La luna de miel es un tiempo maravilloso. La palabra en sí misma gotea virtualmente con la frescura y la emoción del amor joven. El término parece haber sido acuñado para transmitir la idea de que la primera luna—o primera treintena de días de matrimonio—es la más dulce y satisfactoria. Pero no es exactamente así como debería ser. A Dios le agradaría que nuestros matrimonios mejoraran con el paso del tiempo. Cada nuevo mes debería ser más dulce y satisfactorio que el anterior. Desafortunadamente, algunos matrimonios han resultado tal como lo indica la frase luna de miel: el primer mes fue el mejor y desde ahí todo ha ido cuesta abajo. Tal vez podamos revertir esta tendencia estudiando la Palabra de Dios.
La Escritura no lo dice específicamente, pero pareciera ser que la luna de miel duró mucho más que un mes para Adán y Eva.
Sólo Dios sabe cuántos meses o años de puro éxtasis hubo entre los capítulos dos y tres del Génesis. Pero ninguna relación humana superó a la de ellos en aquellos primeros días de pura alegría y éxtasis. El de Adán y Eva fue, sin duda, el matrimonio perfecto por un buen tiempo.
Considerémoslo por un momento. Si alguna vez se hizo un matrimonio en el cielo, este fue. Fue perfectamente planeado y perfectamente ejecutado por un Dios perfecto. Primero creó a Adán (Gn. 2:7). Moldeado por el Maestro Creador, Adán sin duda tenía un físico impecable y rasgos robustos y hermosos. Y fue creado a la imagen de Dios (Gn. 1:27). Eso significa que tenía una personalidad semejante a la de Dios: intelecto, emociones y voluntad perfectos. Poseía una mente brillante, no disminuida por el pecado. Tenía emociones impecables, incluido el amor tierno y totalmente desinteresado, el amor de Dios mismo. Y tenía una voluntad que estaba en completa armonía con los propósitos de su Creador. Mujeres, ¿no les gustaría tener un hombre así? ¡Física, mental, emocional y espiritualmente perfecto!
Pero veamos qué lo que se nos dice sobre Eva. “Entonces Jehová Dios hizo caer sueño profundo sobre Adán, y mientras éste dormía, tomó una de sus costillas, y cerró la carne en su lugar. Y de la costilla que Jehová Dios tomó del hombre, hizo una mujer, y la trajo al hombre” (Gn. 2:21-22). Adán debió haber mirado a Eva con asombro y aprecio. Este fue el genio creativo de Dios en su máxima expresión, gracia y belleza inmaculadas, pura belleza de rostro y forma. Creada por la mano de Dios mismo, Eva tuvo que ser la mujer más hermosa que jamás haya caminado sobre la faz de la tierra. Y al igual que Adán, fue creada a imagen de Dios. Su mente, emociones y voluntad no se vieron afectadas por el pecado. ¿Qué hombre no querría una mujer así?
Adán reconoció de inmediato su similitud con él. “Dijo entonces Adán: Esto es ahora hueso de mis huesos y carne de mi carne; ésta será llamada Varona, porque del varón fue tomada” (Gn. 2:23). Parece que sin ninguna revelación especial de Dios, Adán intuitivamente supo que Eva fue hecha de él; ella era parte de él; ella era su igual; ella era su complemento y contraparte. La llamó “mujer-hombre”. La atrajo hacia él con tierno amor. Ella puso fin a su soledad y llenó su vida de felicidad. Ella era exactamente lo que él necesitaba. Y a ella nada le dio más satisfacción que la seguridad de que su marido la necesitaba tanto. ¡Qué placer tan intenso e indescriptible encontraron en la compañía del otro! ¡Cómo se amaban!
Su hogar estaba ubicado en Edén, el lugar perfecto (Gn. 2: 8). La palabra Edén significa “deleite”, y fue delicioso. Bien regado por la fuente de cuatro ríos, el Edén era un delicioso paraíso verde, cubierto con todo lo bello y comestible que crecía allí (Gn. 2:9-10). Cultivaron la tierra, pero como no tenían cardos ni malas hierbas con las que lidiar, su trabajo fue totalmente agradable y sin esfuerzo. Uno al lado del otro vivían y trabajaban en perfecta armonía, compartiendo un sentido de interdependencia mutua, disfrutando de una libertad de comunión y comunicación, poseyendo un afecto profundo que unía sus espíritus. Eran inseparables.
