Usualmente no lo tomamos a mal, especialmente si somos coléricos por naturaleza, si explotamos cuando estamos irritados o fastidiados, por ejemplo, por nuestros hijos desobedientes o algo parecido. Pero entonces estamos siguiendo normas falsas que Dios no acepta. La norma de Dios es diferente y la única válida. Seremos juzgados conforme a esa norma, la norma que Jesús nos da. En el Sermón del Monte habla acerca del enojo contra el hermano. Él nos dice qué sucederá: “Al que insulte a su hermano” (Mateo 5:22). Ninguno pensaría que éste es un pecado serio. Sin embargo, Jesús pronuncia un horrible juicio contra tal conducta violenta. Él incluye la gente que se enoja con los asesinos y anuncia que un castigo terrible les espera. En sentido figurado, sabemos que la ira puede realmente matar. Los niños y aún los adultos que han sido víctimas de una constante descarga de observaciones iracundas a menudo tienen profundas cicatrices en sus almas; es como si algo en ellos hubiera muerto.
El juicio de Dios descenderá sobre los que permanecen enojados. Jesús dijo que aquellos que lanzan insultos violentos contra su prójimo hallarán su lugar en el infierno de fuego, si no se arrepienten de su ira (Mateo 5:22).
Jesús nos dice clara e inequívocamente que así como los mansos le pertenecen, los encolerizados pertenecen a Satanás y su reino de tinieblas. Por tanto, sin importar cuál sea el costo, debemos librarnos de la ira, de encendernos de enojo, de ser vehementes.
No debemos caer en las trampas de Satanás, conocemos sus artimañas. Él intenta convencernos de que debemos gritar a la gente de vez en cuando, como lo hizo Jesús cuando echó a los cambistas del templo. Pero cuando él trata de engañarnos debemos decir: “Vete de mí, Satanás, blasfemo”. Jesús no fue pecador como nosotros, sino el Santo de Dios, lleno de espíritu de amor; y en el templo sólo actuó por la agonía del amor cuando vio que el templo sagrado es profanado por el pecado. Él se enojó por cuanto quería salvar; su ira fue una reacción de amor.
Por otra parte, debemos saber realmente cómo es nuestro corazón. Es una cueva de ladrones. De él salen los malos pensamientos (Mateo 15:19). Es una copa de veneno. Si pensamos que ayudamos a otros a corregirse gritándoles con enojo, estamos entregándoles una copa de veneno. Nuestras buenas intenciones están mezcladas con amargura e indignación. ¿Puede haber otra cosa detrás de nuestras palabras airadas y vehementes cuando todo esto reposa en nuestros corazones? ¡Qué mentirosos e hipócritas somos si pretendemos que sólo queremos ayudar a la otra persona para que vuelva al camino recto diciéndole bien claro lo que pensamos! En realidad, queremos dar salida a nuestro fastidio y enojo y, por cuanto éste es un veneno de Satanás, no ayuda ni libera. Sólo hará que se intensifique el mal en otros.
El veneno de la ira de Satanás y el airarse deben salir de nuestros corazones y vidas, si queremos liberarnos del poder de Satanás. Y cualquiera que pelee con fe contra este pecado será libre de él porque Jesús vino a destruir las obras del diablo. ¿No debe Él también vencer este diabólico enojo en nosotros? ¿No hizo Dios que Moisés, quien mató al egipcio febrilmente fuera “el hombre más humilde del mundo” (Números 12:3)?
Tenemos que dar media vuelta, declarar la guerra contra la ira y escoger el camino de Jesús. “Pues para esto los llamó Dios;…para que sigan sus pasos…cuando lo insultaban, no contestaba con insultos; cuando lo hacían sufrir, no amenazaba, sino que se encomendaba a Dios, que juzga con rectitud”(1 Pedro 2:21-23). Jesús está ante nosotros en espíritu diciendo: “Soy paciente” (Mateo 11:29). Ahí está Jesús, el Cordero de Dios, lleno de paciencia,
mansedumbre y humildad. ¡Es un cuadro de amor que vence todo! Y Él nos redimió para que llevemos esa imagen. Debemos reflejar su amor, que es el que gana a otras personas, es lo opuesto a la ira y a la vehemencia. La mansedumbre y la benignidad que tienen el poder y ablandan los corazones duros como un viento primaveral.
Este camino de la mansedumbre nos conduce al cielo. A los mansos se les llama bienaventurados. El camino de la ira conduce al infierno. Podemos elegir, si queremos seguir el camino del Cordero, a Jesús, nuestro Salvador (ver Hebreos 2:10). Él irá adelante para abrirnos el paso y caminaremos en sus huellas. En la práctica significa que si estamos disgustados y fastidiados respecto a algo, no debemos presentarnos inmediatamente ante otra persona para dar salida a nuestro enojo. Debemos esperar y orar primero y tal vez escribirle solamente unas pocas líneas. Nunca debemos permitir que el sol se ponga sobre nuestro enojo, sino humillarnos ante Dios y, si es necesario, también ante las personas contra las cuales sentimos enojo. Dios bendecirá esos pasos dados en obediencia y nos moldeará hasta hacernos personas mansas.
¿No será posible para Dios hacernos mansos y humildes? Jesús pagó el precio del rescate y quebrantó el poder de Satanás y del pecado para que no sirvamos a la ira. Verdaderamente hemos sido redimidos de la manera vana de vivir de nuestros padres (ver 1 Pedro 1:18). La disposición de ellos, como la vehemencia y la ira, que heredamos no puede dominarnos más. Este pecado fue clavado en la cruz de Cristo y nuestra herencia es la nueva naturaleza según la imagen de Dios. En Cristo somos una nueva creación, redimidos a la imagen del Cordero, el cual fue manso y humilde. Tenemos que reclamar esto por fe.