El mismo carpintero, un hombre robusto en la flor de la vida llamado José, estaba comprometido con una jovencita llamada María, probablemente todavía en su adolescencia. Ella era una doncella a la que Dios le había otorgado mucha gracia (“muy favorecida”, Lc. 1:28). Ella era una pecadora como el resto de nosotros, y admitió con franqueza su baja condición y su necesidad de la salvación por la gracia de Dios (Lucas 1:47-48). Pero había respondido con entusiasmo a su oferta de perdón y se había apropiado diariamente de la gracia y perdón ilimitados de Dios. La santidad y la piedad debieron ser los rasgos más característicos de su personalidad. Sin duda, vivía con un sentido de la presencia de Dios en su vida. El Señor estaba con ella (Lc. 1:28). Disfrutaba de una hermosa comunión con Dios momento a momento en su vida diaria.
Sin embargo, a pesar de su conocimiento íntimo de Dios, cuando el ángel Gabriel se le apareció sufrió la experiencia más aterradora de su vida. Él le dijo: “María, no temas, porque has hallado gracia delante de Dios. Y ahora, concebirás en tu vientre, y darás a luz un hijo, y llamarás su nombre Jesús. Este será grande, y será llamado Hijo del Altísimo; y el Señor Dios le dará el trono de David su padre; y reinará sobre la casa de Jacob para siempre, y su reino no tendrá fin” (Lc. 1:30-33). Cuando se recuperó de la sorpresa inicial, le replicó a Gabriel: “¿Cómo será esto? pues no conozco varón” (Lc. 1:34). Gabriel le explicó el fenómeno sobrenatural que lograría esta increíble hazaña. “El Espíritu Santo vendrá sobre ti, y el poder del Altísimo te cubrirá con su sombra; por lo cual también el Santo Ser que nacerá, será llamado Hijo de Dios” (Lc. 1:35).
Era increíble, un milagro insuperable en la historia de la humanidad, pero podía lograrse mediante el poder sobrenatural de Dios, y para comprobarlo Gabriel citó el embarazo milagroso de Elisabet. Ahora la decisión era de María: la decisión de resistir la voluntad de Dios, o de convertirse en la sierva voluntaria a través de la cual Dios podría llevar a cabo Su plan. Y esta decisión es básicamente una cuestión de confianza. A medida que se desarrolla la historia, vemos en primer lugar la confianza de María en Dios.
“Qué honor”, dices, “ser elegida como la madre del Mesías. ¿Cómo podría haber dicho que no?” Dices eso porque conoces el final de la historia, pero ponte en el lugar de María por un momento. ¿Crees que alguien realmente creería que este niño fue concebido por el Espíritu Santo? ¿No crees que la gente concluiría que María estaba encubriendo una fuga con algún soldado romano? El centro administrativo del distrito romano estaba a sólo seis kilómetros al noroeste de Nazaret, en Séforis, y los soldados romanos se veían con frecuencia en las calles de Nazaret. ¿No crees que otros podrían concluir que María y José habían ido demasiado lejos en su relación y habían desobedecido la Ley de Dios? En cualquier caso, existía la posibilidad de que María fuera apedreada por fornicación.
¿Y qué hay de José? Él sabía que no era responsable de la condición de María. ¿Qué diría él? ¿Seguiría dispuesto a casarse con ella? ¿Cómo hacerlo si él sabía que el hijo no era suyo? ¿Y el niño? ¿No llevaría consigo el estigma de la ilegitimidad durante toda su vida? En ese breve momento en la presencia del ángel, todos los sueños de María para su futuro destellaron ante su mente, y pudo ver cómo cada uno de ellos era destrozado.
La pregunta que le estaba haciendo Dios a María a través del anuncio del ángel Gabriel era: “¿Puedes confiar en que Yo resolveré cada problema que enfrentes si te sometes a Mi voluntad?” María había disfrutado de una abundante provisión de la gracia de Dios. Se había deleitado en su cálida relación personal con su Señor. Pero ahora tenía que responder la pregunta más grande en la vida para un creyente que camina en comunión con Él: “¿Confías en mí?”
