Puede ser bueno, antes de que consideremos la historia de El Progreso del Peregrino—Viaje de Cristiano a la Ciudad Celestial bajo el símil de un sueño, dedicar un poco de tiempo a la historia del hombre que escribió este libro, que ha sido clasificado, por aquellos bien calificados para juzgar, como el segundo mejor libro después de la Biblia. Su biografía es tan interesante como su libro, y veremos más tarde cuánto de la historia de su propia vida se ha entretejido en la textura de su alegoría inmortal.
En algún momento durante el año 1628 John Bunyan nació en la pequeña aldea de Elstow, cerca de la ciudad de Bedford, en Bedfordshire, Inglaterra.
Sabemos muy poco de sus progenitores excepto que su padre era un hojalatero de oficio y extremadamente pobre. John Bunyan, en años posteriores escribió “Mis progenitores eran de una clase baja e insignificante. El oficio de mi padre era la más despreciada ocupación de esos días”.
Podemos estar agradecidos de que “Dios no hace acepción de personas”, y que Él ha declarado en Su palabra: “Mirad, pues, hermanos, vuestra vocación, que no sois muchos sabios según la carne, ni muchos poderosos, ni muchos nobles; sino que lo necio del mundo escogió Dios, para avergonzar a los sabios; y lo débil del mundo escogió Dios, para avergonzar a lo fuerte; y lo vil del mundo y lo menospreciado escogió Dios, y lo que no es, para deshacer lo que es, a fin de que nadie se jacte en su presencia” (1 Co 1:26-27).
No importa cuán pobre sea un hombre, o cuán humilde sea su posición en la vida; en el momento en que ese hombre se vuelve un hijo de Dios, es hecho heredero de Dios y coheredero con el Señor Jesucristo. “Él levanta del polvo al pobre, y al menesteroso alza del muladar, para hacerlos sentar con los príncipes, con los príncipes de su pueblo” (Sal. 113:7-8).
Su educación fue tal como la gente pobre de ese día podía permitirse. Apenas había captado los principios básicos de la lectura y la escritura cuando fue sacado de la escuela para trabajar con su padre reparando ollas y sartenes, y así ayudar a mantener al siempre presente lobo del hambre alejado de la casa.
Pronto olvidó lo poco que había aprendido en la escuela, y rápidamente se volvió un muchacho ocioso, que para jurar, mentir y blasfemar tenía pocos competidores en el barrio. Era unos de los cabecillas en Pueblo Impío. No le importaba nada la palabra de Dios ni el amado Hijo de Dios; ni pensaba jamás en su estado eterno ante Dios, o dónde pasaría la eternidad. Deseaba seguir su propio camino, y nada le complacía más que cuando se entregaba a todo tipo de placeres pecaminosos.
Esta es una descripción gráfica de la condición natural de todos. Podemos no haber llegado a los mismos extremos en el pecado como lo hizo John Bunyan, pero nada cambia el hecho de que Dios en Su palabra ha declarado: “No hay justo, ni aun uno; no hay quien entienda, no hay quien busque a Dios. Todos se desviaron, a una se hicieron inútiles; no hay quien haga lo bueno, no hay ni siquiera uno” (Ro 3:10-12).
En su juventud, Bunyan se enlistó como soldado y participó en la Guerra civil que entonces se estaba librando entre el Parlamento y el Rey. En el sitio de Leicester estuvo entre los que recibieron la orden de dar un asalto, pero otro hombre obtuvo permiso para ir en lugar de él, y en la primera parte de la batalla fue acribillado. Esto le hizo pensar seriamente en las cosas eternas, pero como muchos otros trató de desechar estos pensamientos sumergiéndose más profundamente en los placeres del pecado, hasta que se hizo notorio en el campo de batalla por su impiedad y vicio. Una y otra vez Dios lo llamó. Fue rescatado de morir ahogado muchas veces y en otras ocasiones fue librado de la muerte de una manera maravillosa; pero a pesar de todas estas señales del amor, la paciencia, la bondad y la longanimidad de Dios, no se arrepintió (Ro 2:4). Parecía decidido a ir por su cuenta y convertirse en “el amo de su destino y el capitán de su alma”.
