Sabemos cuánto poder tiene la codicia, uno de los pecados de la carne. Eva codició el fruto. David codició la esposa de Urías. ¿Hay alguno que no sepa que la codicia puede surgir de repente en nuestros corazones? Pensamos, por ejemplo, que no podemos vivir si no satisfacemos nuestros deseos sexuales con cierta persona. Esta lujuria surge de vez en cuando en nuestra sangre, tiene una fuerza dominante que no está dispuesta a confinarse dentro de los mandamientos de Dios, y engendra pecado tras pecado: “... y del pecado, cuando llega a su completo desarrollo, nace la muerte” (Stg 1:15). Da a luz el adulterio, el robo, el asesinato.
El poder de los deseos sensuales, cuando las personas se entregan a ellos, puede hacer que estén tan ciegas que no tengan en cuenta los mandamientos de Dios. La consecuencia es la desenfrenada indulgencia sexual, las relaciones pre maritales y extramaritales, o las relaciones homosexuales. En el día de hoy tal conducta se da por aceptada. Pero el juicio de Dios está contra ese pecado, pues la Escritura dice: “...porque Dios juzgará a los que cometen inmoralidades sexuales y los que cometen adulterio” (He 13:4b). “...Pues ya saben que quien comete inmoralidades sexuales, o hace cosas impuras, o es avaro... no puede tener parte en el reino de Cristo y de Dios. Que nadie los engañe con palabras huecas, porque precisamente por estas cosas viene el terrible castigo de Dios sobre aquellos que no le obedecen” (Ef 5:5-6). Ellos llorarán y se lamentarán en el reino de Satanás, el reino del tormento.
El enemigo sabe esconder la maldición que vendrá contra el que cae en la indulgencia, en la lujuria. Y hace que uno trate de justificar los deseos de la carne diciendo: “Dios, el Creador, ha puesto este deseo en mi sangre; tengo que satisfacerlo; de otro modo, no tendré una personalidad bien formada”. En realidad, el caer en la lujuria conduce a la ruina. Ciertamente, nuestra capacidad sexual corresponde a la creación de Dios, y cuando la utilizamos teniendo en mente la santidad de Él, con disciplina según sus mandamientos, experimentamos sus bendiciones. Pero difícilmente podría haber otro don de Dios que sea tan mal empleado como éste. En este caso, el diablo halla una puerta abierta. Pensamos que el hecho de ser complacientes con nuestros deseos nos proporcionará la felicidad que anhelamos, pero, aparte del Creador, y en desobediencia a Él, la lujuria nos conducirá a la ruina por cuanto nos somete al dominio de Satanás.
Las consecuencias de satisfacer nuestros deseos de tomar bebidas alcohólicas, ingerir drogas o usar mal el sexo son horribles. Si así lo hacemos, experimentaremos la decadencia de nuestros cuerpos en el sentido literal de estas palabras. Muchos adictos a las drogas mueren por sobredosis, o van a parar a instituciones mentales. Las personas quieren “gozar la vida”; así que se toman la copa de veneno que el enemigo les ofrece. El cuerpo y el alma se envenenan; ellas tienen que sufrir y finalmente son destruidas tanto en la vida terrenal como en el otro mundo donde irán al horrible tormento.
Esto es una ley, porque el pecado siempre engendra la muerte. Pensamos que satisfaciendo el apetito sexual, estamos consiguiendo más vida, pero en realidad, lo que obtenemos es la muerte. Esto se revelará de una forma terrible en la eternidad. Se podrá ver en el cuerpo la medida en que se ha cedido a los deseos, y algunos despertarán “para la vergüenza y el horror eternos” (Dn 12:2). En el infierno, sus miembros que se entregaron al pecado (la lengua del hombre rico, por ejemplo, en Lucas 16:19-24) arderán siempre sin consumirse. Los deseos continuarán ardiendo en el cuerpo, pero en lugar de satisfacción, traerán terrible tormento.
No importa cuán alto sea el precio, el factor pecaminoso que nos conduce hacia la complacencia de nuestros deseos y la fornicación, tiene que ser sentenciado a muerte aquí en la tierra. Tenemos que apartarnos de él y comenzar a pelear la batalla de la fe hoy mismo, pues nunca sabemos si el mañana llegará. Si pasamos de repente a la otra vida, hoy mismo podríamos hallarnos sufriendo angustia, tortura y tormento en el reino de las tinieblas.
La Palabra de Dios nos advierte con respecto a las relaciones sexuales fuera del matrimonio y condena agudamente toda clase de homosexualidad. “...quienes siguen los malos deseos: cometen inmoralidades sexuales, hacen cosas impuras y viciosas...los que así se portan no tendrán parte en el reino de Dios” (Gl 5:19-21). “... pues en el reino de Dios no tendrán parte los que cometen inmoralidades sexuales, ni los idólatras, ni los que cometen adulterio, ni los hombres que tienen trato sexual con otros hombres...” (1 Co 6:9-10). “Huyan, pues, de la inmoralidad sexual... el que comete inmoralidades sexuales, peca contra su propio cuerpo. ¿No saben ustedes que su cuerpo es el templo del Espíritu Santo que Dios les ha dado y que el Espíritu Santo vive en ustedes? Ustedes no son sus propios dueños, porque Dios los ha comprado por un precio. Por eso deben honrar a Dios en el cuerpo” (1 Co 6:18-20).
