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martes, 20 de septiembre de 2022

UN ASUNTO DE VIDA O MUERTE

Pregunta a diez cristianos en qué se puede resumir toda la esencia de la (primera) venida de Cristo, y al menos nueve de esas diez personas te dirán: “¡Para el perdón de nuestros pecados!”

Es posible que hayas visto alguno de esos stickers cristianos que dicen: “Los cristianos no son perfectos, solo perdonados”. No sé a ti, pero a mí me entristecen esas calcomanías.

¿Es la única diferencia entre un santo y un pecador el hecho de que el santo fue perdonado por la borrachera de anoche y el pecador no lo ha sido? 

Cuando este pasaje se haga realidad: “Porque el Hijo del Hombre vendrá en la gloria de su Padre con sus ángeles, y entonces pagará a cada uno conforme a sus obras” (Mt 16:27), ¿la única diferencia entre los salvos y los perdidos será que los que serán salvos lo serán porque “sus obras” están cubiertas de rojo, y las de los perdidos no lo están?

¿O los salvos lo son porque vivieron de manera diferente a los perdidos? 

Una Religión Sangrienta

El cristianismo es una religión sangrienta, no hay duda al respecto. Sin embargo, la esencia misma y la razón por la que es sangrienta se malinterpretan gravemente. La percepción común acerca de la sangre de Cristo es que compra el perdón de los pecados de un Padre implacable que está airado contra los pecadores y solo puede ser satisfecho a través de un sacrificio que incluye sangre. Cuando este Dios airado ve sangre, entonces, y solo entonces, deja a un lado su ira para comprometerse a Sí mismo a tener comunión con los hasta ese momento intocables.

¿Es este escenario la verdadera razón de la sangre? ¿Es la ira de Dios incapaz de perdonar a uno, a menos que primero pueda descargar Su ira sobre alguien (que es una idea que muchos cristianos sostienen)? ¿Es Él, el Dios de eterna misericordia, un Dios que requiere que sus criaturas perdonen a su prójimo setenta veces siete en un día, pero Él mismo es incapaz de perdonar a menos que la sangre fluya de algún sacrificio? Él nos ordena que desechemos toda ira y enojo (Col 3:8), pero Él mismo no apacigüará Su ira hasta que haya encontrado a alguien con quien desquitarse, ¿incluso si eso significa matar a su propio Hijo en sustitución de el pecado de otro?

Tal vez haríamos bien en reconsiderar nuestra comprensión de la necesidad de la sangre en la religión cristiana.

¿Qué es la Sangre?

Esta parece una pregunta tonta. Sin embargo, parece que nos hemos perdido un punto importante al no detenernos a reflexionar sobre versículos como Deuteronomio 12:23:  

“Solamente que te mantengas firme en no comer sangre; porque la sangre es la vida, y no comerás la vida juntamente con su carne”.

La letra de este mandamiento es clara: el líquido rojo que corre por las venas de los humanos y animales no debe comerse. El punto es que la sangre contiene esa esencia o sustancia que llamamos vida. No es necesario que nos devanemos los sesos tratando de comprender qué es y en qué consiste la vida, porque todos sabemos que si drenas la sangre de un ser que tiene sangre, la vida cesa en ese ser. Por lo tanto, Dios nos explica que si una persona come sangre, está participando de la vida del animal o de la persona en la que una vez esta sangre fluyó.

Este punto es importante así que vale la pena repetirlo: quien come sangre está participando de la vida del animal o de la persona en la que fluyó esa sangre. ¡Esta es la clave que explica el misterio de nuestra religión sangrienta!

Situémosnos directamente en una escena del Nuevo Testamento. Estamos en Judea, Capernaum para ser exactos. Hay una gran multitud de personas escuchando a un Maestro de la ley que va mucho más allá de la letra de esta. La multitud está compuesta por judíos, a quienes se les ha prohibido estrictamente desde los tiempos de Moisés comer sangre; nunca lo han hecho, ni siquiera piensan en ello, y este es uno de los puntos clave de su ley, un punto que defienden enérgicamente. Sin embargo, escuchan a este Maestro mientras explica su enseñanza:

“De cierto, de cierto os digo, que si no coméis la carne del Hijo del hombre, y bebéis su sangre, no tenéis vida en vosotros” (Jn 6:22).