A la temprana edad de diecinueve años, John Bunyan se casó. Toda la dote que su mujer aportó al matrimonio fueron dos buenos libros que su padre, un hombre muy pobre pero piadoso, le dio. Estos libros eran El Camino Sencillo al Cielo, del puritano Arthur Dent y La Práctica de la Piedad, de Lewis Bayly. Para entonces, Bunyan ya había perdido prácticamente la facultad de leer; así que su mujer comenzó a leérselos con frecuencia, aprovechando la oportunidad para explicarle la vida santa que su padre había llevado. Más adelante ella lo animó y ayudó a leer estos dos excelentes libros por sí mismo, y lo convenció a que diera vuelta la página de su vida y adoptara una vida religiosa. A Bunyan esto le pareció una muy buena idea, y comenzó a asistir cada domingo dos veces a la iglesia, repitiendo en voz alta los pasajes de la Biblia que se recitaban en los servicios y cantando lo mejor que podía los himnos. Pero continuó aferrándose a sus pecados. Tuvo que aprender, como todos los que esperamos estar en el cielo un día, que reformarse y profesar la religión no son sustitutos del nuevo nacimiento o la regeneración espiritual. Las palabras de nuestro Señor Jesús, dirigidas al más moral y religioso hombre de su tiempo, necesitan ser cuidadosamente ponderadas por nosotros: “De cierto, de cierto te digo, que el que no naciere de nuevo, no puede ver el reino de Dios” (Jn 3:3).
Apenas tomó su bate para jugar un juego llamado “gato”, cuando de repente le pareció oír una voz del cielo que le decía: “¿Quieres dejar tus pecados e ir al cielo; o retener tus pecados e ir al infierno?” Le pareció que Cristo estaba de pie frente a él, y estaba a punto de sentenciarlo a su bien merecido castigo eterno. Dejó el juego por un unos momentos, y reflexionó sobre esto. Finalmente concluyó: “Si ya estoy condenado, es lo mismo que sea condenado por muchos pecados como por unos pocos”. Tras su temeraria decisión, volvió a su juego otra vez, y ninguno de sus amigos adivinó ni por un momento qué horrible transacción había tomado lugar en su corazón. Así Bunyan volvió a rechazar la graciosa oportunidad del Dios que lo amaba. Antes de juzgarlo por esto, preguntémonos a nosotros mismos: “¿He rechazado alguna vez el mensaje de Dios para mí?” Piensa en las muchas veces que Dios te ha hablado a través de alguna predica, o por medio de algún tratado del evangelio, o por la muerte de algún pariente y amigo. ¿Hemos prestado atención al mensaje y nos hemos vuelto hacia el Salvador?¿O, como Bunyan, hemos endurecido nuestros corazones y hemos vuelto en vez a apartar nuestros oídos de la verdad? Presta atención a la voz de Dios que te habla diciendo: “Por lo cual teme, no sea que en su ira te quite con golpe, el cual no puedas apartar de ti ni con gran rescate” (Job 36:18).
