“Pero en cuanto a los cobardes, los incrédulos…a ellos les tocará ir al lago de azufre ardiente”. (Apocalipsis 21:8). Ese es el veredicto que Dios pronuncia contra este pecado.
¿Por qué son sorprendidos los incrédulos por tan severo juicio? ¿Por qué es la incredulidad, el desánimo, un pecado tan serio? Porque, por medio de esta conducta, los incrédulos no confían en Dios. Si un padre ama su hijo y sacrifica todo para cuidarlo, ¿existe algún modo en que el hijo pueda herir más al padre que desconfiando de él y pensando: “Mi padre no tiene la intención de hacer nada bueno para mí”? Jesús condena tal desconfianza en la parábola de los talentos, cuando le respondió al siervo lo que dijo: “Señor, yo sabía que usted es un hombre duro…” (Mateo 25:24). “Y a este empleado inútil, échenlo fuera, a la oscuridad, donde llorará y le rechinarán los dientes” (Mateo 25:30).
De modo que no es un pecado inofensivo el estar desanimado, el abrir la puerta de la incredulidad y persistir en ella, traerá terribles consecuencias. Si continuamos así, el reino de los cielos se cerrará y el reino de las tinieblas se abrirá para recibirnos.
Entonces será inútil tratar de excusar nuestra incredulidad, como tal vez lo hacemos ahora, diciendo que nos es difícil creer, o compadeciéndonos de nosotros mismos por no lograr hacerlo. No, así tan ciertamente como Jesús nos exhorta a creer: “Tengan fe en Dios” (Marcos 11:22); sí, podemos creer. Si no confiamos, pecamos y eso se debe a nuestro orgullo. El orgullo y la arrogancia nos hacen criticar a Dios diciendo: “Al fin y al cabo, Jesús no puede ayudarme. ¡Jesús no puede perdonarme! Nadie, ni el mismo Dios, puede ayudarme a salir de esta necesidad, de mi situación desesperada, de mis tentaciones y pecados. Estas cosas son muy fuertes en mi vida”.
Cuando afirmamos tales cosas, creemos saber más que la Palabra de Dios cuando dice: “Llámame cuando estés angustiado: yo te libraré, y tú me honrarás” (Salmos 50:15). “Nunca te dejaré ni te abandonaré” (Hebreos 13:5). “Pero yo por ser tu Dios, borro tus crímenes” (Isaías 43:25).
Es realmente síntoma de un orgullo muy grande cuando nos colocamos por encima de la Palabra de Dios basados en nuestras opiniones, pensamientos y juicios y creemos que sólo nosotros tenemos razón, rechazando arrogantemente las promesas de Dios por considerarlas inválidas. Por eso el siervo que dijo: “Señor, yo sabía que usted es un hombre duro”, fue sorprendido con las inexorables palabras de Jesús, mediante las cuales dice que su castigo será la condenación, en el reino de Satanás, cuya naturaleza es orgullo y desconfianza.
Y este juicio nos sorprenderá si persistimos en la incredulidad. Usualmente decimos de manera piadosa: “Me encuentro desanimado”, en vez de admitir que estamos en rebeldía y pensando que sabemos más que Dios quien dijo que nadie quien espera en Él será avergonzado (ver Salmo 25:3). Pero si, por causa de nuestro orgullo, actuamos como si Él no pudiera ayudarnos, estamos ofendiéndole seriamente, ya que Él hizo un gran sacrificio al entregar a su Hijo en la cruz para demostrarnos su amor. ¿Cómo podemos nosotros todavía negarnos a confiar en su amor? Porque somos tan orgullosos que no admitimos que somos pecadores delante de Dios y los hombres, ni reconocemos que constantemente cometemos errores. También somos tan orgullosos que no permitimos que Dios con su amor paternal nos discipline por nuestros pecados, así como los padres terrenales disciplinan a sus hijos. Nos rebelamos contra tal actitud, aunque Dios realmente está a favor nuestro precisamente en este momento para ayudarnos, para librarnos de aquello que está perturbándonos: el pecado. Él actúa en amor como un Padre, que nos corrige para poder darnos posteriormente cosas más buenas.
