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2. SÍ, MI SEÑOR—La Historia de Abraham y Sara

Dios le dijo a Eva: “Tu deseo será para tu marido, y él se enseñoreará de ti” (Gn. 3:16). Esa fue parte de la carga que el pecado trajo sobre la mujer, y es interesante que la próxima relación importante entre marido y mujer en las Escrituras ilustra la sumisión de la mujer al gobierno de su marido. Los escritores del Nuevo Testamento elogian a Sara dos veces, una por su fe (He. 11:11) y otra por su sumisión a su marido (1 P. 3: 5- 6). El apóstol Pedro llegó a decir de ella como Sara obedecía a Abraham, llamándole señor.

No nos atreveríamos a decirle a nuestra mujer que nos llamara señor”. No, en nuestra cultura. Ella seguramente se reiría a carcajadas y publicaría la broma en las redes sociales—y eso si es que lo toma con humor. Pero en aquellos días era la forma en que Sara expresaba su sumisión ante su marido. Curiosamente, estos dos principios, la fe y la sumisión, en realidad van juntos. La sumisión de una esposa es básicamente fe en que Dios está obrando a través de su marido para lograr lo que es mejor para ella. Y esa es la historia de la vida de Sara con Abraham.

Observemos con cuidado las primeras semillas de la fe. La historia comenzó en la ciudad de Ur, una metrópolis próspera cerca de la antigua costa del Golfo Pérsico. Al menos un hombre sentía repulsión por la idolatría y el pecado de Ur, porque había llegado a conocer al único Dios vivo y verdadero. “Jehová había dicho a Abram: Vete de tu tierra y de tu parentela, y de la casa de tu padre, a la tierra que te mostraré. Y haré de ti una nación grande, y te bendeciré, y engrandeceré tu nombre, y serás bendición. Bendeciré a los que te bendijeren, y a los que te maldijeren maldeciré; y serán benditas en ti todas las familias de la tierra” (Gn. 12:1-3). Armado con esa poderosa promesa, Abraham se arriesgó y con su padre Taré, su sobrino Lot y su esposa Sara, comenzaron la larga caminata hacia el norte alrededor de la fértil media luna hasta la ciudad de Harán.

Mudarse no es divertido, especialmente cuando tu equipo de mudanzas es un camello o un burro, y especialmente cuando ni siquiera sabes a dónde exactamente te diriges “Por la fe Abraham, siendo llamado, obedeció para salir al lugar que había de recibir como herencia; y salió sin saber a dónde iba” (He. 11:8). Probablemente sea más difícil para una mujer que para un hombre. Sara no se menciona en ese versículo, pero su fe está ahí, tan firme como la de Abraham. Ella creía que Dios la sostendría durante el arduo viaje y le mostraría a su marido el lugar que había elegido para ellos.

Sara no era una mujer débil, sin ánimo. Sus padres la llamaban Sarai y los nombres tenían un significado en el mundo bíblico antiguo. El suyo significaba princesa. Puede haber descrito su gran belleza, a la que se hace referencia dos veces en el registro inspirado (Gn. 12:11,14). Probablemente también describía su excelente educación, su encanto majestuoso y sus modales amables. Cuando Dios le cambió el nombre a Sara, no eliminó la connotación principesca, sino que agregó la dignidad adicional de la maternidad. En ese contexto, se la llama “madre de naciones” (Gn. 17:15-16).

Sara era una mujer inteligente y capaz. Pero cuando se casó con Abraham tomó una decisión. Ella estableció como su misión en la vida la tarea de ayudar a su marido a cumplir los propósitos de Dios para él. Esto no fue debilidad. Era la voluntad de Dios para su vida: verdadera sumisión bíblica. Algunas esposas han saboteado sistemáticamente el plan de Dios para sus maridos porque no han estado dispuestas a creer en Dios y a confiar en Su sabiduría. Simplemente no confiarán en que Dios obrará a través de sus maridos para lograr lo mejor. Sienten que deben ayudar a Dios tratando de corregir y dominar a sus maridos.