Había un orden de autoridad en su relación. Adán fue formado primero, luego Eva, como el apóstol Pablo tuvo cuidado de mencionar (1 Ti. 2:13). Y Eva fue hecha para Adán, no Adán para Eva, como también señaló Pablo (1 Co. 11: 9). Ella era su ayudante (Gn. 2:18), y para ser una ayuda eficaz tenía que compartir toda la vida con él. Ella estaba con él cuando Dios dio el mandato de sojuzgar la tierra y tener dominio sobre ella y, en consecuencia, compartió esa asombrosa responsabilidad por igual con su esposo (Gn. 1:28). Hizo todo lo que se esperaría que hiciera una ayudante. Ella lo alentó, lo acompañó y lo inspiró, y lo hizo con un espíritu de dulce sumisión. Adán nunca sintió resentimiento por su ayuda, ni siquiera por sus presencia. Después de todo, por eso Dios se la dio. Eva tampoco estaba resentida por el liderazgo de Adán, porque la actitud de él nunca estuvo teñida de superioridad o explotación. ¿Cómo podía ser de otra manera? Su amor fue perfecto. Ella era alguien especial para él y la trataba como tal.
La Palabra de Dios dice: “Y estaban ambos desnudos, Adán y su mujer, y no se avergonzaban” (Gn. 2:25). Fue una relación de perfecta pureza e inocencia. No había pecado en ellos. No hubo contienda entre ellos. Estaban en paz con Dios, en paz consigo mismos y en paz el uno con el otro. Este fue verdaderamente el matrimonio perfecto. Este era el paraíso. Cómo desearíamos que hubiera durado, que pudiéramos experimentar el mismo grado de felicidad conyugal que Adán y Eva disfrutaron en esos gloriosos días. Pero sucedió algo.
El relato bíblico nos lleva, en segundo lugar, a la entrada del pecado. El sutil tentador que se acercó a Eva en este episodio fue Satanás usando el cuerpo de una serpiente como su instrumento (Ap. 12:9). Su primer acercamiento fue cuestionar la Palabra de Dios. “¿Conque Dios os ha dicho: No comáis de todo árbol del huerto?” (Gn. 3:1). Después de cuestionar la Palabra de Dios, la negó rotundamente: “¡Ciertamente no moriréis!” declaró dogmáticamente (Gn. 3:4). Finalmente, ridiculizó a Dios y distorsionó descaradamente Su Palabra: “Sabe Dios que el día que comáis de él, serán abiertos vuestros ojos, y seréis como Dios, sabiendo el bien y el mal” (Gn. 3:5). Conocerían el bien y el mal, pero no serían como Dios. En realidad, lo contrario sería cierto. La semejanza con Dios que disfrutaban quedaría estropeada. Los métodos de Satanás no han cambiado mucho a lo largo de los siglos. Los conocemos bien: las dudas, las distorsiones, las negaciones. Sin embargo, también nosotros somos víctimas de ellos. Podemos identificarnos con Eva en su momento de debilidad. Sabemos lo que es ceder a la tentación.
Satanás usó el árbol del conocimiento del bien y del mal para realizar su siniestra obra. Dios había colocado ese árbol en el jardín para que fuera el símbolo de la sumisión de Adán y Eva a Él (Gn. 2:17), pero Satanás a veces incluso usa cosas buenas para desviarnos de la voluntad de Dios. “Y vio la mujer que el árbol era bueno para comer, y que era agradable a los ojos, y árbol codiciable para alcanzar la sabiduría; y tomó de su fruto, y comió; y dio también a su marido, el cual comió así como ella” (Gn. 3:6). Eva fue tentada en las tres áreas principales enumeradas en 1 Juan 2:16. (1) La lujuria de la carne: “bueno para comer”. (2) La concupiscencia de los ojos: “agradable a los ojos”. (3) El orgullo de la vida: “codiciable para alcanzar la sabiduría”. Estas son las mismas áreas que Satanás siempre usa para apartarnos de Dios y enemistarnos entre nosotros: el deseo de gratificar nuestros sentidos físicos, el deseo de tener cosas materiales y el deseo de impresionar a las personas con nuestra importancia.