Dios le había hecho esa pregunta—de muchas maneras diferentes—a muchas mujeres antes que María. Pensemos en Eva. Pensemos en Sara. Pensemos en Agar. Pensemos en Rebeca, Raquel, Lea, Dina, la madre y la hermana de Moisés, la hija del Faraón, Rahab, todas las mujeres estudiadas en MUJERES DE LA BIBLIA, que son sólo una ínfima parte de las más de 150 mujeres mencionadas en la Biblia. ¿Cuántas de ellas le habían respondido negativamente a Dios? ¿Cuántas le habían respondido afirmativamente?
María era una mujer meditativa—como María de Betania. Dos veces se nos dice que ella consideró ciertas cosas y las atesoró en su corazón (Lc. 2:19, 51). Esta era LA prueba de su vida, lo que determinaría su lugar en la historia bíblica y de la humanidad, lo que sellaría su destino. Para este momento María había nacido. Pero estaba preparada. Años de devoción a Dios y de santidad habían moldeado su carácter y la habían dejado lista para tomar la decisión correcta. Ella respondió: “He aquí la sierva del Señor; hágase conmigo conforme a tu palabra. Y el ángel se fue de su presencia” (Lc. 1:38). Su decisión fue someterse a la voluntad de Dios y confiarle las consecuencias. La sumisión a la voluntad de Dios siempre implica riesgo. Pero Dios ha prometido trabajar en todos los detalles para nuestro bien y para cumplir Su propósito eterno, y no tenemos más alternativa que creerle si queremos disfrutar de Su paz y presencia en nuestra vida.
La disposición a obedecer a Dios y confiarle las consecuencias es la piedra angular de un buen matrimonio. Todos los demás hombres pueden descuidar a su mujer para correr con los niños, perseguir la última moda o jugar con su última nueva adquisición. Pero Dios quiere que un marido cristiano ponga a su mujer por encima de todo excepto Cristo, y la ame como Cristo ama a la Iglesia, confiando en que Él hará que el resultado de obedecerlo a Él sea mucho más satisfactorio que cualquier pasatiempo o actividad personal. De igual manera, el feminismo puede cabalgar la bestia de nuestros días aún en la Iglesia, pero Dios quiere que una mujer cristiana se someta a su marido con un espíritu humilde y sumiso, confiando en que Dios enriquecerá su matrimonio y satisfará su vida a través de su sometimiento a Él. Dios está, en definitiva, haciéndonos la misma pregunta que le hizo a María: “¿Confías en mí?”
Sin embargo, la confianza en Dios es sólo el comienzo de un buen matrimonio. También debe haber una profunda confianza el uno en el otro, y nunca se le ha pedido a ningún hombre que confíe más en la mujer con la que se casó que en la de esta historia. Nótese la confianza de José en María. La cronología aquí no está clara. Si José sabía o no del embarazo de María antes de que ella partiera hacia la casa de Elisabet en Judea, no podemos estar seguros; pero después de su regreso, tres meses después, el secreto ya no podía ocultarse (Lc. 1:56; Mt. 1:18). ¿Le dijo María a José sobre la concepción milagrosa? ¿Le costaba a José creer su historia a pesar de que la amaba profundamente? ¿O lo aceptó fácilmente? ¿Fue su decisión de romper el compromiso porque dudaba de su palabra, o fue porque se consideraba indigno de casarse con la madre del Mesías, o fue porque pensó que María tendría que criar al niño en el templo? Sus motivos no quedan absolutamente claros en el relato.
