“... y todos los mentirosos, a ellos les tocará ir al lago de azufre ardiente” (Apocalipsis 21:8). Tal vez nos sorprendamos por este veredicto. ¿Pero, cómo podría ser de otro modo si Satanás es el “padre de mentira” (Juan 8:44)? De modo que los mentirosos irán a su reino. Por eso, Jesús dijo a los fariseos (un grupo de religiosos en la época de Jesús), a los cuales acusó de mentira: "¿Cómo van a escapar del castigo del infierno?" (Mateo 23:33). Si Jesús le concede tanto peso al pecado de la mentira, si este pecado nos puede llevar al reino de Satanás, entonces debemos luchar contra él hasta el punto de derramar sangre y no concederle derecho a existir en nuestras vidas. Es asunto de estar alerta cuando comienzan las primeras señales de la mentira, por ejemplo, torciendo o exagerando los hechos; no llevando una falla nuestra a la luz; encubriéndola con excusas o silencio. El esconder los hechos comienza cuando sólo decimos medias verdades tratando de proteger nuestra reputación.
Las mentiras pertenecen al reino de las tinieblas y van hombro a hombro con el disimulo. Generalmente decimos y hacemos cosas disimuladas cuando nuestra conciencia nos dice que no debemos hacerlas y otros tendrían razón de acusarnos. Como no queremos romper con este pecado, tampoco nos gustaría que descubrieran las cosas malas que hemos hecho. Esta es la razón por la cual las practicamos secretamente y no queremos que sean reveladas; no deseamos ser juzgados.
Cada vez que obramos en secreto, porque no queremos que otros vean lo que estamos haciendo mal, comenzamos a mentir. Entonces, si somos descubiertos, tratamos de salir, diciendo cosas no veraces. Por esto, debemos tener cuidado de no obrar disimuladamente, ni en la forma más pequeña. Cuando estemos tentados a hacerlo, debemos preguntarnos inmediatamente: “¿Por qué no lo hago frente a los demás?” Tal vez porque en ello hay algo no correcto o bueno. Cuando algunos judíos acusaron a Jesús, Él contestó: “Yo he hablado públicamente delante de todo el mundo,...así que no he dicho nada en secreto” (Juan18:20).
Jesús pudo decir esto. Él está delante de nosotros en su majestad divina. Él es Luz y Verdad y todo verdadero discípulo de Jesús también debe poder decir: “Todo lo que he dicho o hecho en mi vida lo pueden ver y oír todos. No he obrado en secreto porque todo lo hice ante los ojos de Dios”.
Sí, Jesús es Luz. Esa es su gloria. Su naturaleza es pura luz, pura verdad. Él nos redimió para que seamos hijos de luz, de tal modo que nuestras palabras y acciones sean puras y transparentes. Si hablamos y actuamos a la vista de Dios no tenemos nada en secreto, sólo haremos lo que pueda permanecer bajo la luz de Dios.
Por otra parte, Satanás es el mentiroso, el señor del reino de las tinieblas. Si hablamos y actuamos en la oscuridad, secretamente, y no queremos que nuestras palabras y obras se conozcan, significa que pertenecemos a Satanás. Constantemente nos enfrentamos a situaciones pequeñas y cotidianas que nos hacen decidir entre la luz y las tinieblas. Las palabras de Jesús son muy serias: “Todos los que hacen lo malo odian la luz, y no se acercan a ella para que no se descubra lo que están haciendo. Pero los que viven de acuerdo con la verdad, se acercan a la luz para que se vea que todo lo hacen de acuerdo con la voluntad de Dios” (Juan 3:20-21).
No podemos recordar esto demasiadas veces, pues Satanás con su astucia siempre intenta convencernos de que encubrir las cosas no es nada malo. Él se ocupa de que ocultemos la verdad de la vista de Dios y de los hombres, aún de la nuestra, para así dar espacio a la mentira. Decimos que no fue nuestra intención. Cuando se nos critica, explicamos nuestras razones por nuestras acciones, pero éstas no son las verdaderas y no nos damos cuenta de que estamos en el camino de la mentira, o que nuestras vidas ya están acribilladas por la falsedad. Mentimos por temor, por orgullo, por el deseo de complacer a nuestros semejantes y por otras razones.
Pero Jesús nos redimió de los oscuros poderes del disimulo y de la mentira, por tanto, espera que nosotros reclamemos esta redención y corramos hasta alcanzar el premio (1Corintios 9:24): “la ciudad de Dios”.
La ciudad de Dios es absoluta luz. Los mentirosos hallarán sus puertas cerradas. Esa es la razón por la cual los apóstoles siempre enseñan que debemos ser hijos de luz y que la luz no se asocia con las tinieblas (Efesios 5:8-13). La luz y las tinieblas, la verdad y la mentira, se excluyen mutuamente. Si somos mentirosos y hacemos las cosas ocultamente, estamos excluidos del reino de la luz, del reino de Dios como lo dice la Escritura (Apocalipsis 21:27). No importa cuánto cueste, debemos romper completamente con el reino de las tinieblas, de las mentiras. De otro modo, perderemos nuestra herencia en el reino de Dios, la comunión con los creyentes en Cristo, y sobre todo, la comunión con Jesús.
¿Cómo podemos librarnos de nuestra disposición e inclinación a hacer las cosas ocultamente y a la mentira? El primer paso consiste en pedirle al Señor que nos muestre la magnitud de este pecado, que por su misma naturaleza es satánico y que nos ayude a odiarlo. Si no lo detestamos, seremos capaces de tolerarlo y no estar interesados en luchar contra él. Pero tenemos que combatirlo y no permitirle existir más. ¿Cómo podemos hacerlo? Al desenmascarar las mentiras que hablamos precipitadamente, privamos ese pecado de su poder sobre nosotros. Esto pasa cuando las confesamos inmediatamente para humillación nuestra. El traer a la luz las mentiras sentencia este pecado a la muerte. Es entonces cuando la luz ha ganado la batalla y la humillación nos ha sacado de la esfera de influencia de Satanás, pues él sólo puede atacar al orgulloso y altivo.
Tenemos que tomar los mismos pasos si obramos ocultamente. Debemos desenmascarar el pecado y darle el nombre que le corresponde. Si hemos tomado algo que no es nuestro, no podemos devolverlo secretamente sino que, al hacerlo tenemos que admitir que lo tomamos indebidamente. Pero ese no es el fin de todo. Esto sólo tiene que ver con el acto pecaminoso. El rasgo pecaminoso, la mentira, el encubrimiento de las cosas, todo lo cual está arraigado en nosotros, continuará allí y cuando se presente la ocasión apropiada, se manifestará nuevamente. Cuando odiamos todo aquello que exista en nosotros que sea falsedad y sentimos que las mentiras nos separan de Jesús, no podemos hacer otra cosa que invocar al Señor diariamente, a Jesús que es la Verdad. Por medio de su muerte expiatoria en el Calvario Él clavó el pecado de la mentira en la cruz y nos libró de ella. Ya no puede dominarnos por cuanto Él la puso bajo sus pies. Jesús, la Verdad, reina en nosotros.
“Soy redimido; fui liberado para la verdad”. Así debemos comenzar nuestra batalla de fe todos los días. Y lo que creemos ocurrirá. No importa cuán inclinados estemos a mentir si peleamos esta batalla de fe, Jesús nos hará vencedores, para permitirnos entrar a la ciudad de luz como hijos de luz.