Las Sagradas Escrituras dicen continuamente que las palabras ociosas constituyen un pecado, pero generalmente no tomamos esto en cuenta. Sin embargo, es un pecado que Dios juzgará severamente. Se enumera al mismo tiempo con la fornicación, la inmundicia y la avaricia, que no convienen a los santos (Efesios 5:3 y siguientes). En resumen, el apóstol Pablo dice: “Que nadie los engañe con palabras huecas, porque precisamente por estas cosas viene el terrible castigo de Dios sobre aquellos que no le obedecen. No tengan ustedes, pues, ninguna parte con ellos” (Efesios 5:6-7). Nuestra conversación ociosa provoca la ira de Dios. Y su ira trae sobre nosotros el juicio si no nos arrepentimos. No podemos jugar con este pecado. Hablar es un asunto muy serio. Nuestras palabras no se las lleva el viento como si fueran paja. Aparecerán en el Juicio Final. No se perderá ni una de ellas. Algún día debemos de dar cuenta de toda palabra ociosa; seremos juzgados conforme a nuestras palabras (Mateo 12:36-37). ¡Y ay de nosotros, si nuestra lengua, “es un mal que no se deja dominar y que está lleno de veneno mortal”! (Santiago 3:8), fue un instrumento de mal, por pronunciar palabras venenosas, críticas, amargas, sucias y llenas de odio.
Puesto que el pecado de la locuacidad “corroe como la gangrena” (2 Timoteo 2:17), es necesario realizar en nosotros una operación total, según las palabras de Jesús, “y si tu ojo te hace caer en pecado, sácatelo” (Marcos 9:47). De otro modo, corremos el riesgo de ser echados en el infierno.
¿De qué manera podemos ser completamente liberados de este pecado? En primer lugar, tenemos que hallar la raíz de la locuacidad, a menudo es nuestro deseo de llamar la atención. Queremos hacernos importantes. Pensamos que debemos dar nuestra opinión acerca de todo. ¡Cuán rápidamente estas palabras ociosas nos hacen hablar de un modo despectivo respecto a quienes no están presentes! O comenzamos a murmurar, a difundir rumores, etc. Algunas veces utilizamos las palabras ociosas para ahogar nuestra propia conciencia; algunas veces mimamos nuestra pereza, por cuanto no queremos trabajar; otras veces por amargura, porque queremos descargar nuestros pensamientos envenenados. Y muchas otras razones.
La causa más profunda de la locuacidad es que estamos separados de Jesús. Una persona charlatana no habla mucho con Jesús, pues la conversación con Él hace que estemos en silencio y vuelve nuestros pensamientos hacia Dios. Mientras menos “tiempo de quietud” pasemos delante del Señor, seremos más habladores. Por medio de la cantidad de palabras vanas y ociosas que hablamos perdemos el gusto de la comunión interna con Jesús. Todo depende de si le damos a Jesús más tiempo para escucharlo con quietud. Cuando nuestra meditación personal termina y nos dirigimos hacia donde está la gente, su presencia debe acompañarnos y nuestras palabras deben permanecer llenas de su Santo Espíritu. Luego ya no podremos decir chistes de doble sentido ni hablaremos innecesariamente. Sólo hablaremos lo que diríamos si Jesús estuviera físicamente entre nosotros. Entonces sólo saldrán de nuestras bocas palabras edificantes, lo que sea adecuado para la ocasión, lo que pueda impartir gracia a quienes escuchen (Efesios 4:29).
Ciertamente, para muchos de nosotros no es fácil hallar tiempo durante un día agitado y exigente para dedicarlo a la meditación. Pero en casos como estos, “querer es poder”. De algún modo hallaremos la oportunidad. Por ejemplo, podemos ahorrar el tiempo de las visitas o los quehaceres que son más bien de placer que obligatorios y dedicarlo a Jesús. Cuando abandonamos la quietud de nuestra alcoba y continuamos nuestro diálogo con Jesús en nuestro corazón, nuestra conversación mejorará casi por sí misma. En el cielo Jesús sólo hablará con aquellos que lo buscaron aquí en oración y no dieron lugar a palabras ociosas.
Cualquiera que diga: “No sé qué hacer en el tiempo de quietud que dedico a la oración”, no logrará deshacerse de su locuacidad. No quiere pagar nada para ser sano de esta enfermedad pecaminosa. Se requiere paciencia y práctica para conversar con Dios, es decir, para orar genuinamente. Pero cualquiera que quiera ser libre de la locuacidad deberá tomar la promesa de Jesús como una realidad: “Yo hago nuevas todas las cosas” (Apocalipsis 21:5).
Aún nuestra lengua será nueva de tal modo que llegue a ser un instrumento del Espíritu de Dios y pueda hablar las palabras de Él y permanecer en silencio en vez de estar hablando palabras ociosas. Jesucristo vino a libertarnos de la esclavitud del pecado, del fuego del mal que hay en nuestra lengua que puede conducirnos al juicio y al infierno. A Él se le dio poder aún sobre nuestras lenguas.