Parece que el padre de Abraham se negó a continuar cuando llegaron a Harán. Era un adorador de ídolos (Jos. 24:2), y la ciudad de Harán le convenía muy bien para el resto de sus días. Retrasó los propósitos de Dios para Abraham, pero no pudo destruirlos. A la muerte de Taré, Abraham, que entonces tenía setenta y cinco años, partió de Harán hacia la tierra que Dios le había prometido (Gn. 12:4). Fue otro traslado a otro lugar desconocido, pero a su lado estaba Sara, mujer de sumisión y fe (Gn. 12:5). Los días venideros verían su fe y su sumisión severamente probadas.

Exploremos, en segundo lugar, las continuas luchas de la fe. La fe crece mejor bajo ataque. La persona que ora para que Dios le quite sus problemas puede estar pidiendo una vida espiritual enfermiza. A veces nuestra fe flaquea bajo el estrés, pero si admitimos el fracaso y aceptamos el perdón de Dios, incluso esos fracasos pueden contribuir a nuestro crecimiento espiritual. Tanto Abraham como Sara son elogiados por su gran fe en las Escrituras, pero sus fallas se registran para nuestra instrucción y ánimo.

La primera prueba se produjo poco después de que entraron en Canaán. Hubo hambre en la tierra y Abraham decidió dejar el lugar que Dios le había prometido y huir a Egipto (Gn. 12:10). Si hubiera consultado a Sara, ella podría haber señalado la estupidez de su decisión, pero como muchos hombres, él siguió adelante con sus planes sin considerar las dificultades que podrían causar. Demasiados hombres se niegan a pedir consejo a sus esposas. Creen que la jefatura les da la prerrogativa de hacer lo que quieran sin hablar de ello con su mujer y llegar a un acuerdo mutuamente aceptable. Temen que su mujer encuentre grietas en su lógica o expongan su egoísmo estrecho de miras. Así que avanzan con sus planes, y toda la familia sufre por ello.

Al acercarse a Egipto, esto pasó: “Y aconteció que cuando estaba para entrar en Egipto, dijo a Sarai su mujer: He aquí, ahora conozco que eres mujer de hermoso aspecto; y cuando te vean los egipcios, dirán: Su mujer es; y me matarán a mí, y a ti te reservarán la vida. Ahora, pues, di que eres mi hermana, para que me vaya bien por causa tuya, y viva mi alma por causa de ti” (Gn. 12:11-13). Fue un tributo a la belleza de Sara que a los sesenta y cinco años todavía era tan irresistible que Abraham pensó que los egipcios podrían intentar matarlo por ella. Y la belleza no estaba sólo en los ojos de Abraham. “Y aconteció que cuando entró Abram en Egipto, los egipcios vieron que la mujer era hermosa en gran manera. También la vieron los príncipes de Faraón, y la alabaron delante de él; y fue llevada la mujer a casa de Faraón” (Gn. 12:14-15). Si bien Abraham pensó que los egipcios podrían asesinarlo para conseguir a su mujer, estaba seguro de que lo tratarían como un invitado de honor si pensaban que era su hermano. Y resultó tener razón. Le dieron muchos animales y sirvientes por causa de ella (Gn. 12:16). Ahora, técnicamente, Sara era la hermana de Abraham, su media hermana (Gn. 20:12). Tales matrimonios no eran inusuales en ese día. Pero lo que le dijeron al Faraón era sólo una verdad a medias, y las verdades a medias son mentiras para Dios. Él no puede honrar el pecado.

¿Por qué Sara estuvo de acuerdo con su plan pecaminoso? ¿No es este un caso en el que la obediencia a Dios reemplazaría a la obediencia al marido? Una mujer no tiene la obligación de obedecer a su marido cuando la obediencia compromete la voluntad de Dios claramente revelada (Hch. 5:29). Sara podría haberse negado con justicia. Pero muestra cuán profunda era realmente su fe y sumisión. Sara creyó en la promesa de Dios de que Abraham se convertiría en el padre de una gran nación. Como todavía no tenía hijos, ella era prescindible, pero Abraham tenía que vivir y tener hijos aunque fuera con otra mujer.

