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3. HÁBLAME—La Historia de Isaac y Rebeca

Dios le prometió a Abraham que sería el padre de una gran nación. Para poder disfrutar de esa posición privilegiada, obviamente tenía que tener un hijo, y hemos rastreado las luchas de fe que finalmente llevaron a Abraham y Sara a tener a su hijo. El nacimiento de Isaac fue el punto culminante del accidentado y emocionante caminar con Dios de Abraham y Sara. ¡Qué felicidad trajo Isaac a su hogar! Y era un buen chico: obediente y sumiso a sus padres. La sumisión de Isaac parecería ser la única manera de explicar cómo el anciano Abraham pudo atar al joven y ponerlo sobre el altar del sacrificio. Dios sustituyó a un carnero en ese drama lleno de suspenso y de obediencia y de fe. Isaac fue entregado por Abraham y devuelto por Dios, y de nuevo la familia se reunió con alegría.

Todo indica que se trataba de una unidad familiar muy estrecha. Se amaban mucho. El duelo de Isaac por su madre de tres años completos después de su muerte es una muestra del amor que se tenían el uno al otro (Gn. 24:67).

Sin Ismael, Isaac era el único hijo en casa y la vida de sus padres giraba en torno a él. Nunca quiso nada más allá de lo que tenía. Abraham había llegado a ser fabulosamente rico en ese momento, y el registro revela que se lo dio todo a Isaac (Gn. 24:35-36). Quizás había incluso un rastro de amor sofocante y exceso de indulgencia en su relación.

Es dudoso que Abraham y Sara se dieran cuenta de que tal vez estaban afectando la personalidad de Isaac, convirtiéndolo en un pobre material matrimonial por la forma en que lo estaban criando. De hecho, ni siquiera habían pensado en el matrimonio. Lo disfrutaban tanto que parecían olvidar que necesitaba una mujer propia si iban a convertirse en los progenitores de una gran nación. Pero después de la muerte de Sara, Abraham se dio cuenta de que debía tomar la iniciativa y hacer planes para encontrar una pareja para su hijo. No es así como nuestros hijos encuentran a sus cónyuges hoy, pero para esa época y cultura fue una hermosa historia de amor. Si hoy un hijo creyente confiara tanto en su padre que estuviera dispuesto que fuera él quien le buscara su futura esposa, ambos estarían siguiendo un ejemplo bíblico que sin duda alguna el Señor bendeciría más allá de todo lo que se pudieran imaginar.

Para Isaac y Rebeca, fue un comienzo auspiciador. Abraham era anciano cuando comenzó la historia. Llamó a su criado más antiguo, el mayordomo de toda su casa, y le dijo: “No tomarás para mi hijo mujer de las hijas de los cananeos, entre los cuales yo habito; sino que irás a mi tierra y a mi parentela, y tomarás mujer para mi hijo Isaac”(Gn. 24:3-4). Los cananeos eran una raza vil, maldecida por Dios y condenada a la destrucción. A Dios no le agradaría que Isaac se casara con una mujer de ellos. Aunque los parientes de Abraham en el norte de Mesopotamia tenían sus ídolos, eran al menos un pueblo moral que conocía a Dios y lo respetaba. Y eran descendientes de Sem, quien fue bendecido por Dios.

Era el único lugar lógico para encontrar una esposa para Isaac. Si bien nuestro hijo no nos dejaría elegirle la pareja para él, debemos enseñarle desde sus primeros días la importancia de casarse sólo con una creyente (véase 1 Co. 7:39; 2 Co. 6:14). Esta enseñanza básica de la Biblia, le ayudará a encontrar la mejor compañera de vida—ojalá la elegida por Dioscuando llegue el momento de tomar esa importante decisión.

Así que el anciano mayordomo comenzó el arduo viaje en las cercanías de Harán, donde el hermano de Abraham había permanecido después de que Abraham emigró a Canaán sesenta y cinco años antes. Abraham le había asegurado al mayordomo que el ángel del Señor iría delante de él. Con ese sentido de dirección divina, se detuvo en un pozo en la ciudad de Nahor, que resultó ser el nombre del hermano de Abraham. Y oró para que Dios trajera a la doncella adecuada a ese pozo y la llevara a ofrecer agua para sus camellos. Fue una solicitud muy específica que señalaría exactamente la pareja adecuada para Isaac. Y hay una lección para nosotros. La mejor manera de que nuestros hijos encuentren la pareja elegida por Dios es orar al respecto. Pueden comenzar cuando niños a orar por la persona a quien Dios está preparando para ellos. Orar durante esos años les ayudará a concentrarse en el factor más importante en su elección: la voluntad de Dios.