Una cosa es cierta, sin embargo. Había un conflicto en el alma de José, ya sea que creyera o no en la historia de María, los demás definitivamente no la creerían, y él viviría con los chismes sobre una esposa infiel por el resto de su vida. Pero José era tanto un hombre piadoso como un hombre lleno de gracia; cualquier cosa que decidiera reflejaría tanto la sabiduría piadosa como la tierna consideración por María. Y aunque su corazón se estaba rompiendo, se inclinaba a terminar silenciosamente la relación y evitarle cualquier vergüenza pública (Mt. 1:19). Sin embargo, al menos estaba abierto a la dirección del Señor, y todavía estaba meditando en oración sobre el curso de acción correcto cuando un ángel del Señor se le apareció en un sueño y le dijo: “José, hijo de David, no temas recibir a María tu mujer, porque lo que en ella es engendrado, del Espíritu Santo es. Y dará a luz un hijo, y llamarás su nombre Jesús, porque él salvará a su pueblo de sus” (Mt. 1:20-21). Nótese que este ángel, a diferencia del ángel Gabriel que se presentó en persona ante María, se le apareció a José en un sueño. Esto es importante. José podría haber pensado que el sueño podía ser falso, una ilusión, algo proveniente de su propio corazón inquieto. Él no tenía manera de asegurar que el mensaje provenía verdaderamente de Dios. En la duda, no puede existir la fe. “Todo lo que no proviene de fe, es pecado” (Ro. 14:23;He. 11:6). Así que tener un sueño donde un ángel nos dice algo que supuestamente proviene de Dios no es suficiente. Pero junto con el sueño dado a José, Dios le dio la seguridad, la convicción y la confianza de que Él era el emisor de tal mensaje. Cuando despertó José, el asunto estaba resuelto. “Y despertando José del sueño, hizo como el ángel del Señor le había mandado, y recibió a su mujer. Pero no la conoció hasta que dio a luz a su hijo primogénito; y le puso por nombre Jesús” (Mt. 1:24-25).
Probablemente fue el mayor acto de confianza jamás exhibido entre un hombre y una mujer.
En realidad, todo matrimonio es una relación de confianza. Cuando nos paramos ante el juez del registro civil y este nos dice que el matrimonio es un compromiso exclusivo entre un hombre y una mujer de estar juntos en la “pobreza y en la riqueza, en la salud y la enfermedad” dejando afuera a todos los demás, lo creemos. Cuando el juez nos pregunta si aceptamos a nuestra pareja para estar con ella hasta que la muerte nos separe y cada uno de nosotros responde afirmativamente, lo creemos. Y porque lo creemos, nos comprometemos a mantener esa relación por toda la vida. La confianza del uno en el otro es otra la piedra angular de un buen matrimonio, y debe crecer con el paso de los años, no disminuir. Y si disminuye, debemos recordar los votos que nos hicimos el uno al otro y tener presente que fueron hechos delante de Dios. Sí, el matrimonio es un compromiso exclusivo entre un hombre y una mujer. Pero lo “exclusivo” es en relación con las demás personas. Dios está incluído en cada matrimonio. Él es la tercera parte, porque Él lo creo.
La confianza es poder decirle a nuestra pareja nuestros pensamientos y sentimientos más íntimos, creyendo que nunca serán usados en nuestra contra, creyendo que seremos amados y aceptados de todos modos, tal vez incluso más debido a nuestra honestidad. La confianza es creer en nuestra pareja cuando nos dice dónde ha estado o con quién se está comunicando a través de las redes sociales, o cuando explica lo que realmente quiso decir con lo que dijo.
La confianza nos pone a merced de nuestro cónyuge. Nos hace totalmente vulnerables, ¡y podemos sufrir de esa manera! Cuando realmente creemos en alguien y luego descubrimos que hemos sido engañados, nos sentimos tontos y humillados. Pero, ¿qué otra opción tenemos? Sin confianza no puede haber una relación. Así que le pedimos a Dios la gracia de seguir confiando, y creemos que Dios usará nuestra confianza para hacer que nuestro cónyuge sea más digno de confianza si es necesario. No es sólo el Señor quien nos hace esa pregunta. Nuestro cónyuge también puede estar preguntando: “¿Confías en mí?”
El ángel de Dios se le apareció en sueños a José dos veces más, y esas apariciones revelan otro elemento de confianza en la historia de la natividad: la confianza de María en José. José y María habían completado el arduo viaje a Belén, y la prueba del parto ya era historia. El octavo día después del nacimiento de Jesús, lo circuncidaron como lo requería la ley. Cuarenta días después de su nacimiento, María ofreció su sacrificio de purificación en el templo. Entonces parece que se establecieron en Belén, posiblemente planeando convertirlo en su nuevo hogar. Pasó algún tiempo antes de que los magos llegaran de Persia para adorar al rey recién nacido; y lo encontraron en una casa, no en un pesebre, como sugieren la mayoría de las escenas de la natividad (Mt. 2:11).
