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viernes, 20 de septiembre de 2024

VETE, Y NO PEQUES MÁS


 
“... y Jesús se fue al monte de los Olivos. Y por la mañana volvió al templo, y todo el pueblo vino a él; y sentado él, les enseñaba. Entonces los escribas y los fariseos le trajeron una mujer sorprendida en adulterio; y poniéndola en medio, le dijeron: Maestro, esta mujer ha sido sorprendida en el acto mismo de adulterio. Y en la ley nos mandó Moisés apedrear a tales mujeres. Tú, pues, ¿qué dices? Mas esto decían tentándole, para poder acusarle. Pero Jesús, inclinado hacia el suelo, escribía en tierra con el dedo. Y como insistieran en preguntarle, se enderezó y les dijo: El que de vosotros esté sin pecado sea el primero en arrojar la piedra contra ella. E inclinándose de nuevo hacia el suelo, siguió escribiendo en tierra. Pero ellos, al oír esto, acusados por su conciencia, salían uno a uno, comenzando desde los más viejos hasta los postreros; y quedó solo Jesús, y la mujer que estaba en medio. Enderezándose Jesús, y no viendo a nadie sino a la mujer, le dijo: Mujer, ¿dónde están los que te acusaban? ¿Ninguno te condenó? Ella dijo: Ninguno, Señor. Entonces Jesús le dijo: Ni yo te condeno; vete, y no peques más” (Jn 8:1-11).

Juan registra la conmovedora historia de una mujer sorprendida en adulterio. Un día, mientras Jesús enseñaba a la gente en el atrio del templo, algunos maestros de la ley y fariseos trajeron a una mujer que, según decían, había sido sorprendida en acto de adulterio. La hicieron presentarse ante la multitud y dijeron a Jesús: “Maestro, esta mujer ha sido sorprendida en el acto mismo de adulterio. Y en la ley nos mandó Moisés apedrear a tales mujeres. Tú, pues, ¿qué dices?” (Jn 8:4-5).

Los escribas y fariseos esperaban atrapar a Jesús en una trampa. En casos de adulterio, la ley judía exigía la lapidación (Dt 22:22). Si Jesús decía que la mujer debía ser liberada, lo podrían acusar de violar la ley o de tratar la ley de Moisés con indiferencia. Por otro lado, si Jesús decía que debían apedrear a la mujer, estaría violando la ley romana, provocando la ira del gobierno y dando a los líderes judíos ocasión de acusarlo. A los líderes judíos no les importaba en absoluto la verdadera justicia, como lo demuestra el hecho de que sólo trajeron a la mujer adúltera; la verdadera justicia (la ley de Moisés) exigía que el hombre que había adulterado con ella debía perecer igualmente.

En lugar de caer en su trampa legalista, Jesús silenciosamente se agachó y comenzó a escribir con su dedo en la arena. Tal vez con esta acción el Señor estaba cumpliendo Jeremías 17:13. 

Los fariseos y los maestros continuaron interrogándolo hasta que finalmente se puso de pie y dijo: “El que de vosotros esté sin pecado sea el primero en arrojar la piedra contra ella” (Jn 8:7). La respuesta de Jesús preservó impecablemente tanto la ley romana como la judía y al mismo tiempo descubrió las malas intenciones en los corazones de los acusadores de la mujer.

Inclinándose de nuevo, Jesús volvió a escribir en el suelo. Uno a uno, los acusadores se alejaron hasta que Jesús y la mujer quedaron solos. Enderezándose Jesús, y no viendo a nadie sino a la mujer, le dijo: Mujer, ¿dónde están los que te acusaban? ¿Ninguno te condenó? Ella dijo: Ninguno, Señor. Entonces Jesús le dijo: Ni yo te condeno; vete, y no peques más” (Jn 8:10-11).

Una vez abordadas su culpa y vergüenza, Jesús le ofreció a la mujer una nueva vida. El perdón (“Vete”) debe conducir a la santidad y a la novedad de vida (“No peques más”).

Quizás el aspecto más sorprendente de la historia de la mujer sorprendida en adulterio es cuán hábilmente ilustra la armonía de la justicia y la misericordia en la salvación de Cristo. Dios pronuncia juicio sobre el pecado pero proporciona una manera de escapar de la condenación (Ro 3:23; 8:1). Jesús no tolera el pecado, pero quiere salvar al pecador. El Señor silencia a los críticos de este mundo mientras sana los corazones cargados de culpa y vergüenza. Dios nunca trata el pecado a la ligera, sino que llama a los pecadores a dejar su vieja y corrupta forma de ser y vivir (Ef 4:17-24).

El incidente de la mujer sorprendida en adulterio ilumina cada uno de nuestros corazones y expone la existencia generalizada del pecado. Después de que Jesús incitó a los acusadores a considerar sus propias vidas, todos dejaron caer sus piedras y se alejaron, sabiendo que ellos también merecían el mismo castigo.

Este episodio nos proporciona un excelente ejemplo a seguir cuando nos encontramos reaccionando con juicio o con una actitud de superioridad moral hacia el pecado de otra persona. Debemos recordar cuánto nos ha perdonado Dios y que ninguno de nosotros tiene derecho a tirar ni la primera piedra ni la última (Mt 6:14-16; Mr 11:25; Lc 6:37). Dios desea reconciliar al mundo Consigo Mismo y los cristianos estamos llamados a ser ministros de esa reconciliación (2 Co 5:18).

Dios envió a Su Hijo al mundo para salvarnos de la condenación que justamente merecemos (Jn 3:17). Esta verdad queda perfectamente ilustrada en la interacción de Jesús con la mujer sorprendida en adulterio.

A diferencia de los fariseos que no tenían en cuenta la vida ni el bienestar de la mujer, Jesús se preocupó por sus necesidades más apremiantes: su condición espiritual. No condenó a la mujer, sino que le extendió gracia, misericordia y perdón.

La justicia propia es un pecado del que todas las personas somos culpables pero del que a menudo no somos conscientes. Junto con otras lecciones importantes, el encuentro de Jesús con la mujer sorprendida en adulterio expone esta tendencia farisaica e hipócrita en todos nosotros. 

Que el Señor no escriba nuestros nombres en el polvo (Jer 17:13), sino en el libro de la vida (Fil 4:3; Ap 3:5, 13:8, 17:8, 20:12, 20:15, 21:27); y extendámosle hoy la misericordia del Señor al sinceramente quebrantado de corazón que ayer habíamos condenado.

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