Sin embargo, la conciencia de Bunyan no estaba tranquila. A pesar de su rechazo a las advertencias celestiales, Dios misericordiosamente continuó tratando con él, y trató de llevarlo al arrepentimiento. Un día mientras maldecía y juraba con algunos de sus impíos amigotes, una de las peores mujeres del pueblo pasó por su lado, y al oír su lenguaje aterrador y vulgar lo reprendió con estas palabras: “¡Miserable impío! Nunca escuché tal
vulgaridad en mi vida! Eres suficiente para arruinar toda la juventud del pueblo con tu sucia boca”. Esta reprensión lo avergonzó, viniendo como lo hizo de una mujer de mala reputación. Una vez más, decidió convertirse en un hombre mejor y dejar esa conducta vil. Esta vez persistió hasta el punto en que todos se maravillaban del cambio y hablaban bien de él. Esto le complació considerablemente, y se volvió bastante orgulloso de su logro. Practicó la abnegación, pensando que al hacerlo ganaría más favor con Dios. Dejó de frecuentar salones de baile y juegos, por mucho que anhelara continuar visitándolos en secreto. Era muy aficionado al juego de hacer sonar la campana, pero esto también se negó a continuar haciéndolo, pensando que al negarse él ganaría el favor de Dios. A menudo se paraba fuera del salón de juego y miraba con anhelo hacia adentro dentro mientras sus amigos tocaban las campanas; pero él tenía miedo de entrar, no sea que en el juicio de Dios se hiciese venir sobre él y una de las campanas cayera de su lugar y lo matara.
Su decisión de renunciar a los salones finalmente lo tranquilizó, y se mantuvo alejado de esos lugares por completo, y a los ojos de los vecinos se convirtió en el modelo de lo que debe ser un cristiano.
¡Ay de John Bunyan! Estaba cometiendo el error que muchos, tanto antes y como desde su día, han cometido. Él estaba tratando de salvarse a sí mismo sobre la base de sus propias buenas obras, resoluciones y ejercicios religiosos; mientras que Dios clara y detalladamente ha declarado en Su palabra: “Porque por gracia sois salvos por medio de la fe; y esto no de vosotros, pues es don de Dios; no por obras, para que nadie se gloríe” (Ef 2:8-9).
Y de nuevo: “Nos salvó, no por obras de justicia que nosotros hubiéramos hecho, sino por su misericordia, por el lavamiento de la regeneración y por la renovación en el Espíritu Santo” (Tit 3:5).
Dios no salva a los pecadores por las buenas obras que han hecho o alguna vez harán; si no debido a la obra que Su Hijo amado ha realizado en la cruz del Calvario, cuando cargó con nuestros pecados en su propio cuerpo sobre el madero, y murió en lugar de nosotros, cumpliendo así el juicio de Dios contra el culpable pecador. El que busca ser justificado por sus propias obras, por lo tanto, ignora y rechaza la única provisión que Dios en Su gracia ofrece a los hijos perdidos y culpables de hombres: Cristo Jesús y su sacrifico en la cruz.
De hecho, el mismo John Bunyan luego describió su condición durante este período con estas palabras: “Yo no era más que un pobre hipócrita. Hice todo lo que hice, ya sea para ser visto o para que los demás hablaran bien de mí. No conocía yo ni a Cristo, ni la gracia, ni la fe, ni la esperanza”.
No caigamos nosotros en este mismo error, sino que dándonos por perdidos para siempre a causa de nuestros pecados, y reconociendo tan miserable condición, confiemos en la obra acabada del amado Hijo de Dios, y recibámoslo con fe sencilla para que sea nuestro Salvador personal, y podamos declarar: “Justificados, pues, por la fe, tenemos paz para con Dios por medio de nuestro Señor Jesucristo” (Ro 5:1).
Sin embargo, se avecinaban tiempos mejores para Bunyan porque un día, mientras caminaba por las calles de Bedford, gritando como su oficio lo exigía: “¡Ollas y sartenes reparooo...!”, vio a algunas mujeres pobres sentadas a la puerta de una casa que hablaban entre sí de tal una manera como Bunyan nunca había oído antes. Hablaban con convicción de la salvación de su alma; de lo precioso del Señor Jesús; de su conocimiento de Él como su Salvador personal; y al mismo tiempo, de la miseria de su estado, por naturaleza pecaminoso, de sus corazones. Todo esto era nuevo para él, y las escuchó con gran atención, y luego se acercó a ellas para obtener su consejo en cuanto a su propio estado ante Dios.
