“Dios se opone a los orgullosos” (1 Pedro 5:5). Este versículo nos muestra el agudo veredicto de Dios contra el soberbio, porque difícilmente podría haber algo peor que el hecho de que Dios no sólo nos retire su gracia, sino que rotundamente se oponga a nosotros. Tal vez nos quejamos de que estamos espiritualmente muertos, que tenemos dificultades al orar, que Dios no contesta nuestras oraciones. La razón puede ser esto. A causa de nuestro orgullo, Dios se opone y se rehúsa a responder. O tal vez nos parezca que somos perseguidos por el infortunio. No logramos éxito en nada que emprendamos, no importa cuánto esfuerzo hagamos. ¿Por qué? Dios no puede bendecirnos porque nuestro orgullo le ha cerrado la puerta.
El enemigo hace el mayor esfuerzo posible para impedir que reconozcamos este pecado. Porque cada vez que no sacamos a la luz nuestras faltas para arrepentirnos de ellas, el diablo nos atrapa. De modo que, en muchos casos, él ha ocultado nuestro orgullo. Esta soberbia escondida es el pecado más peligroso. Por ejemplo, no soportamos cuando la gente nos presta poca atención, cuando no nos honra, sino que elogia a alguna otra persona. No aguantamos el saber que no somos de ningún valor a otros, por el hecho de que no tenemos muchos talentos, ni cualidades brillantes, ni una personalidad encantadora. No nos contenemos si alguien nos reprocha y nos humilla delante de los demás. No toleramos si no tenemos una posición de liderazgo, si no podemos llevar la batuta. No comprendemos que esto brota de nuestro orgullo.
Por otra parte, a menudo nos entristecemos porque la gente no nos trata según lo que merecen nuestros talentos, nuestra educación o capacidad, o porque debemos realizar cierto trabajo que “no nos corresponde”. Nos entristecemos porque no hemos recibido la educación o la preparación necesaria para cumplir nuestra tarea. O no soportamos el que nuestros padres no sean educados, de que nosotros mismos no hayamos logrado una posición prominente. Todas estas cosas nos oprimen y nos hacen infelices. Le echamos la culpa a las condiciones externas y nos engañamos con respecto a nuestros motivos.
No podemos aceptar críticas. Nos cerramos a las demás personas y aún podríamos pensar que es humildad persistir en esta actitud: “De algún modo debo enfrentar esto por mi cuenta”. Pero en nuestro orgullo oculto estamos tan confundidos que no comprendemos cuál es el siguiente paso que debemos dar para obtener ayuda y liberación. Nuestro deseo de hacer que otros piensen que somos humildes y modestos puede también ser orgullo escondido. Nos preocupamos demasiado acerca de lo que piensan de nosotros. El orgullo puede aparecer en formas diferentes. Sólo el Espíritu de Dios puede darnos luz respecto a esas cosas.
Nuestro orgullo oculto es como un veneno escondido que amenaza nuestra vida espiritual con la muerte y destruirá nuestras vidas. Debemos hacer el mayor esfuerzo posible para reconocer el orgullo en nosotros. Examinando nuestra conciencia, debemos reconocer los síntomas peligrosos. Tenemos que llegar hasta el fondo de esto y verificar qué situación fue difícil para nosotros cuando fuimos humillados, avergonzados, o se nos pasó por alto.
Los siguientes versículos bíblicos nos ayudarán a tomar la actitud apropiada hacia el orgullo:
“El Señor no soporta a los orgullosos” (Proverbios 16:5).
“Tras el orgullo viene el fracaso; tras la altanería, la caída” (Proverbios 16:18).
“El Señor...a los altaneros les da con creces su merecido” (Salmos 31:23).
“Pues lo que los hombres tienen por más elevado, Dios lo aborrece” (Lucas 16:15).
Es un horrible veredicto el que pronuncia Jesús contra el orgullo y la altivez en este último versículo. El orgulloso y el altivo son abominación para Dios. Esa es la razón por la cual vendrá un horrible juicio contra el orgulloso y el altivo en los últimos días (Isaías 2:12). “...voy a terminar con la altanería de los orgullosos, voy a humillar a los soberbios e insolentes” (Isaías 13:11). Esto se refiere al día cuando el Señor venga nuevamente a juzgar a la humanidad. Los soberbios pueden esperar la destrucción. No importa cuán alto sea el precio, debemos arrepentirnos de nuestro orgullo. De otro modo, un terrible juicio nos espera. Tenemos que horrorizarnos con el pecado del orgullo, que es uno de los más diabólicos, pues Satanás es el orgullo personificado. El soberbio pertenece a su reino. Por medio del orgullo, los soberbios preparan el terreno para muchos otros pecados. Si no estamos determinados a hacer un corte radical con el orgullo y a buscar la humildad, nunca seremos liberados de las redes de Satanás.
