Cada vez que vemos algo que nos gustaría tener para el cuerpo, el alma o el espíritu, nuestro corazón comienza a decir: “¡Dámelo, dámelo!” Aún el niño más pequeño lo dice. Extiende su mano y lo toma, tal como hizo Eva, la madre de nuestra raza, la cual extendió su mano para tomar del fruto prohibido.
El deseo puede ser de tener “más” o “tener mucho”. Pero también puede ser un deseo de poseer lo “mejor”; cualquier cosa por insignificante que sea no nos parece suficientemente buena. Hay muchos niños –y algunas veces también adultos–cuyos ojos son más grandes que su estómago. Amontonan más alimentos sobre sus platos del que pueden comerse; siempre tratan de tomar el mejor trozo. El deseo de recibir más o preferir el alimento especialmente bueno es muy fuerte. En tiempo de guerra y hambre hemos visto lo que es ese poder. Las personas pierden su dignidad y quebrantan todas las normas éticas sólo para satisfacer sus deseos.
La avaricia es un pecado peligroso. Ese pecado fue el comienzo de la caída. Así que ella puede costarnos una vez más la pérdida del “paraíso” y de la bendición de la primogenitura, como en el caso de Esaú. Por tanto, no podemos persistir irreflexivamente o indiferentemente en la avaricia por ciertas cosas, en la esclavitud a la comida, al sueño, en el deseo vehemente de tener “más”; más dinero, más bienes, más talentos o cualquier otra cosa.
La Sagrada Escritura dice: “En cambio, los que quieren hacerse ricos no resisten la prueba, y caen en la trampa de muchos deseos insensatos y perjudiciales que hunden a los hombres en la ruina y la condenación” (1 Ti 6:9).
Es hacia allí donde nos dirige la codicia, no sólo para esta vida sino por la eternidad. Con frecuencia la avaricia no sólo nos hace pecar contra otros sino que también nos hace perder nuestra relación con Dios. Cualquier cosa por la cual sintamos un vivo deseo o a la cual estemos adheridos–que no sea Dios–es un ídolo. Y Dios no compartirá su amor con ellos. Si nos aferramos a ellos, perderemos el amor de Dios. Nos será quitado el gozo que sentimos en Él. En la parábola del hombre rico, Jesús nos muestra las consecuencias de la avaricia. Luego de haber satisfecho todos los deseos en su vida terrenal, su lengua le ardía en el otro mundo por causa de deseos no satisfechos, y estaba “atormentado” (Lc 16:24).
Todo depende de que seamos libres de la avaricia. Jesús nos indica el modo de ser “¡libres!” al decir: “Porque el que quiera salvar su vida, la perderá; pero el que pierda la vida por causa mía, la encontrará” (Mt 16:25). El lema “perder” es un arma en la pelea contra la avaricia. Pero, ¡cuidado! Sólo si perdemos cosas, bienes, grandes o pequeños, para el cuerpo, el alma o el espíritu, podremos hacer que retroceda la avaricia. Tenemos que comenzar a actuar categóricamente y apartarnos de las cosas que más deseamos en este momento. En espíritu debemos entregárselas a Dios y no pasar tiempo pensando en ellas. No debemos pedirlas, ni tomarlas. Y al apartarnos de ellas, debemos ser generosos en entregar y regalar, y así la avaricia no tendrá más alimento y morirá de hambre.
Por ejemplo, si el deseo es el de comer mucho, debemos acostumbrarnos a comer con disciplina y mientras comemos estar orando: “Tú, Señor, me has librado de esta esclavitud”. Debemos considerar nuestro paladar como enemigo y no darle gusto especial hasta que no le importe lo que comamos. Solo así podremos disfrutar del buen alimento con gratitud por ese don de la gran bondad de Dios. Sin embargo en otras oportunidades también estaremos satisfechos con menos.
De igual manera, si nuestra esclavitud es el sueño. Cuando vamos a dormir debemos pedirle al Señor que nos despierte temprano, o colocar el despertador de tal modo que tengamos tiempo de orar al Señor al comenzar el día. También podemos pedir a otras personas que nos ayuden a levantarnos temprano. Tenemos que pedirle a Jesús que sea el Señor de nuestro sueño, el Señor de nuestra comida y de nosotros mismos. Nuestros miembros, lengua, ojos, cuerpo, deben servir a la justicia, ser utilizados para gloria de Él y no para deseos desenfrenados que nos esclavicen.
Esa es la razón por la cual el apóstol Pablo hace hincapié en este punto, “Y claro está que la religión es una fuente de gran riqueza, pero sólo para el que se contenta con lo que tiene” (1 Ti 6:6). Eso significa que debemos contentarnos con lo que tenemos, en vez de desear tener más tiempo libre y más vacaciones, un salario más elevado, una casa mejor, mejor ropa, etc... No tenemos que esforzarnos por las cosas que perecen porque ellas a menudo traen pecado e infortunio. Debemos preferir el camino del contentamiento, aún el de la privación. Ese fue el camino de Jesús quien era dueño de toda riqueza del cielo y de la tierra, se despojó a sí mismo de la gloria que tenía con el Padre, y caminó en esta tierra como un hombre pobre. “Porque ya saben ustedes que nuestro Señor Jesucristo, en su bondad, siendo rico se hizo pobre por causa de ustedes, para que por su pobreza fueran ustedes enriquecidos” (2 Co 8:9). Él nos llama a que nos unamos a Él en este contentamiento; luego la promesa de la bendición de Dios reposará sobre nosotros.
Ningún hombre puede servir a dos señores al mismo tiempo. Ninguno puede esforzarse simultáneamente por las riquezas terrenales y las eternas. El que busque las cosas terrenales perderá las riquezas eternas. Pero el que busque el reino de Dios alcanzará la gloria y Él se encargará de satisfacer todas sus necesidades de bienes terrenales (Mt 6:33).
Tenemos que hacer una decisión. Jesús, quien se sometió al camino de la privación y de la pérdida por amor a nosotros, conquistó una nueva manera de pensar, por medio de su muerte expiatoria. Por tanto, con fe tenemos que apoderarnos del estandarte de la victoria, apoyarnos en Jesús, y decir: “Fui redimido con la sangre del Cordero de toda avaricia y deseo vehemente”. No dejemos que pase un día sin mirar a Jesús y sin estar encendidos con el deseo de abandonar algo, en vez de desear tener más. Entonces todos nuestros deseos serán satisfechos en Él.
Mi Señor Jesús, Tú fuiste despojado de todo por mi causa. Tu gozo en sentirte contento y satisfecho, Tu disposición a abandonar todo, ahora me pertenecen.
Tú pagaste el precio en el Calvario. Soy libre de las fuerzas de la avaricia. Tu amor hará que sólo un deseo esté en mí: el de llegar a la gloria celestial y eterna.