En lugar de huir de la tentación, como nos exhorta la Escritura, Eva coqueteó con ella. Tenía todo lo que una persona podría desear en la vida, pero se quedó allí y permitió que su mente meditara en lo único que no tenía hasta que se convirtió en una obsesión para ella y llevó su feliz luna de miel a un final infeliz. Ese mismo tipo de codicia viciosa ha puesto fin a muchas lunas de miel desde entonces. Los maridos a veces malgastan el dinero de su trabajo en equipos recreativos, pasatiempos, automóviles o ropa. Las esposas a veces impulsan a sus maridos a ganar más dinero para que puedan tener cosas más grandes, mejores y más caras. Y las posesiones materiales de este mundo abren una brecha entre ellos. Cuando permitimos que nuestra mente codicie las cosas materiales, Dios lo llama idolatría (Col. 3: 5), y nos ordena que huyamos de ella: “Por tanto, amados míos, huid de la idolatría” (1 Co. 10:14).
Pero Eva no huyó. “Tomó de su fruto, y comió” (Gn. 3: 6). El texto no es claro, pero las palabras “y dio también a su marido” podrían implicar que Adán la vio hacerlo. No tenemos idea de por qué no trató de detenerla, o por qué no se negó a seguirla en su pecado. Pero sí sabemos que falló lamentablemente. Él se olvidó de proporcionar el liderazgo espiritual que Dios quería que él proporcionara y, en cambio, dejó que ella lo condujera al pecado. ¡Qué poderosa influencia tiene una mujer sobre su hombre! Puede usarla para desafiarlo a nuevas alturas de logros espirituales, o puede usarla para arrastrarlo a las profundidades de la vergüenza. Dios le dio Eva a Adán para que fuera su ayuda, pero el corazón codicioso de la mujer lo destruyó.
Juntos esperaron las nuevas delicias de la sabiduría divina que Satanás les había prometido. En cambio, un horrible sentimiento de culpa y vergüenza se apoderó de ellos. Sus espíritus murieron en ese mismo momento (Gn. 2:17), y sus cuerpos físicos comenzaron el lento proceso de descomposición que estropearía la hermosa obra de Dios y terminaría finalmente en la muerte física. El apóstol Pablo estaba hablando de la muerte física cuando dijo: “Por tanto, como el pecado entró en el mundo por un hombre, y por el pecado la muerte, así la muerte pasó a todos los hombres, por cuanto todos pecaron” (Ro. 5:12). Así es con el pecado. Promete mucho y ofrece tan poco. Promete libertad, sabiduría y placer, pero sólo entrega esclavitud, culpa, vergüenza y muerte.
De repente, su desnudez se convirtió en un símbolo de su pecado (Gn. 3:7). Los expuso abiertamente a los ojos penetrantes del Dios santísimo. Intentaron cubrir sus cuerpos con hojas de higuera, pero no fue aceptable. Más tarde, Dios revelaría que la única cobertura adecuada para el pecado implicaría el derramamiento de sangre (Gn. 3:21; Lv. 17:11; He. 9:22).
Esto nos lleva, finalmente, a las dolorosas secuelas. El pecado va acompañado de consecuencias desastrosas, estemos o no dispuestos a aceptar la culpa. Adán culpó a Eva y a Dios por su parte en la tragedia: “La mujer que me diste por compañera me dio del árbol, y yo comí” (Gn. 3:12). Eva dijo que el diablo la obligó a hacerlo (Gn. 3:13). De la misma manera, podemos intentar culpar a otras personas de nuestros problemas matrimoniales. “Si ella dejara de regañar, yo podría…” “Si él fuera más considerado, yo podría…” Pero Dios los responsabilizó a ambos, al igual que nos hace a cada uno responsable de nuestra parte de la culpa. Siempre hay algo de culpa en ambos lados. Dios quiere que lo enfrentemos directamente, no que lo eludamos.
Las consecuencias fueron más de las que Adán y Eva pudieron soportar. Para Eva, el dolor del parto sería un recordatorio recurrente de su pecado. Además de eso, experimentaría un anhelo insaciable por su marido, un deseo penetrante de su tiempo, su atención, su afecto y su seguridad. Su necesidad sería tan grande que su esposo pecador rara vez estaría dispuesto a satisfacerla.