Ellas le mostraron ante todo su necesidad del Salvador. Allí se le reveló por primera vez en su vida que todas sus propias justicias, en las cuales había estado confiando, eran a los ojos de Dios como trapo de inmundicia (Is 64:6); que a pesar de todos sus esfuerzos por agradar a Dios esto era algo completamente imposible de lograr, porque “los que viven según la carne no pueden agradar a Dios” (Ro 8:8). Le señalaron que esto es así “Porque ignorando la justicia de Dios, y procurando establecer la suya propia, no se han sujetado a la justicia de Dios” (Ro 10:3). En otras palabras, Bunyan vio su verdadero estado a los ojos de Dios: el de un pecador condenado, indefenso, perdido y culpable.
A continuación, le señalaron el maravilloso amor de Dios al dar a su único Hijo, quien vino del cielo para buscar y salvar a los perdidos y quien, en la cruz del calvario sufrió el justo juicio de Dios que debería caer sobre nosotros, los injustos. Él murió por nosotros para poder llevarnos a Dios sólo por aceptar su muerte a nuestro favor. La Biblia muestra que toda la obra necesaria para la salvación de los pecadores perdidos y arruinados, el Señor Jesús la había hecho a través del sacrificio de Él mismo. Luego le señalaron el plan fácil, sencillo y sin trabas de la salvación por medio de la fe en la obra terminada de Cristo y la aceptación de Él como Salvador, y la confesión de Él como Señor: “Si confesares con tu boca que Jesús es el Señor, y creyeres en tu corazón que Dios le levantó de los muertos, serás salvo. Porque con el corazón se cree para justicia, pero con la boca se confiesa para salvación” (Ro 10:9-10).
Así John Bunyan, por primera vez en su vida, escuchó el evangelio de la gracia de Dios, quien usó el testimonio de estas mujeres sencillas pero piadosas para despertarlo a la conciencia de su profunda necesidad de salvación. Ahora comenzó a leer la Biblia por sí mismo, y se confirmó en su creencia de que lo que las mujeres le habían dicho era verdad. El resultado de esta lectura de las Escrituras fue producir en él un profundo sentido de culpa y pecado. Al ver cuánto el Dios santo, justo y recto odiaba el pecado, y cuán gravemente había él pecado contra Dios, comenzó a darse cuenta de que sus pecados eran en verdad una carga, y que a los ojos de Dios solo merecía Su justa ira, la condenación y destierro de Su presencia por toda la eternidad. Me pregunto cuántos de mis lectores han descubierto esto por sí mismos. Tal vez algunos estén tratando, como Bunyan, de hacerse aptos para la salvación mediante sus buenas obras y observancias religiosas, e ignorando que Dios ha dicho: “Por las obras de la ley ningún ser humano será justificado delante de él” (Ro 3:20). Recuerda eso: Nunca podrás saber que eres salvo, hasta que reconozcas que estás completamente perdido.
Bunyan luego comenzó a hacer preguntas a estas mujeres cristianas que ellas no pudieron responder. Estaba poseído por inquietudes muy apremiantes, y lo que habría satisfecho a la mayoría de la gente fracasó por completo en darle la paz que estaba buscando. Tan pronto como se resolvía una dificultad, otra tomaba su lugar, hasta que perdió la esperanza de encontrar alguna vez la paz que buscaba. Las mujeres le aconsejaron que acudiera al pastor de ellas, un hombre llamado Sr. Gifford, que conocía las Escrituras mucho mejor que ellas, y él probablemente resolvería todas sus inquietudes. Así aconsejado, Bunyan fue a ver al Sr. Gifford, y este fue de gran ayuda por su juicio sobrio y su excelente comprensión de la palabra de Dios. Se le dijo que estudiara la Biblia más detenidamente y que descansara con la fe de un niño en lo que encontrara registrado en ella; porque sólo entonces podría tener un fundamento seguro sobre el cual descansar para la convicción de su salvación eterna.