Sara también pudo haber creído que Dios intervendría y la libraría antes de que la inmoralidad fuera necesaria. Eso sería bastante probable en vista del gran harén del faraón. También pudo haber creído que Dios la reuniría con su marido y los rescataría a ambos del poder de Faraón. Y porque ella creyó, se sometió. Dios podría haberlos protegido aparte del plan egoísta de Abraham, pero la fe de Sara en Dios y la sumisión a su marido todavía están bellamente ilustradas en esta narrativa del Antiguo Testamento. La verdadera prueba de la sumisión de una mujer puede llegar cuando ella sabe que su marido está cometiendo un error.

Es difícil imaginar a un hombre cayendo mucho más bajo que Abraham en esta ocasión. Incluso el rey pagano lo reprendió por lo que hizo (Gn. 12:18-20). Tristemente le falló a Sara, pero Dios le fue fiel. Honró su fe y la liberó. Dios nunca abandona a quienes confían en Él. Uno pensaría que la lección del cuidado soberano de Dios se habría grabado tan indeleblemente en el alma de Abraham después de esta experiencia que nunca volvería a comprometer a su mujer para protegerse a sí mismo. Pero lo hizo. Aproximadamente veinte años después hizo exactamente lo mismo con Abimelec, rey de Gerar (Gn. 20:1-8). Esto muestra cuán débiles y desleales pueden ser los fieles. Probablemente hay algunos pecados que pensamos que nunca volveremos a cometer, pero siempre debemos estar atentos, porque ahí es exactamente donde Satanás nos atacará. Lo asombroso es que Sara se sometió nuevamente en esa ocasión posterior, y que Dios la liberó nuevamente, otra evidencia de su fe y la fidelidad de Dios.

La siguiente gran tensión en su fe se revela en esta declaración: Sarai mujer de Abram no le daba hijos (Gn. 16:1). Dios pronto cambiaría el nombre de Abram por el de Abraham, de padre exaltado a padre de multitud. ¿Cómo podía Abraham ser padre de una multitud si no tenía un hijo? Ahora era el turno de Sara de idear un ingenioso plan. Ofreció a su esclava egipcia, Agar, para que Abraham pudiera tener un hijo con ella. Debemos admitir que su sugerencia reveló su creencia en que Dios cumpliría Su palabra y le daría un hijo a Abraham. Obviamente, fue motivada por su amor por Abraham y su deseo de que él tuviera ese hijo. Y compartir a su marido con otra mujer habría sido uno de los sacrificios más grandes que podía hacer. Pero no era el camino de Dios. Fue otra solución carnal. Y los caminos de Dios son siempre los mejores, incluso cuando está reteniendo lo que creemos que necesitamos en este momento.

Con demasiada frecuencia, conscientes del tiempo, nos resentimos por las largas demoras de Dios y tomamos el asunto en nuestras propias manos, por lo general para nuestra gran angustia. Si pudiéramos aprender a seguir confiando en Él cuando nuestra situación parece más sombría, nos ahorraríamos mucho dolor.

Este pecado impulsivo tuvo su efecto en la relación entre Abraham y Sara. Agar quedó embarazada y finalmente se volvió orgullosa e ingobernable. Sara culpó a Abraham por todo el problema cuando en realidad fue idea suya. Luego trató con dureza a Agar, y su crueldad puso al descubierto la amargura y el resentimiento de su alma. Mientras tanto, Abraham eludió su deber. Debería haber dicho No al plan pecaminoso de Sara en primer lugar. Pero ahora él le dijo que manejara el problema ella misma, que hiciera lo que ella quisiera, pero que dejara de fastidiarlo por eso (Gn. 16:6).

Es difícil para una esposa estar sujeta a un hombre que evita los problemas, pospone las decisiones y elude sus responsabilidades. No hay nada a lo que someterse, ningún liderazgo a seguir. Una esposa no puede ayudar a su marido a cumplir las metas de Dios para su vida cuando ni siquiera sabe cuáles son sus metas.

Incluso los grandes hombres y mujeres de fe tienen momentos de infidelidad. Y ningún momento así fue peor para Abraham y Sara que cuando se rieron de Dios. Ambos lo hicieron. Dios le dijo a Abraham que bendeciría a Sara y la haría madre de naciones. De ella vendrían reyes de pueblos. Abraham se postró sobre su rostro y se rió y dijo: “¿Le nacerá un niño a un hombre de cien años? ¿Y Sara, que tiene noventa años, dará a luz un hijo? (Gn. 17:17). Abraham intentó que Dios aceptara a Ismael como su heredero, pero Dios dijo: “Ciertamente Sara tu mujer te dará a luz un hijo, y llamarás su nombre Isaac; y confirmaré mi pacto con él como pacto perpetuo para sus descendientes después de él” (Gn. 17:19).

