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32. JUSTICIA PROPIA—LA AUTOJUSTIFICACIÓN

Los que se justifican a sí mismos proclaman que todo lo que dicen y hacen es correcto. Hay algo que no soportan oír, que otros pongan en tela de juicio su conducta. Por esa razón se rebelan y se defienden, alegando que los demás no los comprenden y les juzgan erradamente. Inmediatamente vuelven la espalda para acusar a otros e impedir que estos les digan la verdad con respecto a sí mismos. Los que se autojustifican llevan una armadura para que ninguna crítica pueda penetrarles. No creen necesario luchar contra el pecado, pues se consideran perfectos. Por tanto, nunca penetrarán en los aspectos pecaminosos de su actitud. Por el contrario, todos los otros pecados se nutren, crecen y florecen. Ese es el terrible resultado de una vida de justicia propia. El hombre permanece esclavo de sus pecados y separado de Jesús, no importa cuán piadoso aparente ser, pues vive en mentira y permanece aferrado a ella. Sin embargo, sólo si escuchamos y aceptamos la verdad, ésta nos hará libres. Cuando se rechaza la verdad los que se justifican, rechazan a Jesús, que es la Verdad.

Si por causa de nuestra autojustificación rechazamos la advertencia de Dios, la voz de la verdad, aún cuando nos llegue a través de otra persona, dudosamente volverá tal advertencia. La hemos ahuyentado. Pero un día nos alcanzará, será cuando comparezcamos ante el tribunal de Cristo. Entonces habrá terrible juicio contra quienes se “endurecieron” y no aceptaron la voz de Dios, sus advertencias y juicios, que nos dio por medio de otras personas. Por el hecho de que el pecado se extiende, cosecharemos en la eternidad lo malo que hemos sembrado. Entonces será demasiado tarde para arrepentirnos.

La autojustificación es probablemente el pecado más serio de todos: es la raíz de todos los demás, y tales pecados no serán quebrantados mientras no luchemos contra esta raíz pecaminosa. Este es el pecado del hombre de mal genio, que ataca inmediatamente; del irritado, que siempre quiere tener la última palabra; del inhibido, que no puede moverse libremente por cuanto no quiere equivocarse; del silencioso, que no dice nada porque no quiere cometer errores; del deprimido, que no puede soportar que él es como es, ni que él actuó como actuó; del amargado, que no puede admitir que lo que le amarga tanto es lo que él necesita para purificación de su propia naturaleza pecaminosa. La justicia propia tiene sus efectos en toda nuestra disposición pecaminosa.

Además, la autojustificación es uno de los pecados principales que clavaron a Jesús en la cruz. El pueblo no quería escuchar su mensaje: “¡Arrepentíos!”. Eso se debió a que no admitían que como pecadores necesitaban un Salvador. Por tanto, gritaron: “¡Crucifícale!” Si nosotros no odiamos este pecado más que todos los demás y no luchamos contra él hasta el punto de derramar sangre, estamos perdidos. Entonces se cerrará la puerta que conduce al reino de verdad de Jesús. Porque los que se justifican a sí mismos, los que no quieren oír la verdad acerca de sus errores y que a menudo mienten cuando tratan de defenderse, viven en una falsedad y, por tanto, pertenecen a Satanás que es mentiroso desde el principio. ¿Pero quién es el que acepta que su autojustificación lo ha hecho esclavo de Satanás y miembro de su reino? Como se llama cristiano, está convencido de que es discípulo de Jesús y miembro de su reino. Pero Jesús pronuncia las siguientes palabras, muy duras, contra los que se justifican a sí mismos: “Ustedes son los que se hacen pasar por buenos delante de la gente pero Dios conoce sus corazones; pues lo que los hombres tienen por más elevado (pues según sus propios conceptos, todo está en orden).Dios lo aborrece” (Lucas 16:15).

¡Cuán terribles son estas palabras que pronuncia Jesús a los que se justifican a sí mismos! Dios los detesta. Dicho esto en otros términos equivalentes, el día del juicio los lanzará a las tinieblas. ¿Por qué? Porque los que se justifican a sí mismos son orgullosos y no admiten que algo esté mal en sus palabras o acciones. Hacer eso les humillaría. Sólo los humildes lo pueden hacer. Los orgullosos y los que se justifican a sí mismos y pretenden no tener mancha, reciben el calificativo de “hipócritas”, que les da Jesús, así como se los dio a

los fariseos por el hecho de que vivían en autoengaño. El Señor les lanza esta terrible pregunta: “¿Cómo van a escapar del castigo del infierno?” (Mateo 23:33). Tenemos que arrepentirnos de nuestra autojustificación, no importa cuál sea el precio. Debemos hacer todo esfuerzo posible para liberarnos de esta esclavitud. El primer paso (que los hipócritas también tienen que dar, puesto que la hipocresía y la justicia propia generalmente están juntas) es pedir la iluminación de Dios. Porque los que se justifican a sí mismos tienen que oír las palabras de Jesús: “…Si ustedes fueran ciegos, no tendrían culpa de sus pecados. Pero como dicen que ven, son culpables” (Juan 9:41). Los que se justifican a sí mismos son ciegos respecto a sí mismos, pues no quieren ver sus propios pecados.