Antes de que el mayordomo de Abraham llegara al “Amén”, Dios tenía la respuesta en camino. Rebeca, que era nieta del hermano de Abraham, salió con su jarra al hombro. Las Escrituras dicen que era muy hermosa y virgen. Cuando salió del pozo con su cántaro lleno de agua, el sirviente corrió a su encuentro y le dijo: Por favor, déjame beber un poco de agua de tu cántaro. Ella contestó: “Bebe, mi señor” y rápidamente le dio de beber. Cuando terminó de beber, ella añadió: Le daré de beber también a tus camellos hasta que se hayan saciado. Así que vació su cántaro en el abrevadero y corrió de regreso al pozo por un poco más, y sacó suficiente agua para los diez camellos del mayordomo (Gn. 24: 15-20).

¡Qué doncella! Hermosa, vivaz, amistosa, extrovertida, desinteresada y enérgica. Y cuando el siervo se enteró de que era nieta del hermano de Abraham, inclinó la cabeza y adoró al Señor: “Bendito sea Jehová, Dios de mi amo Abraham, que no apartó de mi amo su misericordia y su verdad, guiándome Jehová en el camino a casa de los hermanos de mi amo”(Gn. 24:27).

Desde el principio de esta historia se hace obvio que Dios es un verdadero casamentero. Cuando el mayordomo de Abraham le contó a la familia de Rebeca los detalles de la guía de Dios, su hermano y su padre estuvieron de acuerdo. “De Jehová ha salido esto; no podemos hablarte malo ni bueno”, dijeron (Gn. 24:50). No importa qué tipo de problemas pueda encontrar un matrimonio, serán más fáciles de resolver si ambos tienen la firme certeza de que Dios los ha unido. Las dificultades pueden superarse con Él, y deben serlo si se quiere glorificar a Dios. Pero la idea inquietante de que no se casaron por voluntad de Dios los hará menos entusiastas de trabajar en su relación con abnegada diligencia.

Rebeca enfrentó una inmensa decisión en su vida: dejar el hogar y la familia que nunca volvería a ver, viajar casi quinientas millas en camello con un completo extraño, para casarse con un hombre que nunca había conocido. Su familia la llamó y le dijo: ¿Irás con este hombre? Y ella dijo: Iré (Gn. 24:58). Fue su seguridad en la dirección soberana de Dios lo que motivó su decisión y reveló su valor y confianza. Un buen comienzo para Rebeca.

Ciertamente, las horas de viaje estuvieron llenas de conversaciones sobre Isaac. El viejo mayordomo lo describió de manera honesta y completa. Isaac era un hombre modesto, apacible y amante de la paz. Él haría todo lo posible para evitar una pelea (Gn. 26: 18-25). También era un hombre meditativo, no un pensador rápido, sino más bien tranquilo y reservado. No era el gigante espiritual que era su padre, pero era un buen hombre, con una fe inquebrantable en Dios y un sentido de misión divina. Sabía que a través de su simiente, Dios traería bendición espiritual a toda la tierra (Gn. 26:3-5). Él era diferente de la radiante e ingeniosa Rebeca, muy diferente. Pero los expertos nos dicen que los opuestos se atraen. Y Rebeca podía sentir que su corazón se sentía atraído por este a quien pronto conocería y a quien se entregaría en matrimonio.

Isaac estaba en el campo meditando al atardecer cuando la caravana de camellos se acercó con su precioso cargamento. Rebeca desmontó del camello cuando vio a Isaac y se cubrió con un velo como era la costumbre. Después de haber escuchado todos los emocionantes detalles del viaje lleno de acontecimientos y la guía providencial que le había encontrado una esposa, leemos: “Y la trajo Isaac a la tienda de su madre Sara, y tomó a Rebeca por mujer, y la amó; y se consoló Isaac después de la muerte de su madre”(Gn. 24:67). Fue un comienzo tierno para la joven pareja.