El turno de Sara fue el siguiente. El Señor se apareció a Abraham en la persona de un visitante de su tienda, y Sara lo escuchó decir: “De cierto volveré a ti; y según el tiempo de la vida, he aquí que Sara tu mujer tendrá un hijo. Y Sara escuchaba a la puerta de la tienda, que estaba detrás de él” (Gn. 18:10). Ella estaba escuchando a la puerta de la tienda y se rió para sí misma, diciendo: ¿Después que he envejecido tendré deleite, siendo también mi señor ya viejo? (Gn. 18:12). Por cierto, así fue como Pedro supo que ella lo llamaba señor. La sumisión estaba allí, pero su fe flaqueaba. Las luchas de la fe son reales y todos las experimentamos. Los dardos de la duda de Satanás parecen volar en nuestra dirección la mayor parte del tiempo, y nosotros también podemos sentirnos tentados a reírnos con escepticismo ante la sola idea de que Dios resuelva nuestros espinosos problemas.

Pero gracias a Dios por el triunfo final de la fe. El punto de inflexión en su fe en lucha ocurrió durante ese último encuentro con el Señor. ¿Por qué se ha reído Sara diciendo: ¿Será cierto que he de dar a luz siendo ya vieja? ¿Hay para Dios alguna cosa difícil?” (Gn. 18:13-14). Ese conmovedor desafío traspasó sus corazones vacilantes, y la fe se reavivó, fuerte y firme. Hubo ese breve revés en Gerar (Gn. 20:1-8). Pero básicamente las cosas fueron diferentes a partir de ese momento.

De Abraham, el apóstol Pablo escribió: Y no se debilitó en la fe al considerar su cuerpo, que estaba ya como muerto (siendo de casi cien años , o la esterilidad de la matriz de Sara. Tampoco dudó, por incredulidad, de la promesa de Dios, sino que se fortaleció en fe, dando gloria a Dios, plenamente convencido de que era también poderoso para hacer todo lo que había prometido” (Ro. 4:19-21).

Acerca de Sara, el escritor de Hebreos declaró: “Por la fe también la misma Sara, siendo estéril, recibió fuerza para concebir; y dio a luz aun fuera del tiempo de la edad, porque creyó que era fiel quien lo había prometido” (He. 11:11). Su fe fue recompensada; Sara tuvo un hijo y lo llamaron Isaac, que significa risa. Y Sara nos dijo por qué le pusieron ese nombre: “Dios me ha hecho reír; y todo el que lo oyere, se reirá conmigo ”(Gn. 21:6). Su risa de duda se había convertido en una risa de alegría triunfante, y podemos compartir su alegría con ella.

Todavía habría problemas para Abraham y Sara. La vida de fe nunca está libre de obstáculos. Agar e Ismael todavía estaban alrededor para burlarse de Isaac. Y Sara se molestó por eso. Cuando vio a Ismael burlándose de su pequeño Isaac, pareció perder el control de sí misma. Se apresuró a acudir a Abraham y le exigió airadamente: “Echa a esta sierva y a su hijo, porque el hijo de esta sierva no ha de heredar con Isaac mi hijo” (Gn. 21:10). ¿Podría ser esta la misma mujer a la que se ensalza en el Nuevo Testamento por su sumisión y obediencia? Sí, lo es. La sumisión sana no prohíbe la expresión de opiniones. Esa es una sumisión enferma, generalmente motivada por una baja autoestima (“mis opiniones no valen nada”), por el miedo a las circunstancias desagradables (“quiero la paz a cualquier precio”), o por eludir responsabilidades y dejar que otra persona tome la decisión; (no quiero que me culpen).

