¿No ha pensado
alguna vez que la oración es algo extraño? Se habla con alguien que no se puede
ver. Se escucha a alguien que no se puede oír. Se piden respuestas que están
más allá del poder humano.
En el libro de
Apocalipsis encontramos algo que de alguna forma explica el misterio de la
oración. ¿Por qué creó Dios la oración? Leamos el contenido de los capítulos 4
y 5 de este espectacular libro. En estas escenas, el apóstol Juan es ya un
anciano (probablemente tiene más de noventa años), y es arrebatado al cielo
para contemplar eventos de bizarro esplendor. Un trono gigantesco rodeado por
un arcoíris como esmeralda lo cautiva. Rayos, voces y truenos salen de ese arcoíris.
La persona sentada
en el trono es demasiado sublime para ser descrita. “Delante del cual huyeron
la tierra y el cielo”, escribiría el mismo Juan más tarde (Apocalipsis 20:11),
cuando el ser sublime del trono juzgaba a los que serían arrojados al lago de
fuego y azufre. Este trono celestial deja claro en la mente de cualquiera que
el que está sentado en él es Dios, el Padre.
Ancianos vestidos
de blanco con coronas de oro sobre sus cabezas están sentados alrededor del
trono de Dios. Mucho se ha especulado sobre la identidad de estos ancianos. Son
doce, y sus vestiduras blancas y sus coronas de oro los hacen –según la opinión
de algunos- representantes de
la iglesia, porque las vestiduras blancas son “las acciones justas de los
santos” (Apocalipsis 19:8, 14). Pero esta interpretación no puede ser correcta siendo
que nosotros –la iglesia- aparecemos en el cielo literal y físicamente
(Apocalipsis 7:9-10), después de la apertura del sexto sello (Apocalipsis
6:12), el cuál es sin duda alguna la señal del fin del mundo (comparar
Apocalipsis 6:12-17 con Mateo 24:29) que es dada exactamente antes de la señal
de la venida de Cristo (Mateo 24:30) por nosotros: el anhelado arrebatamiento
(comparar Mateo 24:31 con Apocalipsis 7:9-14). En otros artículos hemos visto cómo
en Mateo 24, Marcos 13 y Lucas 21 el Señor Jesús resume los eventos que Él
mismo describe luego, y en la misma secuencia, en los siete sellos mencionados
en el Apocalipsis: la revelación que el Padre le dio a Él, y que Él le da a
Juan (Apocalipsis 1:1).
Los cuatro seres
vivientes que están “junto al trono, y alrededor del trono”, “llenos de ojos
por delante y por detrás” (Apocalipsis 4:6-9) son los querubines descritos
también en Isaías 6:2 y Ezequiel 1:5-28. No identificados seres vivientes (los
ancianos) y querubines (ángeles exaltados) adoran juntos a Dios. Nunca cesan o
descansan. Su más alta tarea, su supremo llamado y su eterna comisión es
adorar.
Un mar de cristal
se extiende delante del trono. Siete candeleros de oro se yerguen sobre el mar
de cristal, reflejando sobre él su brillo y esparciendo su resplandor en todas
las direcciones. El objeto que el Padre tiene en su mano derecha atrae la
atención de Juan. Es un libro –o, más exactamente, un pergamino- con siete
sellos. Versado en el significado que en su tiempo se le daba a los sellos en
el exterior de un pergamino, Juan intuye que las condiciones que ellos exigen
que se cumplan antes de que el rollo pueda abrirse pondrán en juego el destino
de la humanidad, y acelerarán el advenimiento del Reino de Dios a la tierra.
Entonces un
poderoso ángel grita: “¿Quién es digno de abrir el rollo y desatar sus sellos?”
Ese Ser, digno de desatar los sellos, debe ser alguien calificado para hacer
cumplir las condiciones que se necesitan para que el Reino de Dios sea
instaurado físicamente sobre la tierra. Ese Ser debe estar libre del pecado que
ha condenado al mundo a recibir la ira de Dios que debe ser derramada sobre la
humanidad impía antes de la instauración de Su Reino. Ese Ser debe ser capaz de
quitar la maldición de la muerte que esclaviza a la creación de Dios.
Una búsqueda
universal comienza en el cielo (Apocalipsis 5:2, 3). No hay tiempo que perder.
El propósito eterno de Dios para Su creación está en juego. Pero he aquí que
nadie, en todo el universo fue hallado digno de abrir el libro, ni siquiera de
mirarlo. El anciano apóstol rompe en llanto (Apocalipsis 5:4). Ha vivido tanto
tiempo, ha padecido tantas cosas, ha orado tanto “Vénganos Tu Reino”, y todavía
es el satánico imperio Romano, y no el Reino de Dios, el que controla el
destino de la humanidad.
