“¡Ay de ustedes…hipócritas!” Esta exclamación resuena siete veces en el discurso que Jesús les dirigió a los escribas y fariseos. “Así son ustedes: por fuera parecen buenos ante la gente, pero por dentro están llenos de hipocresía y de maldad!” (Mateo 23:28). Lo mismo es cierto con respecto a los cristianos de hoy. Esto ocurre cuando otros piensan que somos creyentes en Cristo, pero realmente nuestros corazones están llenos de pecados tales como la amargura, el juzgar a los demás, el orgullo, la mentira, la rivalidad, etc.
Jesús llama a esto hipocresía. La hipocresía consiste en pretender uno ser piadoso cuando en realidad no lo es. Esta es una presunción especialmente horrible, puesto que se entiende que la piedad es una vida con Dios y para Él, que es la Luz y la Verdad. Por eso Jesús dice que los hipócritas serán sometidos a serio juicio. Él nos dice por adelantado cuál será el terrible destino de los hipócritas piadosos: ¡Serpientes! ¡Raza de víboras! ¿Cómo van a escapar del castigo del infierno?” (Mateo 23:33). Esta advertencia de Jesús nos muestra que Satanás, el que es mentiroso desde el principio, quiere hacer todo esfuerzo para atrapar a las personas que se han escapado de él mediante la fe en Jesús. Ahora quiere atraparlas en la red de la hipocresía, sin que ellas se den cuenta de lo que está ocurriendo. Satanás generalmente logra en esto un éxito fácil, por el hecho de que los que hemos recibido a Jesucristo como nuestro Redentor estamos en peligro de llegar a estar demasiado seguros de que vivimos para Jesús, en el reino de la verdad divina por medio de la palabra de Dios. Pero en realidad, nuestra vida cristiana a menudo es sólo una fachada detrás de la cual hay una realidad diferente.
Por ejemplo, podemos decir que Jesús nos ha reconciliado y predicar la reconciliación a otros, y sin embargo, estar nosotros mismos en condición de no reconciliados con alguna persona, escondiendo la amargura y los pensamientos de crítica en nuestros corazones. No oímos que Jesús pronuncia el juicio sobre nosotros: “¡Hipócrita!” (Lucas 6:42), por el hecho de que Él sabe que no estamos viviendo lo que predicamos.
Además, los ayes que Jesús pronunció contra los fariseos también se nos aplican a nosotros, si sostenemos hipócritamente que somos discípulos de Jesús y, sin embargo, rehusamos llevar nuestra cruz. Nos quejamos por toda carga, necesidad y clase de sufrimiento. Aun gemimos cuando las cosas más insignificantes se tornan desagradables. O nos rebelamos porque no somos tratados suficientemente bien por la gente, y no recibimos el honor esperado–o cuando estamos enfermos o cuando nos acosan situaciones difíciles. Sin embargo, Jesús dijo: “Y el que no toma su propia cruz y me sigue, no puede ser mi discípulo” (Lucas 14:27).
Tal vez tengamos el talento especial para predicar y parezca que estamos haciendo mucho en las almas de los hombres, o tal vez dediquemos mucho tiempo y energía al servicio de Dios y a la oración en pro de Su reino. Aun así, Jesús tiene que pronunciar un juicio terrible. ¿Por qué? Porque nuestro servicio a favor de Jesús sólo es una apariencia. Cuando estuvimos trabajando para el reino de Dios, realmente no estuvimos interesados en Jesús y en Su honor, como la gente pensaba. No realizamos nuestro ministerio por amor a Él, sino más bien para satisfacer nuestro propio ego, o para ganarnos la admiración de otros y formar nuestra propia reputación. Es decir, teníamos motivos no sinceros.
Sí, podemos hacer grandes obras por Jesús, realizar milagros, sanar a los enfermos, y aún así llegar a ser presa de Satanás, si al mismo tiempo no hacemos la voluntad de Dios, tal como lo enseñó claramente Jesús en Su interpretación de los Diez Mandamientos, en el Sermón del Monte (Mateo 7:22-23). El enemigo obtiene el triunfo, si logra hallar la crítica, calumnia, deseos sensuales, tal vez alguna clase de inmoralidad, falta de amor y respeto hacia los padres y cosas similares en nuestras vidas. La más grande artimaña del enemigo consiste en impedir que los cristianos comprendamos que estamos llevando una vida de dos caras.
