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LA SOLEDAD

“Descubrí que toda la infelicidad de los hombres surge de un solo hecho”, escribió el filósofo Blaise Pascal, “que no pueden quedarse quietos [solos] en su casa”. Pascal escribió estas palabras en 1670, pero el principio subyacente es mucho más antiguo.

La soledad, es decir, el estado de estar solo, es considerada en la Biblia una de las disciplinas espirituales más importantes, practicadas por los santos de Dios desde tiempos inmemoriales.

Muchas veces se asocia con el silencio. La idea es estar a solas con Dios: orar, meditar en Su Palabra y simplemente disfrutar de Su presencia. 

Algunas personas utilizan la soledad como una forma de distanciarse de las distracciones del mundo, reconocer lo que hay en el interior de su corazón y escuchar a Dios. Estar a solas también se puede utilizar como un tiempo de descanso y refrigerio.

Sin duda, la Biblia respalda la importancia de la soledad como un ejercicio espiritual. El Salmo 46:10 dice: “Estad quietos, y conoced que yo soy Dios”. Es mucho más fácil “estar quieto” en la soledad. Jeremías dice: “Bueno es el Señor a los que en él esperan, al alma que le busca. Bueno es esperar en silencio la salvación del Señor. Bueno le es al hombre llevar el yugo desde su juventud. Que se siente solo y calle, porque es Dios quien se lo impuso” (Lm 3:25-28).

Vemos ejemplos de los santos de Dios practicando la soledad en la Biblia. Por ejemplo, Moisés se reunía regularmente a solas con el Señor en el tabernáculo (Éx 33:7, 11). Dios habló con Elías (1 R 19:8-9) y con Jacob (Gn 32:24-32) mientras estos hombres estaban solos. El mejor ejemplo es el Señor Jesús, que “se apartaba a lugares desiertos, y oraba” (Lc 5:16). Cristo Jesús, Dios encarnado, solía pasar mucho tiempo a solas con el Padre. Lo vemos buscando la soledad después de realizar milagros (Mr 1:35), en momentos de dolor (Mt 14:13), antes de elegir a los doce apóstoles (Lc 6:12-13), en su angustia en Getsemaní (Lc 22:39-44) y en varios otros momentos. 

La soledad fue una práctica constante en la vida del Señor Jesús. Invitó a Sus discípulos a compartir tiempos de soledad (soledad en grupo) con Él. “Él les dijo: Venid vosotros aparte a un lugar desierto, y descansad un poco. Porque eran muchos los que iban y venían, de manera que ni aun tenían tiempo para comer. Y se fueron solos en una barca a un lugar desierto” (Mr 6:31-32).

Desde el punto de vista bíblico, la soledad es una práctica valiosa. El “tiempo a solas” con Dios nos permite que Dios nos examine. Puede ser un tiempo para conocer a Dios más profundamente, un tiempo para fortalecerse, un tiempo para refrescarse, un tiempo para compartir nuestras preocupaciones más profundas con Dios, o un tiempo para simplemente estar con Aquel que nos formó y nos ama más allá de lo que podemos entender.

Otro beneficio de los tiempos regulares de soledad es que estos tiempos nos permiten volver a centrarnos en lo que es verdaderamente importante. Es bueno alejarse del ruido del mundo, de la “música” que nos impone, del griterío, del comercio, de la religión. Necesitamos pasar tiempo lejos—de los demás, de los teléfonos móviles, de la televisión, de la radio, de las redes sociales, de la rutina diaria—si no queremos que las “preocupaciones de esta vida” ahoguen la Palabra (Mr 4:19). Para cultivar la vida espiritual, debemos pasar tiempo a solas con el Señor Jesús a menudo, y, como María de Betania, sentarnos a Sus pies para escuchar su Palabra y contemplarlo (Lc 10:39).

La práctica de la soledad, al igual que otras prácticas espirituales, se puede llevar a un extremo poco saludable. La soledad no es un lugar para vivir. No debemos ser ermitaños ni enclaustrarnos lejos de la sociedad. Sin embargo, para consolidar y disfrutar plenamente de nuestra relación con Dios y participar plenamente en la comunión entre los creyentes, debemos tener momentos en los que nos relacionamos con Dios de forma individual, en el lugar secreto, más allá del velo.

La soledad guarda la misma relación con la mente que el sueño con el cuerpo. Le brinda las oportunidades necesarias para el reposo y la recuperación.

El viejo himno de Helen Lemmel lo dice bien: 

“Vuelve tus ojos a Jesús, / mira intensamente Su maravilloso rostro, / y las cosas de la tierra se oscurecerán extrañamente, / a la luz de Su gloria y gracia”.

[“Turn your eyes upon Jesus, / Look full in His wonderful face, / And the things of earth will grow strangely dim, / In the light of His glory and grace”.]

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