¡Imagina la conmoción! ¡La indignación! ¡Decirle a un montón de judíos que tenían que beber su sangre para tener vida! No es de extrañar que muchos de los oyentes dijeran “Dura palabra es esta...”, y que muchos de ellos se sintieran ofendidos, confundidos, escandalizados ante tal enseñanza.

Los que están entre la multitud se miran unos a otros y se dicen: “Este hombre blasfema. Es un falso maestro. Está poseído por Belcebú. ¿Decirnos que tenemos que beber sangre para vivir? Y más específicamente, ¿su sangre? ¡Yo me voy de aquí! ¡Está loco! ¡No hay nada más contrario a la Ley que eso! Hasta los niños lo saben.”

Está era una táctica del Señor: llamar la atención con un dicho que pareciera contradecir a Moisés, para luego dar el verdadero significado de la declaración: por qué Dios había prohibido comer sangre. 

Dios había prohibido comer cualquier otra sangre, por la sencilla razón de que quería que Su pueblo bebiera solo una sangre determinada... ¡la sangre del Mesías! ¡La única fuente de vida, la única vida de la que Dios quería que la humanidad participara, era ésta vida que está en Su Hijo unigénito! (1 Jn 5:11).

En esto reside el secreto de la sangre: la sangre es la vida. Si participamos de la sangre, estamos participando de la vida—del Espíritu—del dador de esa sangre. Y la prohibición mosaica queda clara ahora: ¡No participéis de ningún otro espíritu que no sea el Espíritu—la vida—del Mesías!

Sangre en el Santuario

En otra ley mosaica (Lv 16:1-34), vemos sangre una vez más, esta vez saliendo de machos cabríos y toros. La escena es la cámara interior del santuario, el lugar donde nadie podía entrar, excepto el sumo sacerdote. Resumiendo la secuencia de eventos, los animales eran asesinados, y el sumo sacerdote tomba su sangre, entraba al santuario y rociaba la sangre sobre el arca del pacto y su tapa, llamada “el propiciatorio”. Parte de este “propiciatorio” consistía en dos ángeles uno frente al otro, con las alas extendidas, ambos pares tocándose las puntas.

El tema expresado con esta acción, es que es solamente a través de la ofrenda de sangre que se puede quitar la condena de la ley y se pueden cubrir las violaciones de las leyes de Dios.

La palabra griega para “propiciatorio” (He 9:5) es hilasterion, que significa “el que hace la expiación” o “aplacamiento”. Conlleva la idea de la remoción del pecado. En Ezequiel 43:13-15, el altar de bronce del sacrificio también es llamado hilasterion (el propiciatorio) en la septuaginta (la traducción griega del antiguo testamento) debido a su asociación con el derramamiento de sangre por el pecado.

El “secreto” del santuario interior era que Dios, Jehová, habitaba ahí, entre esas dos alas extendidas sobre el arca del pacto. No había imagen de Dios en esa habitación, ya que la semejanza de Dios no podía ser representada por nada creado. Él simplemente tenía esa área entre esos querubines como “Su espacio”.

Ahora, detengámonos a considerar. ¿Qué representaba el tabernáculo, sino un ser humano? (1 Co 3:16) ¿Y qué significaba el santuario interior sino el mismo espíritu del hombre? En el espíritu del hombre estaba el arca del pacto, que contenía los símbolos de la existencia y la ley de Dios: la vara de Aarón que reverdeció, una vasija de maná y las piedras con los mandamientos. Esta arca simboliza la conciencia del hombre, en el espíritu del hombre. Justo encima de eso estaba el área donde se suponía que moraba la presencia de Dios.

Dios hizo el espíritu del hombre con un propósito; ¡debía de ser Su morada especial! Pero había un problema: ¡el pecado! Dios es puro (santo), y es completamente imposible para Él habitar donde existe el pecado voluntario.