El resultado de este estudio adicional de las Sagradas Escrituras fue impresionarlo más profundamente con el sentido de su culpa; a menudo se retiraba a la privacidad de su pequeño ático y clamaba a Dios por misericordia. Le parecía que cuanto más se esforzaba por obtener la paz, más profunda se volvía su angustia; y cuanto más buscaba llegar a Dios, más Dios parecía apartarse de él. Tenía que aprender, como todo el que se salva, que no nos salvamos por intentarlo; de nosotros mismos no puede venir ninguna ayuda. Debemos hacer lo que nos dice la Escritura inspirada: “No hay más Dios que yo; Dios justo y Salvador; ningún otro fuera de mí. Mirad a mí, y sed salvos, todos los términos de la tierra, porque yo soy Dios, y no hay más” (Is 45:21-22).
A menudo vagaba por los campos al anochecer, para estar a solas con Dios y clamar desde lo más profundo de su corazón: “¿Qué debo hacer para ser salvo?” (Hch 16:30). A veces pensaba que estaba poseído por un demonio. Habría cambiado gustosamente su vida por la de un perro. Lamentó el día en que había nacido y fue el más miserable de todos los hombres. A veces estuvo tentado a quitarse la vida, pero tenía miedo de hacerlo, porque sabía que esto no haría más que sellar su destino eterno. Verdaderamente, no hay mayor angustia que la angustia del alma: “Un espíritu herido, ¿quién puede soportarlo?” (Pr 18:14). Sin embargo, podemos dar gracias a Dios por la profunda experiencia por la que pasó Bunyan, porque cuando llegó la liberación, pudo de una manera peculiar entrar en las dificultades del alma de otros, y así ser de gran ayuda para ellos.
En una ocasión, cuando estaba particularmente deprimido, le vino a la mente el pensamiento de que había cometido el pecado imperdonable y, en consecuencia, no podía ser salvado, por mucho que lo deseara. En este estado de ánimo consultó a un anciano cristiano y le confió esta nueva inquietud. Para su consternación, este cristiano, que debería haber sabido mejor, le dijo que probablemente tenía razón, que probablemente había cometido el pecado imperdonable. Así Bunyan probó la verdad de la Escritura que dice: “Vana es la ayuda del hombre” (Sal 108:12). El efecto de esta experiencia fue llevarlo más y más a la infalible palabra de Dios que es la única que puede hacer al pecador “sabio para la salvación por la fe que es en Cristo Jesús” (2 Ti 3:15).
Quizás Dios esté tratando contigo, lector, en este mismo momento. Quizás está mostrándote tu necesidad de regeneración, y también tu impotencia para salvarte a ti mismo. Dios hace esto para que puedas ser llevado al final de ti mismo, y llevado a ver que tu única esperanza para el tiempo y la eternidad está en la obra que el Señor Jesús realizó en la cruz cuando quitó el pecado por el sacrificio de sí mismo (He 9:26). Un hombre dijo una vez que le tomó cuarenta años aprender tres cosas: Primero, que no podía hacer nada para salvarse a sí mismo. Segundo, que Dios no quería que él hiciera nada para salvarse a sí mismo. Tercero, que el Señor Jesús había terminado, total y completamente, a entera satisfacción de Dios, toda la obra necesaria para salvar al pecador perdido y culpable que simplemente confiara en Él.
Fue mientras Bunyan pasaba por este período de profundo examen de su alma, que llegó a su posesión un libro que fue de gran ayuda para a él. Era el Comentario Sobre la Epístola de Pablo a los Gálatas de Lutero. ¡Este libro describía tan de cerca su condición, dificultades, dudas y temores que pensó que Lutero debió haber escrito este libro para su beneficio personal! Puso este libro al lado de su Biblia, y pasó horas leyéndolo y comparándolo muy diligentemente con la Biblia. No es de extrañar que cuando Bunyan fue salvo por la gracia de Dios, Dios lo usó poderosamente para ayudar a otros en el camino de la salvación. Dios ha dicho: “Me buscaréis y me hallaréis, porque me buscaréis de todo vuestro corazón. Y seré hallado por vosotros” (Jer 29:13-14). Si Dios está tratando contigo ahora, no te des descanso ni paz hasta que llegues a la convicción de la salvación revelada en la preciosa palabra de Dios a través de la fe en el Hijo de Dios crucificado y resucitado.