Pero en algún momento del camino, este matrimonio comenzó a agriarse. En segundo lugar, obsérvese el trágico declive de su relación. No estamos absolutamente seguros de cuál fue el problema. Ciertamente no fue falta de amor, porque Isaac realmente amaba a Rebeca y, a diferencia de algunos maridos, lo demostró abiertamente. Aproximadamente cuarenta años después de que se casaron, se le vio acariciándola tiernamente en público (Gn. 26:8). Eso podría llevarnos a creer que tenían una buena relación romántica. Y eso es importante para un matrimonio. Pero marido y mujer no pueden pasar todo el tiempo acurrucándose. También deben construir una profunda e íntima comunión de alma y espíritu. Deben compartir honestamente lo que está sucediendo dentro de ellos, lo que están pensando y sintiendo. Y no hay mucha evidencia de que Isaac y Rebeca hicieran eso.

Un problema puede haber sido la falta de hijos. Isaac podría haber estado resentido por eso y no haberlo admitido nunca. Tener hijos era mucho más importante en ese día que en la actualidad, y lo intentaron durante unos veinte años sin éxito. Puede acumularse mucha amargura en el interior de una persona en veinte años. Pero Isaac se dirigió al lugar correcto con su problema. “Y oró Isaac a Jehová por su mujer, que era estéril; y lo aceptó Jehová, y concibió Rebeca su mujer” (Gn. 25:21). Cabe preguntarse, ¿por qué no fue Rebeca quien oró por su problema? Como mujer, ella debió ser la primera y la más interesada en que Dios interviniera en su vida. Hay una notoria falta de vida espiritual en Rebeca que le pasará una cuenta muy alta más adelante, la que no podrá pagar.

Sin embargo, tener bebés no resuelve los problemas matrimoniales. Los mellizos que pronto nacerían sólo iban a exacerbar un problema que ya existía en el matrimonio. Parece haber sido un problema de comunicación. A Rebeca, con su personalidad burbujeante, le encantaba hablar. Isaac, con su personalidad retraída, prefería la soledad y el silencio. Era difícil hacerlo hablar. Compartieron cada vez menos entre ellos durante esos años. Y la amargura de Rebeca creció debido a esa falta de comunión y compañerismo que toda mujer anhela. Su voz probablemente adquirió un tono cáustico. Su rostro puede haber desarrollado líneas de disgusto y desdén. Y sus miradas de desprecio y comentarios rencorosos sólo alejaron a Isaac aun más de ella, para encontrar su preciosa paz en la soledad. Incluso puede que se haya vuelto sordo a la frecuencia de la voz de Rebeca. Los expertos nos dicen que eso realmente puede suceder.

Cuando Rebeca concibió, tuvo un embarazo difícil. Por fin tomó ella la iniciativa y clamó al Señor por respuestas, y Él le dijo: “Dos naciones hay en tu seno, y dos pueblos serán divididos desde tus entrañas; el un pueblo será más fuerte que el otro pueblo, y el mayor servirá al menor” (Gn. 25:23). No hay ni un sólo indicio en las Escrituras de que ella compartiera con su marido esta inusual profecía divina de que Jacob, el menor, recibiría la bendición del primogénito. En la única mención del nombre de Rebeca fuera del libro del Génesis, esa promesa sigue siendo exclusivamente suya. “Se le dijo: El mayor servirá al menor” (Ro. 9:12). ¿Por qué no podía decirle siquiera esta asombrosa palabra de Dios a Isaac? ¿Por qué le resultaba tan difícil hablar con Isaac sobre cualquier tema?

Los consejeros matrimoniales estiman que la mitad de todos sus casos involucran a un marido silencioso. En algunos casos, como el de Isaac, puede ser realmente difícil para el marido hablar. Quizás no piensa muy profundamente y no tiene mucho que decir. Quizás siempre ha estado callado y no sabe comunicarse. En otros casos, un hombre normalmente comunicativo puede descuidar compartir cosas con su mujer porque se preocupa por otras cosas y no se da cuenta de lo importante que es hablar con ella. Si ella lo regaña por eso, él construirá una silenciosa pared invisible de protección a su alrededor tras la cual pueda retraerse aún más para evitar el conflicto.