Sara al menos dijo lo que tenía en mente. Y además, ¡tenía razón! Molestarse no estaba bien. Pero Ismael no iba a ser heredero con Isaac, y Dios quería que dejara la casa. Dios le dijo a Abraham que escuchara a Sara y que hiciera lo que ella decía (Gn. 21:12). Pensemos en esto: aunque Sara se impacientó, Dios quería que Abraham escuchara su consejo. En este caso, Dios usó a Sara para corregir a su marido, para aconsejarlo, para madurarlo, para ayudarlo a resolver los problemas y señalarle la decisión adecuada. Para eso están los ayudantes, y Sara estuvo a la altura.

Algunos maridos hacen que sus esposas se sientan como ignorantes, cuyas ideas son ridículas y cuyas opiniones no valen nada. El marido que hace eso es el verdadero ignorante. Se ha perdido lo mejor de Dios para él. Si una mujer le dice a su marido que hay un problema en su matrimonio, Dios quiere que él la escuche: escuche su evaluación de la situación, escuche los cambios que cree que deberían hacerse, escuche cuando ella trata de compartir sus sentimientos y sus necesidades, para que el marido luego haga algo constructivo al respecto. Uno de los problemas que prevalecen en los matrimonios cristianos hoy en día es que los maridos son demasiado orgullosos para admitir que algo anda mal y son demasiado tercos para hacer algo al respecto. Dios puede querer iluminarlos a través de sus esposas.

La esclava y su hijo finalmente fueron despedidos. Ismael ya tenía la edad suficiente para mantener a su madre, y Dios le dio destreza con el arco (Gn. 21:20). Y con ese irritante malcriado eliminado, este pequeño y feliz trío familiar disfrutó de un momento de fe y compañerismo sin obstáculos. Pero la prueba más severa para su fe aún estaba por llegar. “Aconteció después de estas cosas, que probó Dios a Abraham, y le dijo: Abraham. Y él respondió: Heme aquí. Y dijo: Toma ahora tu hijo, tu único, Isaac, a quien amas, y vete a tierra de Moriah, y ofrécelo allí en holocausto sobre uno de los montes que yo te diré” (Gn. 22:1-2). Era una prueba muy inusual. El nombre de Sara no aparece en este capítulo, pero ciertamente sabía lo que estaba pasando. Probablemente les ayudó a prepararse para el viaje. Vio la leña, el fuego y el cuchillo; vio a su hijo Isaac, y vio a Abraham, con una mirada de agonía grabada en su frente curtida. Pero no vio ningún animal para el sacrificio. La Escritura dice que Abraham creía que Dios incluso podía resucitar a Isaac de entre los muertos (He. 11:19). Sara debió haberlo creído también.

Los vio desaparecer en el horizonte, y aunque su corazón maternal se rompía, no pronunció una palabra de protesta. Esto último es digno de destacar como el rasgo más distintivo de esta excepcional mujer. No se adjudicó como la única propietaria de Isaac”. Es MÍ hijo. No te dejaré llevártelo. 

Esta, probablemente, fue su mayor muestra de fe en Dios y sumisión a la voluntad y el propósito de su marido. “Porque así también se ataviaban en otro tiempo aquellas santas mujeres que esperaban en Dios, estando sujetas a sus maridos; como Sara obedecía a Abraham, llamándole señor; de la cual vosotras habéis venido a ser hijas, si hacéis el bien, sin temer ninguna amenaza” (1 P. 3:5-6). Una esposa cristiana no necesita tener miedo a la sumisión cuando su esperanza está en Dios. Él será fiel a Su Palabra y usará su obediencia para lograr lo mejor para ella.

Sara fue una de esas mujeres de las que habló el rey Lemuel, que hizo bien a su marido y no mal todos los días de su vida (Pr. 31:12). Una mujer sólo puede ser ese tipo de esposa cuando cree que nada es demasiado difícil para Dios, y cuando cree que Dios puede usar incluso los errores de su marido para glorificarse y bendecir sus vidas. Y un hombre sólo puede ser digno de una mujer tan sumisa cuando ha aprendido a seguir las instrucciones de Dios en lugar de perseguir sus propias metas egoístas. Él sabe que no tiene superioridad para garantizar su posición de liderazgo. Le es dada por Dios. De modo que lo acepta como un encargo sagrado y lo cumple con total sumisión a su Señor y consideración desinteresada por su esposa y lo que es mejor para ella.

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De la serie: MATRIMONIOS DE LA BIBLIA