Es difícil decir cuándo la verdad salvadora del alma irrumpió en el corazón oscurecido de John Bunyan, porque el diablo con sus dardos de fuego de duda siempre estaba listo para apagar cualquier pequeña luz que recibiera de la palabra de Dios. Su libro, Abundante Gracia Para El Más Grande De Los Pecadores, registra sus experiencias y debe ser leído por todos los que deseen un conocimiento más completo de su conversión. En esta autobiografía, habla de una ocasión en la que le preguntó a su mujer si recordaba un pasaje de las Escrituras que contenía las palabras “Sino que os habéis acercado a Jesús”. Ella no podía recordarlo, así que él comenzó a leer su Nuevo Testamento hasta que llegó a esas palabras: “Sino que os habéis acercado... a Jesús el Mediador del nuevo pacto, y a la sangre rociada que habla mejor que la de Abel” (He 12:22-24).
Al leer estas palabras, un torrente de luz divina pareció llenar su alma al darse cuenta de que el Señor Jesucristo era el único Salvador y Mediador, y que la salvación, plena, gratuita y eterna, es posesión de todos los que confían en Él y descansan en Su obra terminada. Creyó en el alegre mensaje, y esa noche apenas pudo dormir por el gozo que lo llenó en el sentido consciente del perdón de los pecados. Sin embargo, después de esta maravillosa experiencia, estaba de nuevo plagado por muchas dudas y, a menudo, se encontraba en lo más profundo de la desesperación.
La liberación llegó completa y finalmente un día mientras pasaba por un campo. Mientras meditaba, esta frase cayó sobre su alma: “Tu justicia está en los cielos”. Con el ojo de su alma vio que el Señor Jesucristo a la diestra de Dios era su Justificador. Percibió que Su obra en la cruz había satisfecho a Dios completamente en su nombre, en señal de lo cual Él había sido resucitado de entre los muertos y exaltado para ser Príncipe y Salvador. Vio por primera vez la gloriosa verdad de 2 Corintios 5:21: “Al que no conoció pecado, por nosotros lo hizo pecado, para que nosotros fuésemos hechos justicia de Dios en él”. Descubrió que su buen estado de ánimo no mejora su justificación ante Dios, ni tampoco su mal estado de ánimo lo empeora. Su justicia, su justificación, es una Persona, aquél que lo había amado y se había entregado por él y quien era el mismo ayer, hoy y siempre.
Todas las dudas de Bunyan ahora se disolvieron como la niebla al salir el sol del amanecer. Fue total y finalmente liberado de sus miedos viles, y trasladado a la gloriosa libertad de los hijos de Dios. De ahora en adelante dejó de estar ocupado con sus propias preocupaciones, miedos, dudas, e inquietudes, y desvió la mirada de sí mismo hacia la Persona y la obra del Señor Jesús. ¡Quiera Dios que esta sea la experiencia de cada lector! Necesitamos que recuerdes, sin embargo, que no todas las personas tienen las mismas dificultades, dudas y temores, ni la misma profundidad de convicción de pecado que Bunyan experimentó. Pero todos los que son real y verdaderamente salvos han reconocido su lugar ante Dios como pecadores perdidos y culpables; y como tal han creído que Cristo murió por sus pecados, tomó su lugar en el Calvario y sufrió en su lugar. Lo han aceptado como su Salvador personal, y tienen la confianza de la palabra de Dios de que son salvos.
Estimado lector, lee estas Escrituras por ti mismo (Ro 10:9-10; Jn 3:16; 5:24; Hch 16:30-31; Ef. 2:8-9) y no descanses hasta que estés seguro que el Señor ha lavado tus pecados con Su sangre.
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