El orgullo, la desconfianza y eludir la responsabilidad de llevar nuestra cruz son realmente las razones por las cuales caemos. Nos rebelamos contra la disciplina, contra aquello que nos es difícil y aun contra nuestra personalidad y errores que humillan y avergüenzan. Sí, nos rebelamos desde lo profundo de nuestros corazones, aunque demostremos una actitud diferente. Disfrazamos nuestro resentimiento cuando ocurren cosas difíciles diciendo: “Yo no puedo creer en el amor de Dios”. Por medio de tal desconfianza no sólo impedimos que Dios obre en nuestra vida, sino que no podemos dar testimonio de la fe y nos despojamos del poder a nuestro servicio en el reino de Dios. Los discípulos de Jesús experimentaron lo mismo cuando le preguntaron por qué ellos no tenían suficiente poder, Él respondió: “Porque ustedes tienen muy poca fe” (Mateo 17:20).
Por eso debemos luchar contra la incredulidad hasta el punto de derramar la sangre. La incredulidad nos hace infelices aquí y algún día nos llevará al reino de las tinieblas. No importa lo que cueste, tenemos que ser liberados de la incredulidad para alcanzar la gloria por la eternidad. El primer deber en la pelea contra la incredulidad y el desánimo consiste en rendir homenaje a la verdad y admitir que nosotros tenemos la culpa cuando no experimentamos el amor y la ayuda de Dios. Porque la incredulidad quebranta nuestra relación con Dios y levanta una barrera contra Él, la cual impide que su manantial de amor y ayuda fluya hacia nosotros.
Con tal actitud, no debería sorprendernos el hecho de que el amor de Dios y todas las buenas cosas que Él ha pensado para nosotros, no alcancen nuestros corazones y vidas. En las Sagradas Escrituras encontramos el ejemplo del pueblo de Dios en el desierto, al cual aseguró la tierra prometida. Pero vemos que ellos no pudieron entrar por causa de la incredulidad. Esa es la razón por la cual las Sagradas Escrituras nos amonestan: “Debemos pues, esforzarnos por entrar en ese reposo, para que nadie siga el ejemplo de aquellos que no creyeron” (Hebreos 4:11).
Para no caer, debemos permitir que Dios nos muestre la razón de nuestra incredulidad: nuestro orgullo. La siguiente meta de fe, para poder vencer la incredulidad y el desánimo, consiste en reconocer delante de Dios y del hombre que el orgullo nos ciega con respecto al amor del Padre. Sólo el humilde tendrá los ojos abiertos para ver a Dios Padre en su infinito amor. El humilde recibirá ayuda. El humilde y el que humildemente se aferra a las promesas de Dios. ¡Hagámoslo!
Si nos resulta difícil creer y estamos a punto de caer en desánimo, debemos orar en alta voz: “Padre mío, yo no sé cómo me vas a ayudar, pero sé que me ayudarás. Eso es cierto, porque Tú tienes un camino para salir de este problema, porque ¡Tú eres amor!” “Padre mío, gracias te doy porque Tú tienes un camino para salir de este problema, porque Tú eres amor” “ Padre mío, te doy las gracias por ser más grande que cualquier cosa, más grande aún que mis aflicciones, y porque siempre me ayudas” “Padre mío, te doy las gracias por contestar mi oración e intervenir” “Señor Jesús, te doy las gracias porque Tú eres mi Redentor y, por cuanto es cierto que cumples Tu palabra, me librarás de las cadenas del pecado”.
Si decimos esto con humildad, como sus hijos, ejerceremos nuestra fe y venceremos nuestra incredulidad y desánimo. Tenemos que acudir a Él quien dice: “Soy manso y humilde de corazón”, porque ofreció su sacrificio en el Calvario para que podamos llegar a ser como Él, y confiar en el Padre con un humilde corazón de amor, aún en medio de la noche. Él nos dará una fe humilde. Para esto hemos sido redimidos: para en amor depositar nuestra confianza en la bondad y en la fidelidad del Padre y en la completa redención del Hijo en medio de toda situación, prueba, o tentación.