Pero sea cual sea la real causa de su silencio, necesita esforzarse para comunicarse. Su esposa necesita esa comunión verbal y compañía. Dios la hizo de esa manera. Y Dios puede ayudar a un marido a mejorar en esta área si quiere ser ayudado y busca la ayuda de lo alto. Ya sea que se convierta o no en un gran conversador, puede aprender a ser un buen oyente. Su mujer necesita que él escuche con total atención, no con un oído en la televisión y el otro en ella, sino con ambos oídos apuntando en su dirección y bien abiertos. Puede que eso sea todo lo que realmente ella está pidiendo. Hombres, ¡amemos lo suficiente a nuestra mujer como para escucharla con verdadera atención e interés!

Puede haber algunos casos en los que el problema se invierta. Es posible que al marido le guste hablar y a la mujer le resulte difícil comunicarse. Cualquiera que sea la situación en tu casa, puedes facilitarle la conversación a tu cónyuge recordando algunos principios simples. Por un lado, no presiones; deja que tu pareja elija el momento en que se sienta más libre para hablar. Acéptalo(a) sin juzgarlo(a) cuando exprese sus sentimientos y frustraciones. Cuando estés en desacuerdo, hazlo con amabilidad y respeto, no con sarcasmo ni condenación como Mical. Trata de comprender a la otra persona en lugar de intentar sólo ser comprendido(a). No saques conclusiones precipitadas, escucha con paciencia. Y por supuesto, ¡no te molestes! Los reproches y las rencillas son los asesinos de la comunicación.

Evidentemente, nadie les dijo estas cosas a Isaac y Rebeca. Su relación fue de mal en peor. Cuando nacieron los mellizos, como era de esperarse, sus personalidades eran muy diferentes entre sí. La Escritura dice: “Y crecieron los niños, y Esaú fue diestro en la caza, hombre del campo; pero Jacob era varón quieto, que habitaba en tiendas” (Gn. 25:27). Como sucede a menudo cuando un marido y su mujer tienen una mala relación entre ellos, Isaac y Rebeca se aferraron a uno de los hijos en una relación sustituta para llenar el vacío de sus almas. “Y amó Isaac a Esaú, porque comía de su caza; mas Rebeca amaba a Jacob” (Gn. 25:28).

Isaac vio en Esaú al rudo amante de la naturaleza que él mismo nunca fue, y aprendió a disfrutar de las hazañas deportivas de Esaú indirectamente mientras saboreaba su delicioso estofado de venado. Rebeca, por otro lado, favoreció a Jacob. Este se quedó cerca de casa. Probablemente le habló, la escuchó y la ayudó con sus quehaceres. Y ella encontró en él la compañía que nunca disfrutó con su marido. Era un arreglo patético y enfermizo que tendría serias repercusiones en la vida de todos en la familia.

Los psicólogos hoy nos advierten de los mismos dos problemas que estaban presentes en este antiguo hogar. Nos dicen que una madre dominante y un padre pasivo tienden a producir hijos problemáticos y que el favoritismo en la unidad familiar tiende a provocar graves defectos de personalidad en los hijos. Si bien es posible que un padre mime en exceso a un niño, el otro lo critica y lo rechaza. Ninguno de los dos le hace ningún bien, y ambos juntos contribuyen a una baja autoestima y sentimientos ambivalentes que lo confunden y lo cargan de culpa. El hijo crece para faltarle el respeto a la madre que lo complace y desprecia al padre que lo rechaza. En última instancia, puede rechazarlos a ambos y comenzar a aferrarse a lo que quiere de la vida, independientemente de a quién lastime en el proceso.

Eso es exactamente lo que sucedió en el hogar de Isaac y Rebeca. Jacob mostró su codicia egoísta al robar la primogenitura de su hermano (Gn. 25:29-34). Esaú mostró su desprecio por sus padres al casarse con dos mujeres hititas en contra de los deseos de sus padres (Gn. 26:34-35). Y el pacífico Isaac se sentó a comer su estofado de venado, mientras el mundo se derrumbaba a su alrededor.

