La preocupación es un problema que tienen la mayoría de las personas, ésta llega cuando pensamos en el futuro. Consideremos un ejemplo. Si un padre se enferma y no cuenta con suficiente provisión para sus hijos, la preocupación se apodera de él. ¿Qué les ocurrirá a sus hijos si empeora? ¿Quién los cuidará? O puede haber amenazas de guerra o revueltas. Tal vez haya inflación. Es entonces cuando nos preocupamos en cuanto a si nuestros ahorros menguarán en valor, si tendremos ingresos estables y lo que necesitamos para la vida, si perderemos nuestra seguridad. O comenzamos a preocuparnos por nuestros hijos y su desarrollo interior, especialmente si comienzan a hacer cosas que no aprobamos. La preocupación puede surgir por problemas conyugales. Ya sea en lo físico o lo espiritual, en cuestiones públicas o personales, mientras más variedad parezca tener el hombre moderno, más preocupaciones tiene.
Porque nuestro bienestar y el de nuestras familias para el futuro, nunca es completamente seguro, no podemos estar libres de que la preocupación nos pueda asediar. Usualmente lo sentimos por nosotros mismos, porque pensamos que tenemos muchos asuntos por los cuales preocuparnos y eso amarga nuestra vida.
Pero Jesús dice algo diferente acerca de las preocupaciones. Él dice que la preocupación es asunto de los paganos. Surge de una actitud no cristiana (Mateo 6:32). Por tanto, la preocupación es pecado porque significa que nuestros corazones no están arraigados en el reino de Dios; que no lo buscamos por encima de todas las cosas; que no tenemos a Dios como centro de nuestras vidas. No buscamos el reino de Dios en primer lugar porque éste no nos cautiva. Más bien nos interesan las cosas que nos parecen más importantes: un ingreso seguro, buena salud, reconocimiento, bienestar del cuerpo y del alma para nosotros y nuestras familias. Estas cosas constituyen el centro de nuestros pensamientos.
Pero esto no puede continuar así. Porque entonces Dios dirá que somos paganos, que no reconocemos a un Dios viviente, que no somos sus hijos. Si estamos influenciados por el espíritu de la preocupación, la razón se halla en nuestra incredulidad y en nuestro desaliento. Nos preocupamos porque no creemos que Dios como Padre nos cuidará. Pero cuando la Escritura nos habla acerca de los cobardes e incrédulos, dice: “tendrán su parte en el lago de azufre ardiente” (Apocalipsis 21:8). De modo que a toda costa debemos vencer al espíritu de preocupación para que el enemigo no tenga un reclamo sobre nosotros. No sólo por el bien de nuestro destino eterno, sino también para bien de nuestra paz mental aquí en la tierra, tenemos que ser liberados. Es necesario librarnos de la preocupación. Lo que entristece nuestras vidas no son tanto las necesidades y los verdaderos sufrimientos, sino la preocupación. Por esa razón, debemos llegar al fondo del asunto y descubrir la raíz de la preocupación para pedirle al Señor que nos indique el modo de vencerla.
El motivo de la ansiedad es el temor a nuestra cruz. El miedo de perder algo de los beneficios que poseemos para el cuerpo o el alma, la seguridad o la comodidad, es lo que alimenta la preocupación. Entonces tendremos que sufrir y no logramos entregarnos a este sacrificio. Queremos protegernos de las cosas difíciles que vienen. De modo que nuestros pensamientos de preocupación se centran en buscar el modo de eludir dificultades.
Por causa de nuestro orgullo pensamos a menudo que podemos manejar nuestra vida por nuestra cuenta, independientemente de la ayuda de Dios. Cuando llegamos al fin de nuestras posibilidades, nuestras preocupaciones alimentadas por el temor al sufrimiento, comienzan a cautivarnos.
Por tanto, la forma de comenzar a vencer el pecado de la preocupación consiste en entregarnos al sufrimiento. Debemos aceptar todas las cosas difíciles que están conmoviendo
nuestros corazones. En espíritu, debemos sacrificar todo aquello a lo cual queramos aferrarnos de cualquier modo, y decir:
Señor, toma mi vida y todo lo que hace que ella sea preciosa para mí: mi salud, mis seres queridos, mi seguridad, mis deseos, y cualquier otra cosa que yo tenga y quiera guardar para el futuro. Rindo mi voluntad a ti, si quieres tomar todo de mí. Ya no me aferraré a nada porque confío en ti, mi Dios y Padre. Tú me cuidarás a mí y a mi familia, y nos darás todo lo que necesitamos para el porvenir. Sólo espero tu ayuda. Sé que no me decepcionarás. Hasta ahora siempre me has sostenido y como siempre eres el mismo, también me sostendrás en tiempos difíciles.
