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MEJOR ES PERRO VIVO QUE LEÓN MUERTO


“Aún hay esperanza para todo aquel que está entre los vivos; porque mejor es perro vivo que león muerto” (Ec 9:4).

En Eclesiastés 9:1-10, Salomón considera la realidad inevitable de la muerte para cada persona. Todas las personas compartimos este mismo destino. En última instancia, nuestras vidas y el día señalado en que moriremos están en las manos de Dios (Ec 9:1-3, véase también He 9:27; Job 14:5); por lo tanto, debemos apreciar la vida y aprovecharla al máximo mientras aún tengamos aliento. Salomón observa: “Aún hay esperanza para todo aquel que está entre los vivos; porque mejor es perro vivo que león muerto” (Ec 9:4).

La clave para comprender el significado de ciertos versículos de la Biblia es comprender su contexto cultural, como en el caso de Eclesiastés 9:4. En la antigüedad, en el Oriente Medio, los perros no eran considerados mascotas lindas y cariñosas. Eran animales despreciados y considerados carroñeros inmundos y repugnantes (Éx 22:31; 1 R 14:11; 21:19, 23; Jer 15:3; Sal 22:16). Por el contrario, los leones eran estimados como cazadores majestuosos, valientes y poderosos (Gn 49:9; 2 S 17:10; Pr 28:1; 30:30). El león es “rey de las bestias” que gobierna y ruge en la parte superior de la cadena alimenticia, mientras que los perros se agazapan y se arrastran en la parte inferior.

La idea básica de que un perro vivo es mejor que un león muerto es que “mientras haya vida, hay esperanza”. Salomón usó estos dos animales como símbolos para dos tipos de personas: los humildes y los poderosos. Desde el punto de vista del mundo antiguo, un perro vivo no tenía autoridad ni estatus, pero al menos tenía la clara ventaja de la vida. Un león muerto representaba a alguien que alguna vez pudo haber sido formidable e influyente, pero que ahora estaba acabado y sin esperanza en la muerte. En el razonamiento de Salomón, es mejor estar vivo y ser impotente (pero aún con esperanza) que muerto, aunque alguna vez se haya sido poderoso y respetado.

Dado que todos morimos al final, es inútil y tonto pasar nuestros días en la búsqueda sin sentido de cosas como el dinero, el poder, la fortuna o la notoriedad. La muerte reduce al león majestuoso a una posición inferior a la del perro vivo (Ec 9:5). Es mejor aprovechar el tiempo que nos queda para evaluar nuestra existencia y reflexionar sobre nuestra propia mortalidad.

La esperanza para los vivos comienza con la conciencia de la brevedad de la vida. Una persona sabia reflexionará sobre el verdadero propósito de la vida mientras pueda hacerlo. Anteriormente, en Eclesiastés 7:2, Salomón declaró: “Mejor es ir a la casa del luto que a la casa del banquete; porque aquello es el fin de todos los hombres, y el que vive lo pondrá en su corazón”. Cuando nos enfrentamos a la realidad de la muerte, consecuencia natural de asistir a un funeral, nos vemos obligados a contemplar nuestro destino. Por lo tanto, las temporadas de dolor y luto tienen un propósito valioso: nos recuerdan que debemos aprovechar al máximo nuestras vidas mientras todavía tenemos aliento y esperanza (Sal 39:4-7). No existe tal posibilidad para los muertos.

Dios nos da una vida, una oportunidad invaluable para conocerlo y recibir Su regalo de salvación (Is 55:6; 2 Co 6:2). Si nunca pensamos en la muerte y nuestro destino eterno, es probable que perdamos la oportunidad de pasar la eternidad con Él.

Un perro vivo es mejor que un león muerto porque, para el león, la esperanza está muerta. Su posición una vez real es inútil en la muerte. Pero el perro vivo todavía tiene esperanza. El ser humano vivo todavía puede llegar a conocer a Jesucristo como Señor y Salvador y experimentar la esperanza de la vida eterna con Dios. Como cristianos, “El Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo nos hizo renacer para una esperanza viva, por la resurrección de Jesucristo de los muertos, para una herencia incorruptible, incontaminada e inmarcesible, reservada en los cielos para nosotros, que somos guardados por el poder de Dios mediante la fe, para alcanzar la salvación que está preparada para ser manifestada en el tiempo postrero” (1 P 1:3-5). La esperanza del creyente es “segura y firme ancla del alma”, que nunca será destruida por la muerte (He 6:13-20).

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