Y finalmente, la autoridad que Adán poseía sobre Eva desde la creación fue fortalecida por la palabra enseñorear. “Y él se enseñoreará de ti” (Gn. 3:16). En manos de un hombre pecador, esta regla rápidamente degeneraría en una dominación dura y despiadada sobre ella: desprecio por sus sentimientos y desdén por sus opiniones. Sin duda, Eva se irritaba a regañadientes por el aguijón de su pecado cuando Adán se alejaba más de ella, le prestaba menos atención y se preocupaba por otras cosas. La amargura, el resentimiento y la rebelión comenzaron a asentarse en su alma.
Para Adán, cultivar la tierra se convirtió en una tarea tediosa e interminable. La ansiedad por su capacidad para mantener a su familia se sumó a su agitación e irritabilidad y lo hizo menos comprensivo a las necesidades de su esposa. Como resultado, el conflicto entró en el hogar. El pecado siempre trae tensión, contienda y conflicto. Y nunca fue tan dolorosamente obvio para Adán y Eva como cuando estuvieron junto a la primera tumba en la historia de la humanidad. Su segundo hijo había perdido la vida a manos de su primogénito. ¡La luna de miel había terminado!
Esta sería la historia más triste jamás contada si no fuera por un glorioso rayo de esperanza mediante el cual Dios iluminó las tinieblas. Hablando a Satanás, dijo: “Pondré enemistad entre ti y la mujer, y entre tu simiente y la de ella; Él te herirá en la cabeza, y tú le herirás en el calcañar ”(Gn. 3:15). Dios prometió que la simiente de la mujer, un niño nacido en la raza humana, destruiría las obras del diablo, incluido el caos que había causado en el hogar de Adán y Eva. Esta es la primera profecía bíblica del Redentor venidero. ¡Y ahora ha venido! Ha muerto por los pecados del mundo. Su sangre perfecta es una cobertura satisfactoria de los pecados de todo ser humano que confíe en él. Él ofrece perdonarnos libremente y restaurarnos a Su favor. Y Él pone a nuestra disposición Su fuerza sobrenatural para ayudarnos a vivir por encima de nuestro pecado.
Incluso puede ayudarnos a superar las consecuencias del pecado en nuestro matrimonio. Puede dar a los maridos el mismo amor tierno y la misma consideración desinteresada que Adán tenía por Eva antes de que pecaran. Él puede dar a las esposas la misma ayuda alentadora y dulce sumisión que tuvo Eva hacia Adán antes de la caída. En otras palabras, la luna de miel puede comenzar de nuevo. Pero primero debemos asegurarnos de que el Señor Jesucristo es nuestro Salvador, y de que estamos en buena relación con Él. No hay esperanza de que una relación matrimonial se convierta en todo lo que puede ser hasta que tanto el marido como la mujer tengan la seguridad del perdón y la aceptación de Dios. Esta seguridad sólo se puede experimentar cuando hemos reconocido nuestro pecado y depositado nuestra confianza en el sacrificio perfecto de Jesucristo en el Calvario para la liberación de la condenación eterna que nuestro pecado merece.
Si tienes alguna duda acerca de tu salvación, resuélvela ahora. Con toda seriedad y sinceridad, ora algo como esto: “Señor, te reconozco mi pecado. Creo que Jesucristo murió para liberarme de la culpa del pecado, el castigo del pecado y el control del pecado sobre mi vida. Aquí y ahora pongo mi confianza en Él como mi Salvador personal del pecado y lo recibo en mi vida. Gracias, Señor Jesús, por venir a mi vida y perdonar mi pecado”. Cuando hayas tomado esta decisión y orado con tus propias palabras una oración así, el camino estará despejado para que Dios llene tu corazón con Su ternura y amor, quite tu egoísmo, resentimiento y terquedad, y te dé una preocupación abnegada por las necesidades de tu cónyuge, como una vez, hace mucho tiempo la tuviste. Aún puedes disfrutar de un pequeño trozo del paraíso en tu matrimonio. Que no sea por ti que no lo obtengas. Da el paso.
--------
De la serie: MATRIMONIOS DE LA BIBLIA