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7. CELOS—INSEGURIDAD EN EL AMOR DEL OTRO POR UNO

Los celos pueden convertirse en un deseo tan ardiente en el corazón de una persona que la puede consumir. Cuando somos celosos atormentamos a la persona a quien amamos. Sí, los celos pueden dar origen al odio, a la traición y en algunos casos al asesinato. De esta raíz de los celos ha surgido infinita miseria y tristeza. Pueden interrumpir la vida familiar, los negocios y aún la vida de nuestras iglesias.

Si no somos redimidos de este pecado, de querer que otros nos amen solamente a nosotros, llegaremos a estar espiritualmente en ruinas y nuestras vidas no producirán fruto. Porque si los celos nos dominan, somos incapaces de trabajar de todo corazón para Dios y su reino.

Tenemos que liberarnos de los celos, no importa cuán alto sea el precio. Su fuego ardiente y consumidor como anhelos infernales podrá destruir un día el cuerpo y el alma en el reino de las tinieblas.

Pero el amor de Dios quiere protegernos de este pecado. Jesús, por medio de su redención quiere librarnos de los celos, por más que ardan como fuego en nuestros corazones. Pero la redención envuelve una genuina batalla de fe por parte de nosotros contra este devastador pecado.

Es asunto de renuncia a tales deseos pecaminosos: “Dios mío, no quiero tener nada que Tú no me des. Si Tú no me das el amor de esta persona, no quiero tenerlo. Quiero entregar a esa persona en tus manos”. Dios sólo puede ayudarnos si entregamos a dicha persona y el derecho que creemos tener a su amor, vez tras vez, en manos de Él, dejándolos realmente sobre el altar. De otro modo, llegamos a ser como un paciente que tiene la mejor medicina, pero aún así no se recupera, porque no quiere abandonar el ambiente que constituye la causa de su enfermedad y que continuamente hace que él se sienta peor. De modo que esto significa dejar en paz a la persona cuyo amor y atención buscamos celosamente. Eso significa que no debemos hacerle ningún reclamo en cuanto a sus acciones ni a su tiempo, ni debemos tratar de controlar a la persona con la cual pasa su tiempo o que le gusta.

Sólo Jesús puede librarnos si realmente queremos serlo y debemos darle una señal de nuestra disposición. De otro modo, la cuerda que nos ata a la persona nos llevará cada vez más a Satanás y a su reino. Todo está en juego. Los celos son una señal de que realmente no amamos a Jesús y que somos “de la carne”. “Mientras haya entre ustedes envidias y discordias, es que siguen manteniendo criterios puramente humanos y conduciéndose como lo hace todo el mundo” (1 Co 3:3). Las Sagradas Escrituras pronuncian un terrible veredicto contra las obras de la carne. Las personas que cometen estos pecados no entrarán en el reino de Dios (Gálatas 5:20 y siguientes).

Pero si hemos recibido un santo temor a causa de nuestros celos por medio de alguna revelación de lo que son realmente y deploramos el hecho de haber pecado, este perderá su poder sobre nosotros. Entonces la sangre del Cordero, que nos libra de toda culpa, nos revelará su poder cada vez más. Cuando la sangre redentora de Jesús se proclama sobre el pecado de los celos repetidamente, tiene poder para liberarnos. Jesús tiene un poder superior a los poderes que están en nosotros. Su victoria condenó los poderes a muerte. Cada vez que estas ataduras son crucificadas con Cristo, Jesús comienza un amor nuevo y divino en nuestras almas, libre de cualquier atadura a la gente y de los deseos que caracterizan el amor humano. Ese hecho puede hacernos felices a nosotros y a otras personas. Jesús ganó este amor para nosotros. Él quiere concederlo a los que están dispuestos a rendir su amor pecaminoso y a reclamar por fe la justicia y el amor de Jesús. Sólo los que hayan vencido en esta lucha contra el pecado entrarán en la ciudad de Dios y su gloria.