La Raíz del Problema

Pero el problema es más profundo que nuestros pecados deliberados. Se remonta al primer hombre, Adán. Dios creó a Adán, dándole libre albedrío y una ley por la cual vivir. Dios, conociendo la posibilidad y la tentación de Adán de pecar, le advirtió a Adán: “El día que comas del árbol, morirás”.

Conocemos demasiado bien la triste y miserable historia. Adán desobedeció. Y ese día Adán murió. No, él no murió la muerte física en ese día, sino que murió en su espíritu: el Espíritu de Dios salió de ese santuario interior.

La muerte no es una sustancia o esencia como lo es la vida. La muerte es simplemente la ausencia de vida, del mismo modo que la oscuridad es la ausencia de luz. La única forma de crear oscuridad es eliminar la luz. Y la única forma de crear la muerte es eliminar la vida. Y cuando Dios, que es la Vida, salió del espíritu de Adán, Adán murió. El mismo día en que Adán pecó, el Espíritu de Dios salió de él, y Adán murió. Cuando el espíritu humano deja el cuerpo, el cuerpo muere. Cuando el Espíritu de Dios deja el espíritu humano, el espíritu humano muere; esto se llama muerte espiritual.

Como consecuencia de ese primer pecado, todos los descendientes de Adán nacemos espiritualmente muertos—el Espíritu de Dios no mora ahora automáticamente en el santuario interior, nuestro espíritu. Dios está con los bebés y los niños, pero no reina en ellos. El pecado no se imputa a los niños (o inocentes en general: piénsese, por ejemplo, en las personas que nacen con enfermedades mentales—Ro 5:13). El pecado no se imputa a los inocentes, pero están desprovistos del Espíritu Santo en el santuario interior. Así, por causa de Adán, toda la humanidad nace muerta espiritualmente (1 Co 15:22).

¡Ahora, las buenas noticias! Así como en Adán todos hemos muerto, así en Cristo todos podemos ser vivificados para vida eterna. ¿Cómo sucede esto? ¡Con la sangre de la expiación (o remoción del pecado)!

La sangre de los animales para la expiación se derramaba sobre un platillo de bronce, se llevaba al santuario interior y se rociaba sobre el arca. Ahora, el “secreto”, el núcleo mismo de la religión cristiana es: la sangre no—como muchos suponen—simplemente “compra” el perdón de Dios, sino que Dios ¡DA VIDA AL ESPÍRITU DEL HOMBRE a través de ella! 

La vida que estaba en el sacrificio de expiación era drenada del animal y transferida al santuario interior. Era—usando la terminología médica moderna—una “transfusión de sangre” celestial, un otorgamiento de la vida de uno al otro. 

¿Quién es nuestra “expiación”, nuestra propiciación? (Ro 3:25) Jesús, el Mesías, por supuesto. El Cordero de Dios. Él fue asesinado, y Su vida, Su sangre, fue sacada de él y puesta en nosotros, vivificando nuestro espíritu muerto. Fue un nuevo nacimiento de nuestro espíritu (Jn 3:6); un recibir de vida; una regeneración; una renovación. En una palabra, una salvación; la resurrección de un cadáver.

Lee atentamente los siguientes versículos:

“Porque de tal manera amó Dios al mundo, que ha dado a su Hijo unigénito, para que todo aquel que en él cree, no se pierda, mas tenga perdón de pecados” (Jn 3:16).

“Jesús les dijo: De cierto, de cierto os digo: Si no coméis la carne del Hijo del Hombre, y bebéis su sangre, no tenéis perdón de pecados” (Jn 6:53).

“Este es el testimonio: que Dios nos ha dado perdón de pecados; y este perdón de pecados está en su Hijo” (1 Jn 5:11)

¿Leíste estos versículos, como te dije, atentamente? ¡No, no lo hiciste! Si lo hubieras hecho habrías notado que los cité mal, a propósito. De hecho, los cité porque mucha gente los entiende, o mejor dicho, los malinterpreta así como los escribí. El Señor Jesús no derramó su sangre en la cruz simplemente para comprar el perdón por nuestros pecados. 

¡Él murió para que Su sangre— Su vida, Su  espíritufuera transferida a nosotros! 