Si podemos imaginar quién es realmente nuestro Padre y declaramos sus maravillosos atributos, entonces toda preocupación desaparecerá a la luz de su omnipotencia y su amor. Cada vez que volvamos a entregarnos al sufrimiento, digámosle a Él:
Dios mío, Tú eres mi Padre, que amorosamente piensas en todo lo que yo necesito como hijo tuyo. Confío que me darás lo que necesito, especialmente en tiempos de dificultad. Tú me cuidarás, Padre mío, me sostendrás. No dejarás que yo sea tentado más de lo que pueda resistir. Como Padre, has preparado un camino para mí y para mi familia. ¡Confío en ti! Padre mío. Tú eres más grande que todas las posibles dificultades que pudieran sobrevenirme. Tú eres más fuerte y me ayudarás.
Es absolutamente necesario hacer esta oración que dice: “Padre mío, confío en Ti”, si queremos ser liberados del espíritu de preocupación. De otro modo, este pecado nos llevará a la desgracia, y las preocupaciones “vanas” en realidad se harán visibles. Esto lo podemos observar en los hijos de Israel cuando estaban en el desierto. Estaban llenos de preocupaciones en el sentido de que su futuro sería horrible y perecerían en el desierto. Luego, el Señor dijo que en realidad lo que Israel había declarado con su desconfianza y preocupación les ocurriría: perecerían en el desierto (Números 14:28 y siguientes). Pero los que confiaron en Dios y dijeron que Él los sostendría, hallaron que en realidad lo hizo. No murieron en el desierto y llegaron a la tierra prometida. ¡Según sea lo que esperamos de Dios, eso ocurrirá! Si estamos llenos de preocupación, no esperemos nada bueno de Dios. Por esa razón no experimentaremos las buenas cosas que Dios tiene planeadas para nosotros. Así estamos destruyéndolas por medio de nuestra preocupación, que es lo opuesto de la confianza en el Padre. Este pecado tiene relación con la incredulidad, la cual debemos vencer a toda costa porque realmente nos excluye de la “Tierra Prometida” que contiene toda la riqueza física, espiritual y bendiciones para nosotros.
Si nos es difícil confiar en el Señor, tener fe y confianza en él, debemos comenzar como lo indiqué, describiendo a nuestro Padre y proclamando que Él nos ayudará. Así se aquietará el espíritu de preocupación. Porque el espíritu de confianza es más poderoso que el de inquietud. Debemos aferrarnos a la promesa que encontramos en la Palabra de Dios: “Dejen todas sus preocupaciones a Dios, porque Él se interesa por ustedes” (1 Pedro 5:7). Debemos hacer una oración por cada preocupación, trayéndola a nuestro Padre, según la exhortación del apóstol Pablo: “No se aflijan por nada, sino preséntenselo todo a Dios en oración; pídanle, y denle gracias también. Así Dios les dará su paz, que es más grande de lo que el hombre puede entender; y esta paz cuidará sus corazones” (Filipenses 4:6-7). Es entonces cuando encontramos la paz de Dios.
Pero luego viene la segunda parte del consejo que Jesús nos da para la batalla contra el pecado de la preocupación: “Por tanto, pongan toda su atención en el reino de Dios” (Mateo 6:33). En el tiempo actual, que nos ha concedido Dios como tiempo de gracia, debemos vivir completamente para su reino y sus consejos. Debemos estar dispuestos a dar de nuestro tiempo y energía, invirtiendo tiempo en oración y súplicas, como también dinero en Su servicio. Si hacemos esto, comenzaremos a descubrir el verdadero significado de la promesa del Señor. Ahora, y en el futuro, cada vez que la necesidad toque nuestra puerta, nuestro Padre cumplirá su palabra: “... y recibirán también todas estas cosas” (Mateo 6:33).
Quien se empeña en la obra de Jesús, orando, sacrificando tiempo, dinero y energía por ella, hallará que el Señor le cuidará. En tiempos de dificultades experimentará milagros y el tierno cuidado amoroso del Padre. Será sostenido y recibirá ayuda de una manera maravillosa para el cuerpo, el alma y el espíritu. La Palabra de Dios es Sí y Amén. Por tanto, tenemos que actuar conforme a su Palabra y recibiremos ayuda.
El espíritu de preocupación retrocede cuando invocamos el nombre de Dios, el Padre y de nuestro Señor Jesucristo. De este modo podremos elevar una señal con la cual declaramos la omnipotencia y bondad de Dios. El nombre de Él será glorificado por las personas que reciben consolación y seguridad en Dios porque todas sus preocupaciones han sido calladas en Él.