“¡Un momento, Juan!”
Uno de los ancianos sentados alrededor del trono se levanta y se acerca al
desconsolado apóstol. “No llores”, le dice. “El León de la tribu de Judá, la
raíz de David, ha vencido para abrir el libro y desatar sus siete sellos”
(Apocalipsis 5:5). Juan levanta su rostro, pero no ve al mencionado León. A
través de las lágrimas que humedecen sus ojos sólo ve a un Cordero degollado
que parece haber escapado del matadero. Pero a pesar de su apariencia, el
Cordero, lleno de poder (siete cuernos) y sabiduría (siete ojos) se acerca al
trono del Padre y toma el libro de su mano derecha. Luce como un sacrificio,
pero se mueve como un soberano en la presencia misma de Dios. Su nombre es
Jesucristo.
Los ejércitos del
cielo estallan en aclamaciones y alabanzas, y se postran en adoración delante
del Cordero (Apocalipsis 5:8-14). Proclaman al universo tres grandes proezas
ejecutadas por el Cordero: “fuiste sacrificado” (5:9), “con tu sangre nos has
redimido para Dios” (5.9), “nos has hecho
para nuestro Dios reyes y sacerdotes, y reinaremos sobre la tierra” (5:10).
La alabanza es ejecutada por miríadas de toda clase de seres celestiales, y en
ella participan todas las criaturas del universo (5:13). Lo que el anciano
apóstol ve y escucha excede toda imaginación. El Cordero que ha redimido para
Dios un pueblo de entre todo linaje y lengua y nación, está listo para iniciar
la fase final de su conquista sobre la muerte, el pecado, y el reino del
príncipe de este mundo.
¿CÓMO AFECTA MI ORACIÓN EL FUTURO?
Un dilema surge de
esta celebración celestial. Algo no está bien. La Escritura dice que los santos
redimidos vamos a reinar con Cristo, pero que lo haremos como sacerdotes
(Apocalipsis 5:10; 20:6). Este es el problema: los sacerdotes no reinan. Los
reyes reinan. Los sacerdotes sirven en el templo orando, adorando, alabando y
cantando. Y en el reino de Cristo, los reyes van a reinar bajo su autoridad.
¿Cómo podemos
conciliar esta aparente contradicción?
La respuesta revela
un principio invaluable. Como hijos de Dios, tenemos dominio sobre una parte de
Su reino. Y ejercemos este dominio a través de la oración. Las personas que
reciben a Cristo reciben también dominio sobre parte de Su creación. El apóstol
Pedro nos llama “real sacerdocio” (1 Pedro 2:9). En el Antiguo Testamento, los
sacerdotes servían como intermediarios entre Dios y los hombres. El hecho de
que reinaremos como sacerdotes nos muestra que reinaremos a través de la oración
e intercesión.
¿Cuál es la
descripción del trabajo de los que reinen con Cristo?
Un vice-regente
realiza principalmente tres funciones. Primero, toma nota de las necesidades de
las personas bajo su responsabilidad. Segundo, hace los trámites necesarios para
satisfacer esas necesidades. Tercero, distribuye las provisiones
equitativamente.
¿Cuál es la
descripción de un intercesor sacerdotal hoy?
¡La misma! Las
responsabilidades que asumimos de rodillas ahora serán las mismas que tendremos
sobre nuestros tronos después. Tomamos nota de las necesidades de las personas
en nuestra esfera de influencia (cargas, ansiedades, problemas…); las
reconocemos como el encargo de Dios, y procuramos satisfacerlas intercediendo
por las personas que las padecen, repartiéndoles equitativamente la provisión
que Dios nos da para ellas. Oramos, por ejemplo:
“Señor, provee trabajo
para ese padre desempleado”.
“Sana aquella madre
con cáncer”.
“Dale salvación a
mi vecino”.
“Envía misioneros a
Arabia Saudita”.
Nuestras oraciones nos entrenan para reinar con Cristo.
Por eso es que Dios
creó la oración. Por eso es que el Señor Jesucristo pone tanto énfasis en la
oración. Entrenarse en la oración es tan importante como recibir respuestas a
nuestras oraciones. Los desafíos en nuestra vida de oración desarrollan nuestra
madurez. Nos preparan para reinar bajo la autoridad del Rey de reyes y Señor de
señores.
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