Ahora lee los versículos de nuevo, reemplazando la frase “perdón de pecados” con la palabra real: “¡VIDA!”

Salvados por la Sangre

¡Salvados por la sangre! Sí, ya lo sabía, te escucho decir.

Pero, ¿cómo nos salva esta sangre de manera práctica, en nuestro diario vivir? Porque si no traducimos esta salvación en obras, hay razón para dudar de nuestra salvación. Después de todo, la fe sin obras es muerta (Stg 2:14-17).

Imagínate a un hombre impaciente. ¿Qué puede vencer su impaciencia sino la paciencia? Pero él se da cuenta de que no tiene paciencia para expulsar su impaciencia. Entonces, llega Jesús y se ofrece a darle, como un regalo inmerecido, Su paciencia. Vierte en el hombre Su paciencia, y la impaciencia es vencida, ahuyentada. Es, ahora, un hombre paciente.

Imagínate a una mujer atormentada por la amargura. ¿Qué puede vencer esa amargura sino una gran dósis de perdón? Pero, ¡ay!, no tiene nada de perdón dentro de ella. Aquí viene un hombre, el hombre Cristo Jesús, y tiene mucho perdón para dar, de sobra. Así que toma un poco de ese perdón del que está lleno y lo rocía en el interior de ella. ¡Su perdón la  libera de su falta de perdón!

Imagínate que te das cuenta de que la causa subyacente de todos tus pecados es un espíritu débil. Sí, tu espíritu está dispuesto y deseoso de vivir recta y santamente, pero simplemente no puedes hacerlo, eres incapaz de hacer lo que deseas (Ro 7:15) . Dios no vive en tu espíritu; está muerto, desprovisto de esa “Vida-Que-Es-Eterna”. ¿Qué puede salvarte? ¡Nada más que la sangre—la vida, el Espíritu—de Jesús!

[Estos ejemplos dados son una simplificación, por supuesto. La realidad es más compleja: es un proceso, no es algo que ocurre de la noche a la mañana o que el Señor hace por nosotros sin nuestra participación.]

Con fe, te diriges al Señor Jesús. Por medio de la fe, recibes esa sangre que da vida. ¡Tu espíritu revive! ¡Eres libre! ¡Tu espíritu muerto ha resucitado a una vida nueva! ¡Alabado sea Dios por la sangre del Cordero!

Sí, el primer Adán fue hecho alma viviente, pero el segundo Adán, Jesucristo el Señor, fue hecho espíritu vivificante (que da vida) (1 Co 15:45). El núcleo mismo del cristianismo es la VIDA NUEVA, no el perdón de pecados.

El Nuevo Pacto es un Pacto de Vida Eterna, no de perdón de pecados solamente. El perdón de pecados lo obtenían hasta los israelitas del Antiguo Testamento por medio de la sangre de bueyes y carneros.

Pablo escribió a los Gálatas: “Luego la ley es contraria a las promesas de Dios? En ninguna manera; porque si la ley dada pudiera vivificar, la justicia fuera verdaderamente por la ley” (Gl 3:21).

Nótese lo que él señala como la suprema debilidad de la ley Mosaica: no podía DAR VIDA. Anteriormente en el capítulo, les había hecho una pregunta sencilla: “Solo quiero saber de vosotros: ¿Recibisteis el Espíritu por las obras de la ley, o por el oír con fe?” (Gl 3:2)

La pregunta es, en otras palabras, ¿qué hizo que recibieras el bautismo del Espíritu Santo: la fe, o la circuncisión y la observancia del sábado?

La respuesta es, la fe, por supuesto. 

Pablo equipara la salvación con eso de “recibir el Espíritu”. Fue el Espíritu de Dios viniendo al corazón del hombre lo que lo liberó del pecado. Este Espíritu es la sangre vital del cristianismo. Este Espíritu es el don, totalmente inmerecido, dado al hombre SÓLO por fe. En una palabra, el Espíritu es la gracia de Dios que da vida.

Nuestra expiación fue el sacrificio del Señor Jesús, y luego Su sangre fue rociada en nuestro santuario interior para traernos a la vida. Sí, fuimos perdonados... pero con esa sangre pasó mucho más que perdonarnos. ¡Nos hizo vivir por eso! Nos dio VIDA  eterna. 

