“No queremos que este hombre sea nuestro rey” (Lc 19:14). Esta fue la razón por la cual el pueblo mató a Jesús. Queremos reinar por nuestra cuenta y no someternos a otro. La envidia y el amor al poder fueron los principales pecados que clavaron a Jesús en la cruz. Esto es lo peor que puede decirse acerca de cualquier pecado. El deseo de dominar lleva en sí un poder destructivo. Este pisotea a todo el que trata de colocarse en su camino. Cualquiera que persiste en ese pecado estará bajo el severo juicio de Dios, pues cada vez que tratamos de dominar, realmente nos estamos rebelando contra Dios y su dominio. No le dejamos lugar en nuestras vidas, precisamente así como el pueblo de Israel y sus autoridades no le dejaron ninguno. Ellos excluyeron a su Señor y Creador de en medio de ellos–tal como lo hacemos nosotros cuando queremos tener poder –aunque Su dominio era de puro amor, y aún hoy lo es.
El amor al poder está relacionado con el orgullo y un alto concepto de sí mismo, es el rasgo de los malos gobernantes. La tiranía la expresamos cuando queremos ser jefes de quienes nos rodean e insistimos en que se cumplan nuestros caprichos. Este pecado demuestra que no tenemos humildad. Porque cuando tratamos de dominar a otros, asumimos una posición que no nos corresponde. Con nuestro amor al poder nos colocamos sobre un trono, bien alto, por encima de los demás y los dominamos con nuestras palabras y obras. No comprendemos que nuestra actitud es opuesta a la de Dios. Porque Dios reina de un modo diferente, por medio de un amor que sirve, como el que practicó Jesús entre los hombres. El poder de Jesús no fue violento; la autoridad de Su dominio reposaba en un humilde amor dispuesto a servir. “En cambio yo estoy entre ustedes como el que sirve” (Lc 22:27). Por eso el resplandor divino reposaba sobre Jesús, y por esa razón reposa sobre Sus seguidores que observan vidas humildes con un amor dispuesto al servicio. Estos son los que tienen verdadero poder según las palabras de Jesús: “Dichosos los de corazón humilde, pues recibirán la tierra que Dios les ha prometido” (Mt 5:5).
Pero por el hecho de que Jesús, el Hijo de Dios, marchó por el sendero de un amor humilde, manso y dispuesto a servir y a someterse para redimirnos de nuestros pecados, el amor al poder es un pecado especialmente serio.
Somos particularmente vulnerables cuando tenemos una posición de dirección, cuando somos responsables por otros, aunque sea la responsabilidad que tienen los padres con sus hijos. Los hijos desafían a sus padres, se rebelan contra ellos y abandonan el hogar. ¡A menudo esto sucede porque los padres quisieron dominarlos! Esa es la razón por la cual el apóstol Pablo dice: “Padres no hagan enojar a sus hijos, para que no se desanimen” (Col 3:21). “Y ustedes padres no hagan enojar a sus hijos sino más bien críenlos con disciplina e instrúyanlos en el amor del Señor” (Ef 6:4). Ciertamente, los padres, los maestros y los directores no pueden eludir la responsabilidad de hacer reglamentos y asegurarse de que las cosas se hagan bien, y de lo contrario, ponerlas en orden. Pero son especialmente los dirigentes los que hacen que el Evangelio no sea creíble cuando se despierta la sed de poder. El apóstol Pedro amonesta a los ancianos de la iglesia: “Cuiden de las ovejas de Dios... no como si ustedes fueran los dueños de los que están a su cuidado... con humildad” (1P 5:2-3-5).
Debemos escoger. ¿Queremos seguir a Satanás, quien quiso usurparle el trono a Dios aunque era un ser creado por Él? ¿O queremos seguir a Jesús? El resultado de escoger cualquiera de estos caminos es claro. El ser discípulo de Jesús es incompatible con la sed de poder. Así que tenemos que apartarnos de este pecado, si queremos seguir a Jesús y no ser excluidos algún día de Su reino.
Ante todo, tenemos que rogarle al Espíritu Santo que nos muestre si en nosotros hay deseo de dominio. Eso debe hacerse si hasta el momento no lo hemos reconocido. Debemos preguntarle a nuestro prójimo si le estamos haciendo la vida insoportable por causa de nuestra actitud dominante. En caso de que nos digan que sí los molestamos con tal actitud, debemos aceptarlo.
En segundo lugar, debemos rogarle a Dios que nos dé un corazón arrepentido, una tristeza piadosa por causa de este pecado malicioso que contrasta tanto con la humildad de Jesús y hace que la vida sea difícil para los que nos rodean, sí, ¡incluso puede hacerla un infierno!
En tercer lugar, tenemos que meditar en Jesús, nuestro Señor humillado, coronado de espinas, el que tenía el poder del amor. Entonces debemos orar: “Quiero estar a tu lado y de ahora en adelante, elijo imitarte en un amor manso y humilde. Prefiero que otros me dominen en el hogar y en el trabajo, estar sujeto a ellos y aún abandonar algunas de mis posiciones y privilegios especiales”.
Entonces descubriremos que el cetro de dominio se nos quiebra de las manos y un día desaparecerá por completo si diariamente le rogamos a Jesús que nos libre de esta esclavitud. Al orar por esto, debemos contemplar siempre la imagen del Señor manso y humilde, que fue azotado y coronado con espinas. Él verdaderamente pagó el precio de rescate y fue por el camino de humillación para atraernos a Su naturaleza y en Sus caminos de humildad. Así como todos pecamos en Adán, porque como sus hijos participamos de su naturaleza de pecado– en la cual se incluye el amor al poder –así todos hemos sido unidos con Jesús y su naturaleza de humildad por medio de su redención. ¡Entonces descubriremos cuánta autoridad tiene la humildad!