Incluidos entre los pecados del orgullo, que Dios trata en forma severa, están la crítica y el juzgar a los demás sin justo juicio (Jn 7:24). “Dios se opone a los orgullosos” (1P 5:5). Aún si una persona cree en Jesús y al mismo tiempo persiste en juzgar sin justo juicio (Jn 7:24), Dios no está a favor de ella. Dios está en contra. Pero es terrible tener a Dios como oponente, estar bajo su ira, la cual tendrá su efecto pleno en el mundo futuro. Esa es la razón por la cual Jesús nos advierte con autoridad: “No juzguen a otros, para que Dios no los juzgue a ustedes. Pues Dios los juzgará a ustedes de la misma manera que ustedes juzguen a otros; y con la misma medida con que ustedes midan, Dios los medirá a ustedes” (Mt 7:1-2).
Juzgar sin justo juicio (Jn 7:24), es criticar; es decir, juzgar por las apariencias sin un conocimiento verdadero de las acciones y motivos del otro, y sin ánimo de edificarlo o beneficiarlo.
El hecho de criticar a los demás trae la ira de Dios sobre nosotros. Él estará en contra nuestra porque este pecado es especialmente satánico. Lo que Satanás hace es criticar y acusar. Criticar es una de las manifestaciones de nuestro orgullo manipulado por Satanás. Con gran presuntuosidad nos sentamos a juzgar sin justo juicio todo lo que vemos u oímos acerca de otros, usualmente sin conocer los motivos de su conducta o sus errores: esto es criticar. Criticar es un veneno satánico en nuestros corazones que puede traernos terrible juicio si persistimos en ello. Jesús nos dice esto claramente con estas palabras al dirigirse a los que juzgan: “¡Hipócrita!” (Mt 7:5). Jesús amenaza a los críticos hipócritas diciéndoles que no entrarán en Su reino, sino que se irán al infierno; ellos estarán con el “Padre de mentira”. De modo que el espíritu de crítica, alimentado por el acusador, es nuestro mayor enemigo. Tenemos que odiarlo desde lo profundo de nuestros corazones y no tolerarlo en lo más mínimo, a menos que queramos hallarnos en el tormento del acusador, en vez de ir al reino de Jesús.
¿Cómo puede uno atacar a este enemigo? En primer lugar, debemos reconocer el hecho de que estamos llenos de crítica y dejar de disculparnos por ello. Ya no debemos excusarnos diciendo: “Tengo que decir a los demás lo que están haciendo mal, para evitar que todo se les arruine”. En realidad, nos regocijamos en corregir a otros y reprocharles lo que hacen. A menudo la real fuente de nuestra crítica es la rebelión o el enfado, porque alguien actuó contra nuestros deseos.
Por tanto, lo criticamos y acusamos. Así que ante Dios, debemos afirmar que es presuntuoso acusar a otros, reprocharles y especialmente pronunciar nuestros veredictos contra ellos frente a otras personas cuando no conocemos ni sus intenciones ni sus motivos. Porque entonces llegamos a ser culpables con nuestro prójimo al hacer que otros estén contra él, con lo cual podríamos perjudicarlo grandemente. Cuando examinamos nuestras conciencias en un rato de quietud, debemos preguntarnos: “¿Por qué eché sobre mí una culpa al criticar a otros y reprocharlos? ¿Qué produjo mi espíritu de crítica? Tal vez he arruinado la vida de otros. ¿He perjudicado a las almas de otras personas en el hogar, en el trabajo, al acercarme a ellas, vez tras vez para acusarlas?”. Si nosotros, tal vez como padres o educadores, hemos llenado nuestros corazones de este veneno satánico y lo proyectamos hacia otros, debemos admitir que estamos bajo la condenación de Dios, que actuamos como siervos de Satanás.
¡Qué terrible cosecha la que recogeremos! La crítica nos robará el más precioso don que Jesús nos ha dado: el perdón de los pecados, el haberlos borrado. La crítica provoca la ira de Dios, quien nos perdonó, tal como lo dice la parábola acerca del siervo que no tuvo misericordia. Aunque su señor lo había perdonado lo entregó a los verdugos, por cuanto no perdonó a su consiervo (Mt 18:32-34).
