Aquí hay dos tipos de terreno: el barbecho y el arado.
El terreno en barbecho es acogedor, feliz, protegido del impacto del arado y de la trituradora de terrones. Un terreno en barbecho, tal como se encuentra año tras año, se convierte en un referente familiar para el cuervo y los gorriones. Si fuera inteligente, estaría muy satisfecho con su reputación: tiene estabilidad; no está nivelado; la naturaleza lo ha adoptado como suyo; se puede confiar en que permanecerá siempre igual, mientras los campos a su alrededor cambian de marrón a verde y de nuevo a marrón. Seguro y tranquilo, el terreno en barbecho se extiende perezosamente bajo el sol; la viva imagen de la soñolienta satisfacción.
Pero está pagando un precio muy alto por su tranquilidad; nunca siente el movimiento de la vida creciente, ni ve las maravillas de la semilla que brota, ni la belleza del grano que madura. Nunca podrá conocer el fruto, porque teme al arado y a la grada rotativa.
En sentido opuesto, el terreno cultivado se ha entregado a la aventura de la vida. La cerca protectora se ha abierto para dejar paso al arado, y este ha llegado como siempre: práctico, cruel, duro, inclemente y apresurado. La paz ha sido quebrantada por el grito del agricultor y la brutalidad de la maquinaria. El terreno se ha estremecido ante lo drástico del cambio; ha sido herido, trastornado, removido, triturado y roto.
Pero las recompensas siguen al sufrimiento. La semilla brota a la luz del día, milagro de vida, curiosa, explorando el nuevo mundo que la cubre. Por todo el terreno, la mano de Dios obra en el servicio ancestral y siempre renovado de la creación. Nacen cosas nuevas para crecer, madurar y consumar la gran profecía latente en la semilla al echar raíces. Las maravillas de la naturaleza siguen al arado.
Hay también dos tipos de vida: la que está en barbecho y la que ha sido arada. Para un ejemplo de la vida en barbecho, no hace falta ir muy lejos. Son demasiado abundantes entre nosotros.
El hombre de vida en barbecho se contenta consigo mismo y con el fruto que una vez dio. No quiere ser molestado. Sonríe con tolerante superioridad ante los avivamientos, los ayunos, la introspección y todo el trabajo de dar fruto y la angustia del progreso espiritual. El espíritu de búsqueda yace muerto en su interior. Está inconmovible, incultivado, abundante, copioso pero silvestre, siempre en su lugar habitual. Como el viejo terreno sin cultivar que es, es tradicionalista y una especie de punto de referencia en la pequeña iglesia. Pero es infructuoso.
La maldición de una vida así es que es fija, tanto en tamaño como en contenido. Ser ha reemplazado a llegar a ser. Lo peor y lo mejor que se puede decir de un hombre así es que es lo que será. Se ha encerrado en sí mismo, y con el mismo acto ha excluido a Dios y al milagro.
La vida arada es la vida que, en el acto de quebrantamiento, ha derribado las vallas protectoras y ha lanzado el arado de la confesión al alma. El impulso del Espíritu, la presión de las circunstancias y la angustia de una vida yerma se han combinado para humillar profundamente su corazón. Una vida así ha desechado la defensa y ha abandonado la seguridad de la muerte por el peligro de la vida.
El descontento, el anhelo, la contrición, la obediencia valiente a la voluntad de Dios: todo esto ha triturado y quebrado la tierra hasta que está lista de nuevo para la semilla. Y, como siempre, el fruto sigue al arado. La vida y el crecimiento comienzan cuando Dios “hace llover justicia”. Alguien así puede testificar: “Y la mano del Señor estuvo sobre mí allí” (Ez 3:22).
En correspondencia con estos dos tipos de vida, la historia religiosa muestra dos fases: la dinámica y la estática. Los períodos dinámicos fueron aquellos tiempos heroicos en los que el pueblo de Dios se animó a cumplir la voluntad del Señor y salió sin temor a llevar su testimonio al mundo. Cambiaron la seguridad de la inacción por los riesgos del progreso inspirado por Dios. Invariablemente, el poder de Dios siguió a esa acción. El milagro de Dios se manifestó cuando y donde Su pueblo se manifestó. Se detuvo cuando Su pueblo se detuvo.
Los períodos de estancamiento fueron aquellos en los que el pueblo de Dios se cansó de la lucha y buscó una vida de paz y seguridad. Se dedicaron a gozar los logros alcanzados en aquellos tiempos más audaces, cuando el poder de Dios actuó entre ellos.
La historia bíblica está repleta de ejemplos. Abraham salió en búsqueda de su tierra prometida, y Dios lo acompañó. El resultado fueron revelaciones, teofanías, el don del hijo de la promesa, pactos y profecías de ricas bendiciones venideras. Entonces Israel descendió a Egipto, y las maravillas cesaron durante cuatrocientos años. Al final de ese tiempo, Moisés escuchó el llamado de Dios y se adelantó para desafiar al opresor. Un torbellino de poder acompañó ese desafío, e Israel pronto comenzó a marchar. Mientras se atrevió a marchar, Dios envió Sus milagros para abrirle el camino. Cada vez que ella se quedaba como un campo en barbecho, Dios cancelaba su bendición y esperaba que se levantara de nuevo y ejerciera su poder. Este es un breve pero preciso resumen de la historia de Israel y de la Iglesia.
“Y ellos, saliendo, predicaron en todas partes, ayudándoles el Señor y confirmando la palabra con las señales que la seguían” (Mr 16:20). Pero cuando se retiraban a monasterios o jugaban a construir bonitas catedrales, la ayuda de Dios se retiraba hasta que un Lutero o un Wesley surgían para desafiar de nuevo al infierno. Entonces, invariablemente, Dios derramaba Su poder como antes.
En cada denominación, sociedad misionera, iglesia local o cristiano individual, esta ley opera. Dios obra mientras Su siervo vive con valentía: cesa cuando ya no necesita Su ayuda. En cuanto buscamos nuestra propia vida, la encontramos para nuestra propia ruina. Construyamos un muro de seguridad de ingresos, estatutos, confesiones doctrinales, prestigio, agencias para la delegación de nuestros deberes..., y de inmediato se instala una parálisis progresiva, una parálisis que solo puede terminar en la muerte.
El poder de Dios solo llega cuando el arado opera su tarea de romper y triturar. Se libera en el creyente sólo cuando éste realiza algo que lo exige. Con la palabra realizar, no nos referimos a la mera actividad. La vida eclesiástica, por sí misma, tiene mucho ajetreo; pero en todas sus actividades se cuida mucho de dejar su terreno en barbecho prácticamente intacto. Se cuida de confinar su ajetreo dentro de los límites de la seguridad absoluta, marcados por el miedo. Por eso es infructuosa; está a salvo, pero es estéril.
La única forma de alcanzar el avivamiento espiritual que te lleve a dar el fruto que el Señor quiere producir en ti es salir de tu escondite y retomar el peligroso camino de la obediencia. Tu seguridad es tu peor enemigo. El creyente que teme al arado escribe su propio epitafio. El creyente que se somete al arado se encamina por el sendero del avivamiento espiritual.
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