¿Qué hace exactamente la vida de Cristo—su sangre—por nosotros cuando es rociada en nuestro espíritu?

  • Nos provee el perdón de los pecados cometidos (Ef 1:7)
  • Limpia nuestra conciencia de obras muertas (He 9:14)
  • Nos hace santos (He 13:11)
  • Nos hace rectos, justos (Ro 5:9)
  • Hace posible el reencuentro con Dios—después de todo, Dios, que es Vida, no puede morar con la muerte—(Ro 3:25)
  • Nos redime (compra) de Satanás, el pecado y la muerte espiritual (Hch 20:28, Col 1:14, Ef 1:7)
  • Limpia (purga) nuestro corazón del pecado (1 Jn 1:7)
  • Perfecciona nuestras buenas obras (He 13:21)
  • Nos da poder sobre Satanás (Ap 12:11).

En Resumen

Volviendo a ese sticker en el parabrisas mencionado al inicio: “Los cristianos no son perfectos, solo perdonados”. ¿Es eso cierto?

Como hemos visto, no es la verdad. Los cristianos son más que “simplemente perdonados”. ¡Hemos nacido de nuevo por el Espíritu de Cristo que vive en nosotros!

El verdadero cristianismo es más que un asunto de ser o no ser “perdonados”. El verdadero cristianismo es un asunto de estar vivos o muertos

Pablo dice:

“Y él os dio vida a vosotros, cuando estabais muertos en vuestros delitos y pecados” (Ef 2:1).

Allí estábamos, acostados en el vómito de nuestra propia miseria, esforzándonos por realizar obras de vida, pero sin vida ¡Imagina  un pájaro sin alas (las alas son símbolo de vida) tratando de hacer las obras de uno vivo, tratando de remontarse al cielo! Imagina un árbol muerto tratando de producir manzanas Golden Delicious. Imagina a una persona desprovista del Espíritu de Dios—espiritualmente muerta—tratando de producir los frutos del Espíritu.

Eso no sucederá. Y este hombre espiritualmente muerto puede pedir perdón 1000 veces al día, pero eso no producirá el fruto deseado. ¿Qué puede salvarlo de su muerte?

¡La sangre del Cordero de Dios! La vida del Mesías Crucificado! ¡Solo la Vida puede vencer a la muerte!

El verdadero cristianismo es una cuestión de vida o muerte. 

¿Has bebido la sangre de Cristo? ¿Lo haces a menudo? ¿Estás vivo o muerto? ¿Estás viva o muerta?

Examinaos a vosotros mismos si estáis en la fe; probaos a vosotros mismos. ¿O no os conocéis a vosotros mismos, que Jesucristo está en vosotros, a menos que estéis reprobados?” (2 Co 13:5).

Dentro del cristianismo evangélico tradicional se enseña que cuando alguien recibe al Señor Jesucristo como su Señor y Salvador, el Espíritu Santo viene a morar en esa persona y esa persona es sellada para siempre con Él. (Recibir el Espíritu Santo es beber la sangre de Cristo.) Pero no se enseña que el Espíritu puede abandonar a esa persona debido al pecado, como le sucedió a Adán. Decir esto, provoca la misma reacción de los judíos mencionados arriba en este artículo, a los que el Señor les dice: 

“De cierto, de cierto os digo, que si no coméis la carne del Hijo del hombre, y bebéis su sangre, no tenéis vida en vosotros” (Jn 6:22).

Pero quien conoce al Señor sabe que estas palabras se pueden parafrasear de esta manera sin alterar para nada el significado del mensaje:

“De cierto, de cierto os digo, que si no obedecéis las palabras del Hijo del hombre, y recibís su Espíritu, no tenéis vida en vosotros”.

De nuevo, las buenas noticias son:

Pues si vosotros, siendo malos, sabéis dar buenas dádivas a vuestros hijos, ¿cuánto más vuestro Padre Celestial dará el Espíritu Santo a los que se lo pidan?” (Lc 11:13).

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