La trágica declinación de esta relación fue seguida, finalmente, por el traicionero final. “Traicionero” es la mejor palabra que describe los eventos registrados en Génesis 27. Rebeca, a escondidas fuera de la tienda, escuchó al anciano Isaac decirle a Esaú que cazara un poco de venado y le preparara un guiso sabroso para que pudiera ganar la fuerza para bendecirlo antes de morir. En realidad, Isaac vivió muchos años después de eso. Tenía 40 años cuando se casó con Rebeca y 60 cuando nacieron sus dos hijos, 137 cuando los bendijo y 180 cuando murió. ¿Por qué estaba pensando en la muerte 43 años antes de que le llegara su hora? La ceguera que lo afectaba lo había vuelto retraído y ensimismado, acercándose a un estado de hipocondría. Además, parece haber sido un poco supersticioso porque su medio hermano Ismael murió a los 137 años (Gn. 25:12-34), e Isaac podría haber creído que él también moriría a esa edad. Ya comentamos previamente que él no era precisamente el gigante espiritual que había sido su padre Abraham.

Es importante entender que todavía no sabía que se suponía que Jacob recibiría la bendición del primogénito y que se convertiría en el líder espiritual de la familia. Más tarde, las Escrituras declaran: “Por la fe bendijo Isaac a Jacob y a Esaú respecto a cosas venideras” (He. 11:20). Isaac pensó que estaba bendiciendo a Esaú, no a Jacob. El Espíritu de Dios ciertamente no habría dicho “Por la fe si Isaac hubiera dado esa bendición en desobediencia consciente a la voluntad conocida de Dios. ¡Isaac todavía no sabía lo que Rebeca había sabido desde antes del nacimiento de los mellizos!

Este habría sido el momento perfecto para que Rebeca fuera a Dios en oración pidiendo sabiduría divina, luego entrara y compartiera con tacto con Isaac la promesa que Dios le había hecho poco antes de que nacieran los hijos. Si alguna vez hubo un momento para hablarlo, fue este. Si hubiera razonado con él amorosamente sobre la base de la palabra que Dios le había dicho, ciertamente podría haberle asegurado a Jacob la bendición que Dios quería que tuviera. Pero en lugar de la fe, la oración y la razón, eligió la traición y el engaño.

Ocultarle al cónyuge los verdaderos planes y deseos es la peor forma forma de engaño, y el engaño se había convertido en una forma de vida para Rebeca. Ahora estaba a punto de florecer por completo. Sería prudente que notáramos esto con atención, ya que este es el tipo de cosas a las que eventualmente pueden conducir la falta de comunicación.

El plan diabólico de Rebeca era ayudar a Jacob a hacerse pasar por Esaú para que el anciano Isaac, ciego, fuera engañado y lo bendijera a él en lugar de a su hermano. A Jacob no le gustó la idea porque Esaú era un hombre peludo y rudo. Era probable que su padre pusiera sus manos sobre él, tocara sus vellos y su engaño quedara al descubierto, trayendo una maldición en lugar de una bendición. Pero Rebeca se ofreció a asumir cualquier maldición sobre sí misma y lo instó a seguir adelante y hacer lo que ella decía. Su oferta sonaba muy sacrificada, pero era pecaminosa y enfermiza.

La confianza es esencial para cualquier relación amorosa, y la confianza no puede florecer en un hogar donde hay deshonestidad y engaño como en este. Los cónyuges que deliberadamente se ocultan cosas el uno al otro, que se escabullen para ocultar la verdad sobre las finanzas, las actividades en las que participan, las cosas que han hecho o dicho a los hijos o cualquier otra cosa, nunca podrán disfrutar de la plenitud del amor de Dios en su relación. El amor sólo puede crecer en una atmósfera de honestidad. Pedro nos exhorta a dejar a un lado toda malicia e hipocresía (1 P. 2:1). Pablo nos dice que hablemos la verdad con amor (Ef. 4:15).