No podemos tolerar la lujuria en ningún aspecto de nuestras vidas. Debemos ponerlo de manifiesto de inmediato, confesarlo y renunciar a él. Tenemos que romper con este pecado, de otro modo, Satanás nos retendrá en sus cadenas y no podremos liberarnos. Pero eso no es todo lo necesario. Como estos impulsos están tan profundamente arraigados en nosotros, tenemos que comenzar una batalla diaria de oración y alabanza al poder redentor de la sangre de Jesús sobre nuestra sangre llena de pecado. Parte de esta batalla de oración es que enfrentamos con fe el clamor del corazón –“Quiero vivir y satisfacer mis deseos”– con una decisión bien clara: “Quiero morir a la lujuria; quiero estar crucificado con Jesús y resucitar con Él a vida nueva y heredar la gloria”.
¿Hay alguna otra forma para llegar a la vida llena de felicidad que todos anhelamos a no ser por el morir? Aun en la naturaleza vemos esta ley en acción. “¡Muere y vuelve a la vida!” Toda clase de vida surge de la muerte. ¿Podría haber otro modo para los hombres que estamos cargados de pecado y culpa?
El primer paso a ser dado es en el área de los pensamientos. La lujuria tiene que ser enfrentada y combatida inmediatamente, tan pronto como aparece en los pensamientos. Hay personas que son atormentadas frecuentemente por pensamientos, sentimientos y fantasías impuras aun en sus sueños. Lo siguiente puede ser nuestra guía práctica: no lea nada en los periódicos, ni vea nada en la televisión, ni oiga nada por radio que pueda alimentar pensamientos, sentimientos o fantasías impuros y lujuriosos. Si no abandonamos estas cosas, no llegaremos a ser libres. Tendremos que cosechar lo que hemos sembrado al permitir que todas estas cosas entren a nuestro corazón y pensamientos. En la vida aquí nos atormentan y no nos quieren soltar, y un día nos esperará un terrible castigo.
Pero cualquiera que radicalmente rehúse mirar cosas impuras, u oírlas y siempre clame para que la sangre del Cordero limpie sus sentimientos y pensamientos, llegará a ser libre.
Esto también es cierto cuando nuestros deseos y concupiscencias van dirigidos a personas del mismo sexo. También no debemos dejarnos engañar por los argumentos del enemigo, como el de hacernos creer que la amistad íntima con una persona casada es permitida, por cuanto su cónyuge no le ofrece lo que necesita; las necesidades de la persona justifican la situación y así sucesivamente. Tenemos que desenmascarar esta tentación, y luego, en la práctica evitar reuniones en que podríamos encontrarnos con dicha persona,
aunque sea doloroso tal sacrificio. O si es necesario tenemos que romper cartas o fotografías, si estas cosas siempre nos atan a esa persona y nos hacen codiciarla.
El mismo Jesús nos dice cuán importante es pelear una batalla radical que produzca resultados para la eternidad. Él nos exhorta a que, si un ojo nos es ocasión de caer, lo saquemos. Pero luego de esta exhortación, viene una declaración aún más cortante: “...es mejor que pierdas una sola parte de tu cuerpo, y no que todo cuerpo sea arrojado al infierno” (Mt 5:29). El castigo para el inmoral y adúltero de que habla tan seriamente la Epístola a los Efesios 5:5-6, es la condenación en el infierno, donde los condenados serán atormentados por Satanás.
Por esa razón, si estamos encadenados por el pecado, tenemos que oír la advertencia de Jesús: “...teman más bien al que puede darles muerte (a Dios, el Juez) y también puede destruirlos para siempre en el infierno” (Mateo 10:28).
Tenemos que apartarnos radicalmente de la codicia, que es una transgresión contra los mandamientos de Dios. En la sangre del Cordero hay poder para liberarnos de las cadenas del pecado. El nombre de Jesús es Redentor y en realidad, nos redimirá de las cadenas del pecado que nos atan a Satanás. Cualquiera que, con fe en Jesús, actúe contra estos deseos, experimentará que El vino a darnos vida y completa satisfacción. Él se encargará de desarrollar plenamente todas las capacidades de nuestro cuerpo, alma y espíritu. Nos hará completamente felices. Nos dará el fulgor divino de una personalidad amorosa, feliz y natural. Jesús es la esencia de la vida. Sólo Él puede darnos la plenitud de vida en Él. Esa es la razón por la cual debemos actuar según Sus palabras: renunciar a todo; es decir, abstenernos de lo que deseamos y anhelan nuestros impulsos lujuriosos; abandonarlos y odiarlos, por cuanto ellos van contra los mandamientos de Dios. Luego experimentaremos que tal muerte es la entrada a una vida llena de regocijo, donde recibiremos abundancia de vida divina, que está en Él.
En los sufrimientos de Jesús podemos ver la maldición contra los deseos sensuales, podemos ver sus horribles manifestaciones en el cuerpo desgarrado de Jesús. La imagen de nuestro Salvador azotado y crucificado nos llama a reflexionar: Jesús tuvo que sacrificar Su vida por nosotros, porque no queremos entregar las nuestras, sino estamos llenos de deseos lujuriosos. Él tuvo que ofrecer Su cuerpo como sacrificio, por el hecho de que nosotros usamos mal los nuestros, nos complacemos en la lujuria y no tenemos en cuenta los límites que Dios estableció en Su Palabra. Él tuvo que sufrir mucho, porque nosotros, por medio de tal pecado, desfiguramos la imagen de Dios, aunque Él nos creó y nos redimió para que tuviéramos Su imagen.
Ahora Jesús nos pide: “Confiando en Mi sacrificio, ¡atrévete a entregar tu vida y cree que Yo te daré la plenitud de vida!”