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4. AUTOCOMPASIÓN—LA OTRA CARA DEL EGOÍSMO

Todo lo que se opone al amor es pecado. En realidad, es el más grande de todos, por cuanto el amor es la más grande realización de la redención de Jesús.

La autocompasión es uno de los pecados contra el amor. El tener compasión con otros es uno de los atributos del amor. Pero cuando nos compadecemos de nosotros mismos, nos amamos solamente a nosotros y dejamos de amar a otros. En este caso, nuestro amor se ha descarriado, tiene un falso objeto. Aunque nuestro amor debería realmente pertenecer a nuestros prójimos, se lo retiramos y nos hacemos culpables de retenérselo. La autocompasión pertenece a las “enfermedades del ego”. Consentimos nuestro ego, en el cual se afirma este pecado; sin embargo, este tendrá que morir, si el nuevo hombre ha de surgir.

Esto es especialmente evidente durante los períodos en que Dios nos disciplina y nos juzga. Cuando esto sucede frecuentemente nos compadecemos de nosotros mismos. Es peligrosa esta actitud por el hecho de que no la reconocemos como pecado, ni comprendemos que la autocompasión fortalece el “viejo hombre”. Tal actitud nos coloca en las manos del enemigo y nos priva de la posibilidad de vencer en nuestra lucha contra el pecado.

La raíz de la autocompasión es la renuncia a admitir que somos pecadores, que necesitamos ser disciplinados. Si reconociéramos nuestros pecados y errores, estaríamos agradecidos cuando Dios comienza a atacarlos, cuando nos juzga y nos disciplina, aunque eso pueda dolernos. En vez de compadecernos de nosotros mismos y de quejarnos, reconoceríamos que lo que hemos sufrido en el sentido disciplinario es realmente muy poco. Los que se compadecen de sí mismos no tienen la correcta actitud hacia el pecado. Aunque no comprenden por qué, no pueden admitirlo. Cuando se meten en la dificultad, acusan a Dios en vez de acusarse a sí mismos y de ese modo levantan una barrera contra Él. Asimismo demandan que caiga sobre ellos la ira divina y pierden su gloria celestial. Los que se compadecen de sí mismos no actúan conforme a las palabras de la Escritura: “Procuren... la santidad, pues sin la santidad nadie podrá ver al Señor” (He 12:14).

Estos individuos no están consumidos por el deseo de lograr la santidad y ver a Jesús. En vez de ello, están fascinados por su propio ego. Cuando están siendo disciplinados y juzgados por Dios, se quejan de que las cosas no les están saliendo bien. Eso los hace incapaces de comprender que la disciplina es la que los ayuda a participar “de su santidad” (He 12:10). Tampoco pueden ver que cuando se quejan y se compadecen de sí mismos, Satanás está detrás de ellos, riéndose despectivamente. Por el momento, él ha logrado su meta; ellos han caído presas de un ídolo: su propio ego. Satanás sabe que la autocompasión fortalece los demás pecados y, por tanto, ese es un triunfo para él.

Sí, por causa de la autocompasión reaccionamos en forma opuesta a la que se nos indica en la Sagrada Escritura. Debemos juzgarnos a nosotros mismos. Eso significa que nos corresponde hacerlo en forma especialmente severa cuando Dios nos juzga y nos impone disciplina. El apóstol Pablo escribe: “Si nos examináramos bien a nosotros mismos, el Señor no tendría que castigarnos, aunque si el Señor nos castiga es para que aprendamos y no seamos condenados con los que son del mundo” (1 Co 11:31-32).

Las Sagradas Escrituras nos desafían a tomar una posición contra el “viejo hombre”, a condenarlo con su pecado para que Dios no tenga que hacer esto algún día. “¡Terrible cosa es caer en las manos del Dios viviente!” (He 10:31), porque Dios, el Juez, es Fuego consumidor. Esa es la razón por la cual nuestra meta tiene que ser siempre la de permitir que seamos juzgados por causa de nuestros pecados como la autocompasión. Tenemos que condenarnos para que el juicio de Dios no caiga sobre nosotros en la eternidad.

Tenemos que renunciar a la autocompasión definitivamente. No podemos darle lugar en nuestro corazón porque ella nutre otros pecados.

En el mismo momento en que nos llegue un pensamiento de autocompasión, tenemos que invocar la sangre del Cordero y decir: “No quiero tener nada más que ver con la autocompasión; soy pecador y necesito este juicio, esta disciplina. Estoy recibiendo un castigo clemente por lo que mis obras realmente merecerían. Por amor a Tu redención, Jesús, no permitiré que te alejes de mí hasta que hayas cambiado mi espíritu de autocompasión por uno de compasión hacia otros. Quiero condenar de nuevo la compasión que siento por mí mismo, para que no tengas que juzgarme algún día por ese pecado.”

Entonces Jesús tendrá compasión de nosotros, terminará Su obra en nuestra educación y nos sacará de Su escuela otra vez a su debido tiempo. Cuando tomamos medidas contra la autocompasión sin evadirnos, Dios el Padre se compadecerá de nosotros y nos tratará con amor como a Su propio Hijo.

La autocompasión y el presentar excusas son el abono que alimenta nuestro pecado. El que quiere ser libre del pecado tiene que arrancarlo de este abono, no importa cuán alto sea el precio.