Si alguien nos dice: “Tú también te justificas”, y no aceptamos eso, debemos clamar a Dios diariamente: “Envía Tu luz y Tu verdad. Revélame todo lo que hay en mí que no sea pura luz. Coloca mis pecados ocultos a la luz de Tu presencia”. Y Dios, que ha prometido contestar tales oraciones hechas conforme a su voluntad, nos iluminará. Porque Jesús vino a dar vista a los ciegos, como está escrito en San Lucas 4:18. Él dio la vista a los que padecían ceguera física, ¡cuánto más mostrará su poder dando vista a nuestras almas para que vean nuestros pecados! Su amor quiere hacer esto. Él es la Luz y la Verdad, y quiere enviarnos su Espíritu de Verdad. Nos redimió para que seamos hijos de luz y reconozcamos la verdad con respecto a nosotros, la cual nos hará libres (Juan 8:32). Ciertamente esto lo descubrimos si sinceramente imploramos que se nos dé luz.

Hagamos la siguiente oración:

Permíteme abrir mi corazón y escuchar cuando otros dicen la verdad acerca de mí. Quiero aceptar esta ayuda práctica para llegar a ser libre de la justicia propia. Es muy difícil para mí oír a otros cuando hablan acerca de mis debilidades y errores. Pero quiero aceptarlo como tu oferta especial de amor para mí, pues tu voz de advertencia me llega a través de tales personas. Quiero agradecerte por toda persona que me llama la atención por mis errores. Cuando esto no suceda, quiero rogar a los que me rodean que me digan todo. Y aunque las admoniciones y acusaciones no sean ciento por ciento verdaderas, quiero aprovechar la oportunidad para quebrantar mi justicia propia. Quiero luchar contra estos pecados, si es necesario, hasta derramar sangre.

El orgullo ciego va de la mano con la autojustificación y estos pecados usualmente se purificarán por medio de las correcciones de Dios, experimentadas en el sufrimiento. Por éstas, llegamos a comprender nuestra condición real. Entonces aceptaremos que somos realmente pecadores y cuán apartados nos encontramos de la gloria de Dios (Apocalipsis 3:18-19). La corrección, si la aceptamos, hace humildes a los orgullosos. Si ésta nos muestra la verdad con respecto a nosotros mismos y nos ayuda a arrepentirnos, entonces verdaderamente es una gran ayuda. Pero cualquiera que lo soporte lleno de autocompasión con expresiones piadosas como ésta: “Quiero creer que esto viene de la mano del Señor”, nunca logrará ser redimido del pecado de la justicia propia. Las disciplinas correctivas, tales como enfermedades, trabajar con gente difícil, la frustración en los propios deseos y planes, las humillaciones, las decepciones de todas las clases, deben ayudarnos a que nuestros pecados salgan a la luz y reconocerlos. Entonces podremos darnos golpes de pecho y decir: “…estamos sufriendo con toda razón, porque estamos pagando el justo castigo de lo que hemos hecho” (Lucas 23:41). Cuando seamos humillados de este modo, seremos sanados de nuestra orgullosa justicia propia. Habremos recuperado la vista.

No obstante, todas estas cosas no podrían ayudarnos si no hubiera Uno que fue capaz de guardar silencio cuando fue acusado injustamente: Jesús, el Cordero de Dios, quien “enmudeció delante de sus trasquiladores”. Él nos redimió para que guardemos silencio a fin de que no nos justifiquemos con palabras y pensamientos. Jesús venció al enemigo, el antiguo mentiroso y nos liberó de toda autojustificación. Él es el Salvador, que nos sanará también de esta pecaminosa enfermedad, como está escrito: “…por sus heridas alcanzamos la salud” (Isaías 53:5).

Él sanará hasta la peor clase de justicia propia que es aquella que consiste en pensar que nosotros no nos autojustificamos de ningún modo. Mediante un largo proceso de sanidad su sangre nos limpiará. La primera señal de progreso en esta curación consiste en que reconoceremos nuestra propia justicia. “Así soy yo, estoy lleno de un orgullo que me hace justificarme a mí mismo”. “Si confesamos nuestros pecados y lo sentimos, Él nos limpiará de toda maldad” (1 Juan 1:9).

Todo pensamiento de justicia propia pierde su poder tan pronto es puesto bajo la sangre de Jesús. Por tanto, debemos permanecer alerta. Si no comprendemos alguna acusación o reproche todavía nos queda un camino: pedirle a Dios que nos muestre la verdadera perspectiva por medio de su Espíritu. Entonces comprenderemos claramente que nosotros fuimos los causantes de la situación. En tiempos de quietud y oración, Dios nos mostrará “nuestra viga”. Ciertamente, de vez en cuando habrá un error que deberá explicarse. Pero entonces tendremos que orar primeramente para poder explicarlo humildemente.

Perseveremos en la batalla de fe, siempre reclamando y confiando en la victoria de Jesús y preparados para aceptar la disciplina de Dios. Descubriremos entonces que las cadenas de justicia propia que nos atan al reino de Satanás se romperán y heredaremos el reino de Dios. Para Dios no hay nada imposible.