Vivir hipócritamente significa pensar que somos cristianos consagrados, orar mucho, leer la Biblia, ser activos en la comunidad cristiana, tal vez aun hacer trabajo de evangelización; y sin embargo no practicar lo que leemos en la Biblia, ni aquello por lo cual oramos, ni lo que les decimos a otros que hagan. Como hipócritas no comprendemos que hemos caído en el sueño del autoconvencimiento, en el cual pensamos que estamos seguros de ser salvos y de que algún día iremos al cielo, mientras Satanás se ríe despectivamente. En gran parte no practicamos lo que predicamos. Este es un hecho absurdo que debe sacudirnos. Cuando llevamos una vida así tan hipócrita, llegamos a ser culpables hacia nuestro prójimo. No sólo destruimos la credibilidad del Evangelio para otros, sino que aun hacemos que rechacen a Jesús. Y nosotros mismos seremos traspasados por el espantoso veredicto de Jesús: “Y lo castigará, condenándolo a correr la misma suerte que los hipócritas. Entonces llorará y le rechinarán los dientes” (Mateo 24:51). El que es hipócrita llega a ser merecedor del infierno (Mateo 23:15).
Nuestra hipocresía provoca la ira de Dios, pues Él sólo se complace cuando nuestra vida diaria marcha conforme a Su Palabra. Casi no hay otro pecado que Jesús amenace con un juicio tan severo como el de la hipocresía. Por tanto, debemos hacer todo el esfuerzo posible para ser librados de las cadenas de este pecado.
¿Cómo puede ocurrir esto? En primer lugar, reconociendo la raíz de la hipocresía. Jesús llamó a los piadosos fariseos hipócritas “ciegos” (Mateo 23:16). ¿De qué eran ciegos? De sus debilidades y sus pecados. Pensaban que eran perfectos. De modo que cuando pensamos que somos buenos cristianos, debiéramos estar llenos de santa incertidumbre, y preguntarnos si las vidas que llevamos son hipócritas. Si no queremos caer en este pecado, tenemos que pedirle a Jesús de nuevo: “Pon en mí la luz de tu verdad; revela por medio de tu luz cualquier cosa que haya en mi vida que no sea pura”.
Para ser salvos de este pecado y para no volver a caer en él, es necesario pedir la luz de la verdad al Señor vez tras vez. Nuestros ojos tienen que estar abiertos para poder ver la ceguera que tenemos, nuestro autoconvencimiento y nuestro sueño. Porque sólo si podemos ver estos pecados y aterrarnos por ellos, podremos llevárselos a Jesús y ser librados de ellos. A una persona enferma sólo se le puede ayudar si reconoce y admite que está enferma. De otro modo, no acudiría al médico, y la enfermedad se haría cada vez más grave y, si la enfermedad fuera peligrosa, podría conducirla a la muerte. Los discípulos de Jesús deben seguir este consejo: no estar seguros de que todo lo están haciendo bien. Puede haber un pecado que desconocemos, pero que es muy serio ante la vista de Dios, y está cubierto con una vida aparentemente piadosa. Sólo si poseemos una santa incertidumbre y estamos alerta, podemos hacer frente al peligro de la hipocresía.
Probablemente todos experimentamos lo mismo. Cuando ponemos nuestros pensamientos, palabras y acciones a la luz de la verdad, y medimos nuestras vidas muy concretamente según las normas de la Sagrada Escritura, nos asombramos y aterramos por la diferencia que hay entre lo que pretendemos ser y la realidad de nuestras vidas. Sabemos lo que dicen las Escrituras, sin embargo, no lo practicamos en nuestras vidas. Confundimos el conocimiento con la acción. Si utilizamos las Sagradas Escrituras como nuestra norma, comenzaremos a odiar la hipocresía y el arrepentimiento nos llevará a una batalla de fe para lograr una vida genuina de discipulado.
Para estar en alerta en el esfuerzo de vivir conforme a las normas de la Palabra de Dios, se requiere tiempo y meditación. Es aconsejable apartar un domingo por mes, o cualquier otro día definido (además del tiempo usual que utilizamos en las devociones diarias) para arreglar cuentas. Entonces contaremos con varias horas de quietud en que podamos arreglar nuestra contabilidad espiritual, utilizando los mandamientos de Dios o un espejo de conciencia con Sus medidas, y pidiéndole a Dios que pruebe la autenticidad de nuestro discipulado y ser. Su luz iluminará nuestro mundo imaginario de “apariencias” y reconoceremos la verdad con respecto a nosotros mismos, y una vez más reconoceremos el pecado tal como es.
También podría ayudarnos el pedir a los que nos rodean que nos digan qué hay de incorrecto en lo que hacemos y decimos. Sólo los que están dispuestos a oír la verdad acerca de ellos mismos serán liberados del pecado de la hipocresía. Los que admitan su hipocresía serán impulsados hacia el gran Médico, el único que puede sanar esta enfermedad: Jesús, quien es la Verdad. Su redención es la garantía–si nos la apropiamos por fe–de que podemos ser librados de toda falta de veracidad en nuestras vidas piadosas.