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43. SUSCEPTIBILIDAD

Cuando nuestros cuerpos están enfermos son especialmente sensibles al frío, a las corrientes de aire y otros factores ambientales. Si nuestro “ego” está enfermo, nuestra alma también es sensible. La susceptibilidad es el deseo de llamar la atención. Esperamos que nuestro ego sea consentido y mimado como un cuerpo enfermo. Si no ocurre eso, si no recibimos amor, atención, respeto, si se nos pasa por alto o alguien se olvida de nosotros, si somos criticados, reaccionamos como una persona que está físicamente enferma y ponemos una cara quejumbrosa. Nos sentimos heridos, lloramos y nos rebelamos contra nuestro prójimo y les reprochamos. Nos imaginamos que no se nos trata como merecemos, que la gente es injusta con nosotros. Cada vez que dicen algo, pensamos que tratan de herir nuestra reputación. Somos infelices, pero al mismo tiempo, atormentamos y tiranizamos a quienes nos rodean por medio de la susceptibilidad y el egoísmo. Esa es la razón por la cual esto no es sólo “una disposición no afortunada”, sino un pecado que origina muchos males, que nos hacen amontonar culpa sobre culpa por causa de nuestra conducta hacia nuestros semejantes. No importa cuál sea el costo, tenemos que ser libres de este pecado y comenzar a librar una campaña contra él.

Por lo general, ¿qué es lo que hacen las personas susceptibles? En vez de declarar la guerra contra este pecado, “ponen a su ego en cama”, esperando que alguien acuda a consolarlo y mimarlo. Aún si esto ocurre, la situación no mejora; porque la susceptibilidad es una enfermedad imaginaria. Los pacientes que padecen enfermedades imaginarias, mientras más mimados sean, peor se ponen. Sólo reciben ayuda si las personas dejan de afligirse con ellos y los confronta con la dura realidad de la vida. Lo mismo es cierto respecto a las almas sensibles que sufren de egoísmo. Deben estar dispuestas a someterse a un rudo tratamiento.

Ante todo, tenemos que aceptar el diagnóstico sin formular excusas. No son los demás los que nos hieren todo el tiempo, sino nosotros mismos, con nuestras demandas egoístas de amor y respeto, somos la causa de nuestras propias dificultades. Cuando hay tensiones, nosotros somos culpables, estas sólo pueden resolverse si nos arrepentimos de nuestro pecado de egoísmo, que es un pecado contra el amor. Jesús nos redimió para que no vivamos para nosotros, para nuestro ego, sino para aquel que murió por nosotros (2 Corintios 5:15), y también para nuestros semejantes. Los egoístas se sienten fácilmente heridos. Destruyen toda situación armónica y quitan la credibilidad en la redención de Jesús, y hacen que otros que recién comienzan a seguir a Jesús, tropiecen. Así que, sin darnos cuenta, por nuestro egoísmo podemos llegar a ser culpables ante otros, que por esto no podrán creer más en la redención de Jesús. ¡Cuán terrible será si en el día del juicio las acusaciones de ellos caen sobre nosotros!

Debemos hacer todo esfuerzo posible para deshacernos del egoísmo. La misma Palabra indica que somos esclavos de nuestro ego. Nuestro pensamiento y emociones giran en torno a nosotros, en vez de centrarse en Jesús y eso a pesar de que fuimos llamados a tenerlo como Centro de nuestras vidas. Pero si lo más importante en este mundo es satisfacer nuestro ego con atenciones, amor, respeto y otras buenas cosas, nunca entraremos en el reino de Jesús. Allí todo se centra en Él, libre de toda atadura egoísta. Nuestra susceptibilidad debe ser y será vencida, porque Jesús vino a liberarnos de nuestros pecados.

¿De qué modo? No prestando atención a sí mismo, no haciendo demandas de amor, atención ni respeto. Esto debemos hacerlo de modo práctico. Tenemos que comprometernos con Dios, por escrito, con fe en su redención. Digámosle al Señor:

Desde hoy en adelante ya no quiero recibir atención, no quiero tratar de que me amen, me respeten y me comprendan. Quiero aceptar la crítica y el reproche, quiero que mi ego y sus demandas se mueran de hambre de tal modo que pueda tener en mí corazón lugar para Ti, Jesús, y para tu amor que no busca lo suyo, sino que deja que mueran sus propias demandas y busca satisfacer las de otros. Permíteme seguir tu camino y dar fruto para Ti. Creo en tus palabras: “Porque el que quiera salvar su vida, la perderá; pero el que pierda la vida por causa mía, la encontrará” (Mateo 16:25).

Sí, quiero ser libre de este pecado inmediatamente, entonces me esforzaré en la fe para decir: “Gracias a TI, Dios”, por cualquier tratamiento duro que me des. Tú me has dado lo que te pedí. Al castigar mi ego, quieres ayudarme a ser libre de mi susceptibilidad. Con acción de gracias recibo el hecho de que Tú me redimes de la susceptibilidad. Esa redención la ganaste para mí. En espíritu, veo al nuevo hombre libre y gozoso, y ya no más afectado por la susceptibilidad.

Pero por el hecho de que el camino es largo, no debemos cansarnos ni desanimarnos cuando caemos continuamente. Tenemos que perseverar hasta el final, con fe de que la redención de Jesús nos ha librado, hasta ver lo que hemos creído. ¿Existe algo imposible para Dios? La sangre de Jesucristo nos limpia de todo pecado, no importa cuán fuerte y persistente sea. Él es mayor que cualquier cosa, mayor aún que el extraño poder de nuestro ego. No obstante esta verdad, todavía es necesario soportar con fe y no cansarnos. Tenemos que pasar mucho tiempo invocando el victorioso nombre de JESÚS y alabando su poder contra el pecado. Si Jesús se llama a Sí mismo el Redentor, no permitirá que su nombre sea avergonzado, sino que hará refulgir su honor que está comprometido y probará que Él puede realmente romper las cadenas del pecado.

No tiene ningún valor sólo invocar el nombre de Jesús y su victoria, sin estar dispuestos a colocarnos en las manos de Dios y permitir que Él obre en nosotros, en medio de Su amor disciplinario, por causa de nuestros rasgos pecaminosos. Esta disciplina nos limpiará. Sólo si hacemos las dos cosas lograremos la meta.