Los magos se habían detenido en Jerusalén para averiguar dónde debía nacer el Mesías, y eso alertó al rey Herodes de esta posible amenaza a su trono. Esa fue la ocasión de otro mensaje de un ángel del Señor a José en un sueño: “Levántate y toma al niño y a su madre, y huye a Egipto, y permanece allá hasta que yo te diga; porque acontecerá que Herodes buscará al niño para matarlo” (Mt. 2:13). Mientras aún era de noche, José reunió algunas de sus pertenencias, tomó a María y a Jesús, se fue a Egipto y permaneció allí hasta la muerte de Herodes. Vale la pena señalarlo. María es la figura más prominente en la historia de la natividad, sin embargo, José es a quien Dios le dio Sus instrucciones. José era la cabeza de la familia y estaba encargado de proteger a Jesús de la ira de Herodes. María confió en la decisión de su marido, quien recibía el mensaje directamente del Señor, a través de un ángel.
Estas no eran vacaciones en las islas caribeñas. Este fue un viaje de más de trescientos kilómetros a pie o en burro, sobre montañas, desierto y estepas, con un bebé menor de dos años en los brazos. La mayoría de las madres pueden apreciar el grado de inconveniencia que esto implica. Es dudoso que María quisiera ir de buenas a primeras. Si tenían que salir de Belén, ¿por qué no volver a Nazaret? ¿No estarían tan seguros allí? Pero no hay ninguna indicación en las Escrituras de que María haya cuestionado la decisión de José. Y sucedió de nuevo. Después de la muerte de Herodes, el ángel le habló a José en Egipto: “Levántate, toma al niño y a su madre, y vete a tierra de Israel, porque han muerto los que procuraban la muerte del niño” (Mt. 2:20). Una vez más, José obedeció de inmediato; y nuevamente, María confió en que José hacía lo correcto.
Como vimos en la vida de Abraham y Sara, la sumisión de una esposa significa confiar en que Dios obrará a través de su marido para hacer lo mejor para ella. Y eso incluye confiar en sus decisiones. Eso no es excepcionalmente difícil cuando ella sabe que el marido está actuando en el mejor de sus intereses y está tomando sus instrucciones del Señor, como lo hizo José. Parece que José quería regresar a Belén de Judea, pero tuvo miedo de hacerlo cuando se enteró de que el hijo de Herodes reinaba en su lugar. Nuevamente Dios le dio instrucciones y regresó a Nazaret, donde vivían los padres de María (Mt. 2:22-23). José tomó sus decisiones de acuerdo a la voluntad de Dios.
Hombres, no tenemos derecho a pedir a nuestras esposas que se sometan a nosotros cuando expresamos arbitrariamente nuestras propias opiniones, afirmamos nuestras propias voluntades egoístas o hacemos lo que obviamente es mejor para nosotros solos. Pero cuando tenemos instrucciones claras de Dios que son mejores para todos los interesados y las compartirmos plenamente con nuestras mujeres, entonces ellas deben someterse sin dudarlo. Tenemos la obligación de guiarlas por el camino elegido por Dios, no por el nuestro. Debemos aprender a consultar al Señor sobre cada decisión, dedicar tiempo a la oración para buscar Su sabiduría, escudriñar la Palabra en busca de sus principios para guiarnos y esperar la firme seguridad de Su paz. Y si hay un deseo incuestionable de hacer sólo la voluntad de Dios, independientemente de nuestras preferencias personales, Él nos protegerá de cometer errores graves que traerán infelicidad a nuestras familias. Entonces nuestra mujer se sentirá libre de seguir nuestro liderazgo con seguridad y confianza. La confianza no es una respuesta fácil y automática. Debe desarrollarse, especialmente con aquellos que han sido profundamente heridos. Podemos ayudar a otros a construir una confianza más fuerte en nosotros mediante nuestro propio compromiso cada vez más profundo con la voluntad de Dios a través de la Palabra. Cuando ellas vean que estamos totalmente entregados a Él, podrán—deben—confiar en nosotros.
--------
De la serie: MATRIMONIOS DE LA BIBLIA