas la verdad en lo íntimo, Y en lo secreto me has hecho comprender sabiduría. Purifícame con hisopo, y seré limpio; Lávame, y seré más blanco que la nieve. Hazme oír gozo y alegría, Y se recrearán los huesos que has abatido. Esconde tu rostro de mis pecados, Y borra todas mis maldades. Crea en mí, oh Dios, un corazón limpio, Y renueva un espíritu recto dentro de mí. No me eches de delante de ti, Y no quites de mí tu santo Espíritu. Vuélveme el gozo de tu salvación, Y espíritu noble me sustente. Entonces enseñaré a los transgresores tus caminos, Y los pecadores se convertirán a ti. Líbrame de homicidios, oh Dios, Dios de mi salvación; Cantará mi lengua tu justicia. Señor, abre mis labios, Y publicará mi boca tu alabanza. Porque no quieres sacrificio, que yo lo daría; No quieres holocausto. Los sacrificios de Dios son el espíritu quebrantado; Al corazón contrito y humillado no despreciarás tú, oh Dios” (Sal 51:1-17).
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