Esto significa que debemos dar nuestro todo para ser liberados de este espíritu de crítica y arrepentirnos de corazón. En este caso tenemos que actuar conforme a las palabras de Jesús: “Si tu ojo te hace caer en pecado, sácatelo” (Mr 9:47). Esto significa librar una batalla intensa contra el pecado satánico de criticar a los demás. Jesús nos muestra claramente el camino y nosotros tenemos que seguirlo. De otro modo, no habrá liberación. “Saca primero el tronco de tu propio ojo” (Mt 7:5). Jesús nos exhorta a que dejemos de ofrecer nuestras opiniones respecto a otros y acusarlos, antes de asumir una posición de humildad en la presencia de Dios para pedirle que nos diga si hemos cometido ese mismo pecado. El pecado de crítica comienza en nosotros cuando dejamos de hacer esto. No seguimos las palabras de Jesús; criticamos inmediatamente, sin antes guardar silencio en la presencia de Dios y humillarnos por nuestro propio pecado que es aún más grande. Cuando llegamos a la luz de Dios, generalmente descubrimos que tenemos las mismas faltas, tal vez en forma más fuerte, y además, muchos otros rasgos indeseables. Sí, entonces comprenderemos que nuestra culpa es como una viga en contraste con la paja que está en el ojo del hermano. Es entonces cuando nos avergonzamos por nuestro pecado y perdemos el deseo presuntuoso e indigno de criticar a los demás.
Entonces nos traspasará lo que escribe el apóstol Pablo: “Por eso no tienes disculpa, tú que juzgas [criticas] a otros, no importa quién seas. Al juzgar [criticar] a otros te condenas a ti mismo, pues haces precisamente lo que hacen ellos” (Ro 2:1). Posteriormente dice: “¿Por qué, entonces, criticas a tu hermano? ¿o por qué lo desprecias? Todos tendremos que presentarnos delante de Dios para que Él nos juzgue” (Ro 14:10). Allí compareceremos para ser juzgados por ese pecado.
De modo que hoy tenemos que escoger un nuevo camino, un nuevo lugar. En vez de sentarnos en el trono del crítico debemos sentarnos donde nos corresponde: en el banquillo de los acusados, donde podamos ser juzgados y escuchar el juicio de Dios contra nuestros pecados. Cuando nos manifestemos dispuestos a hacer esto, Dios ya no estará en contra nuestra, ni estaremos en manos del acusador. Por el contrario, perteneceremos a nuestro Señor Jesús, quien tuvo que someterse a cinco juicios. Él hizo esto, aunque era inocente. ¿No podremos tomar este lugar nosotros que somos culpables? Si sinceramente comenzamos a juzgarnos a nosotros mismos, les rogaremos a las personas en nuestro hogar y en nuestro trabajo que nos digan la verdad con respecto a nosotros. Humillados de este modo, podremos aceptar los reproches que nos hagan, aunque sean injustos. Luego nuestros labios y corazones estarán en silencio y no podremos criticar a los demás tan rápidamente, ni juzgarlos sin justo juicio (Jn 7:24).
Jesús anduvo por el camino del amor humilde, se humilló hasta el polvo y permitió que lo criticaran. Él nos redimió como miembros de su cuerpo, para que vivamos con esta clase de amor que cubre los errores del prójimo en vez de criticarlos, que perdona y tolera en vez de reprochar, que otorga bondad en vez de crítica.
Esto no significa que debemos tolerar el pecado. Si alguna vez tenemos que pronunciar juicio, lo haremos claramente, pero con un corazón humilde y amoroso, para corregir y edificar. (Ver ¿Juzgar o no juzgar a otros?)
Pero cualquiera que libre una guerra de vida o muerte contra este espíritu de crítica, descubrirá que no hay nada que esté afianzado tan profundamente en la naturaleza que heredamos de Adán. La crítica no desaparecerá de la noche a la mañana mediante un voto que hagamos: “Quiero permitir el ser juzgado y poner mi boca en el polvo”. No. Nuestra sangre está infectada con este pecado. Sólo hay una persona que es más fuerte que nuestro viejo Adán. Es Jesucristo. Su sangre tiene un poder mayor que el que tiene la sangre que heredamos de nuestros padres. Esta sangre de Jesús tiene el poder para liberarnos, cada vez que la invoquemos. En ella hay poder para limpiarnos, del gran pecado de criticar a los demás, de la hipocresía que nos hace culpables y hace que Satanás ponga sobre nosotros sus manos.
Por fe tenemos que apropiarnos del poder redentor de esta sangre. Esto sólo ocurrirá cuando libremos una batalla intensa contra este pecado, en una lucha diaria de fe y oración. Esto incluye el “sin embargo” de la fe, a pesar de las derrotas que experimentemos: “¡Soy redimido para amar y perdonar!”. Cualquiera que esté dispuesto a resistir en esta batalla, a pesar de sus fallas, a creer en la redención de Jesús, quedará libre de este gran pecado de la crítica.