Rebeca y Jacob habían olvidado cuál era la verdad. Con la ayuda de algunas pieles de cabra, los dos embaucadores llevaron a cabo su engañoso plan. Isaac tembló cuando más tarde descubrió que había sido víctima de una conspiración pergeñada por su esposa e hijo en su contra, pero no revertiría la bendición. Él había bendecido a Jacob, “y él será bendito”, afirmó con confianza (Gn. 27:33). Isaac se dio cuenta de que Dios había anulado sus intenciones originales a pesar de que fue por un acto de engaño. Su disposición a aceptar la situación de parte de Dios fue una expresión tan significativa de fe en el control soberano de Dios sobre sus circunstancias que le valió ser mencionado en el salón de la fama de la fe (He. 11:20).

Sin embargo, Esaú no tenía tanta fe. Prometió matar a su hermano. Pero, como era de esperar, a la intrigante y manipuladora Rebeca se le ocurrió otra idea ingeniosa. Cuando escuchó lo que Esaú pensaba hacer, llamó a Jacob y le dijo: “He aquí, Esaú tu hermano se consuela acerca de ti con la idea de matarte. Ahora pues, hijo mío, obedece a mi voz; levántate y huye a casa de Labán mi hermano en Harán, y mora con él algunos días, hasta que el enojo de tu hermano se mitigue; hasta que se aplaque la ira de tu hermano contra ti, y olvide lo que le has hecho; yo enviaré entonces, y te traeré de allá. ¿Por qué seré privada de vosotros ambos en un día? (Gn. 27:42-45).

Para que Isaac aceptara su plan, tuvo que engañarlo nuevamente. Fue otra actuación magistral. Casi podemos ver el melodrama cuando ella exclama: “Fastidio tengo de mi vida, a causa de las hijas de Het. Si Jacob toma mujer de las hijas de Het, como éstas, de las hijas de esta tierra, ¿para qué quiero la vida? (Gn. 27:46). Así que Isaac llamó a Jacob y le indicó que fuera a Harán a buscar una esposa. Un engaño por lo general exige otro, hasta que la vida del engañador se convierte en una red enmarañada de desesperación.

Pobre Rebeca. Por su falta de fe y devoción, ella pensó que estaba haciendo lo correcto, pero Dios nunca nos pide que pequemos para cumplir Su voluntad. Por su engaño, Rebeca alejó aún más a su marido de ella; enfureció y alejó totalmente a su hijo primogénito; y aunque pensó que su amado Jacob se iría unos días, nunca más lo volvió a ver. Cuando regresó a casa veinte años después, Isaac todavía estaba vivo, pero Rebeca yacía junto a Abraham y Sara en la cueva sepulcral de Macpela. El pacífico Isaac no levantó un dedo en contra de ella. Fue Dios quien la juzgó, y nos dejó la solemne advertencia de que se no engañará a un marido y a un padre ungido por Dios sin recibir lo merecido. Justicia poética, le dicen los angloparlantes (poetic justice). Justicia divina, le decimos en castellano. La Palabra dice: La mujer sabia edifica su casa; mas la necia con sus manos la derriba” (Pr. 14:1).

Algunos de los detalles pueden variar, pero el patrón general de las vidas de Isaac y Rebeca se ha repetido en muchos hogares desde entonces. Tal vez se esté recreando en el tuyo ahora mismo. La comunicación está estancada. Vives bajo el mismo techo, pero vives en tu propio mundo, solo, sola. No importa quién tiene la mayor culpa, marido o mujer. Deja de alejarte; date la vuelta y di: “Te necesito. Necesito que me hables. Necesito saber qué piensas y cómo te sientes. Por favor, comparte tu vida conmigo. Quiero escucharte, y necesito que tú también me escuches y trates de entenderme. Entonces empieza a hablar de ello de forma abierta y honesta. Busca en lo más profundo de ti y compartan entre sí sus heridas, sus miedos, sus luchas, sus frustraciones, sus debilidades, su confusión, sus necesidades, así como sus metas y aspiraciones. Escúchense el uno al otro con paciencia, comprensión y perdón, y anímense el uno al otro con amor. Todavía es tiempo. Aún no es tarde. Mientras haya vida, HAY ESPERANZA. ¡El Señor puede revertir todo hasta su punto de partida, y empezar de nuevo! Lo que es imposible para ti, es POSIBELE para Dios. ¡Sólo cree! Da el paso. ¡Pide perdón! Te asombrará lo que ese acto puede causar. (Esto es para ti.)

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De la serie: MATRIMONIOS DE LA BIBLIA