La Palabra de Dios nos ofrece claras directivas. La primera: “Humíllense, pues, bajo la poderosa mano de Dios…” (1 Pedro 5:6). En la vida práctica diríamos del siguiente modo: Si nos niegan algún honor, oficio, posición de dirección. Algo por lo cual se ha estado esforzando nuestro orgullo, debemos humillarnos bajo la poderosa mano de Dios. Es necesario rendir nuestra voluntad a la de Dios; tenemos que humillarnos. Digamos: “Sí, Padre”, con respecto a las imperfecciones de nuestra personalidad, a nuestra insuficiente educación, a la falta de talentos, a la situación de nuestra familia; a reconocernos pecadores vez tras vez, a nuestras faltas que se reflejan en la conducta de nuestros hijos, etc. Digamos: “Te doy las gracias, Padre, por preocuparte por mí y por escoger para mí el camino de la humillación, para que así pueda ser liberado de mi orgullo”. Si invocamos el nombre del Señor de esta manera, descubriremos que Dios contesta nuestra oración.
Lo segundo que Jesús nos aconseja hacer es humillarnos como lo hizo Él, el Hijo de Dios, el Señor Altísimo, a cuyos pies se postran los ángeles para rendirle homenaje. Está escrito: “Y tomando naturaleza de siervo...se humilló a sí mismo” (Filipenses 2:7-8). Ahora, Él nos está diciendo a los pecadores que realmente no merecemos más que el lugar de la humildad: “... y el que se humilla, será engrandecido” (Mateo 23:12). Respondamos al desafío de Jesús humillándonos voluntariamente. Eso nos ayudará a ser humildes porque cuando andamos por el camino de humildad de Jesús, algo de nuestro orgullo tiene que derrumbarse. Escojamos libremente una posición baja que nos humille. Cada vez que nos sea posible, no aceptemos títulos ni honores; no debemos intentar sobresalir en ningún grupo, ni esforzarnos por obtener posiciones de honor. Por el contrario, aprovechemos las oportunidades para andar detrás y permitir que otros reciban el honor que posiblemente merecemos. Quedémonos quietos cuando se presente la oportunidad de llamar la atención hacia nosotros.
Sobre todo, admitamos nuestros errores y pecados ante alguien que nos aconseje, o ante otras personas cuando sea necesario, puesto que eso a menudo nos humilla más. Sólo las verdaderas humillaciones pueden hacernos humildes y librarnos del orgullo. Cualquiera que llegue a ser “amigo” de las humillaciones hallará que éstas tienen gran poder. Cuando son aceptadas por amor a Jesús, son como un martillo que hace pedazos nuestro orgullo.
Pero también es necesario librar una intensa batalla de fe contra el orgullo, detrás del cual está Satanás. Tenemos que actuar según los consejos de las Sagradas Escrituras y aceptar las humillaciones, pero al mismo tiempo someter diariamente la esclavitud del orgullo bajo la sangre del Cordero, el cual nos liberó de este espíritu de orgullo. Tenemos que pelear una batalla de fe contra “principados y potestades”, sin cansarnos ni desanimarnos. Debemos luchar con la seguridad de que Jesús obtendrá la victoria porque Él venció en la cruz y nos redimió para la humildad. Entonces experimentaremos el cumplimiento de la promesa de Dios de venir a morar con los humildes (Isaías 57:15).
Jesús pudo decir que Él era “de corazón humilde” (Mateo 11:29). ¡Qué fulgor hay en la vida de una persona verdaderamente humilde! La majestad de Jesucristo brilló en Él, el humilde y manso Señor, en su amargo camino hacia el Calvario. ¿Podría ser posible que el que fue “humilde de corazón” no haga todo lo posible para vestir también a sus discípulos con esta preciosa virtud? Él tiene el poder para hacernos hombres humildes, reflejando Su nobleza y resplandor. Por esto ofreció Él su sacrificio en el Calvario. En la cruz, Él puso bajo sus pies la cabeza de la serpiente que personifica el orgullo. Él venció al pecado y al poder del orgullo. En la medida que invoquemos al Cordero de Dios, quien venció al orgullo, Él también nos hará vencedores.