¡Estar uno fastidiado! ¿Puede eso realmente ser un pecado? ¿O es sólo un leve defecto personal que cualquiera puede tener? El fastidio usualmente brota del estar irritado por algo o por una persona y su comportamiento que no nos conviene. La Biblia nos dice a dónde puede conducirnos el fastidio. En varias partes está escrito que el pueblo “se ofendió” por lo que dijo Jesús (Juan 6:61; Mateo 15:12). Ellos comenzaron sólo con cierto fastidio, ¡pero qué terribles consecuencias puede tener! La gente de su pueblo natal también se ofendió. Ellos lo echaron fuera de la ciudad y trataron de matarlo despeñándolo desde la cumbre de un monte (Lucas 4:29).Tal fastidio fue la causa de un gran sufrimiento para Jesús y de una gran culpa para los hombres. Hoy también, el fastidio tiene similares efectos.
Así en la vida diaria vemos a menudo los resultados alarmantes de este pecado que aparentemente es inocuo. ¡Cuán a menudo se perturba una relación de amor por el hecho de que alguno se incomoda! Eso puede ocurrir de muchos modos diferentes. Por ejemplo, muchos matrimonios han llegado a una mala situación por el hecho de que uno de los dos cónyuges siempre se incomodaba cada vez que había necesidad de hablar sobre un asunto serio, la paz se perturbaba. Les era imposible cualquier conversación objetiva, y ya no podían acercarse el uno al otro con amor. A menudo, por esta razón, los niños han perdido la confianza en los padres y maestros, los cuales siempre estaban disgustados con ellos. Y cuando estamos continuamente disgustados hacemos que nuestros colegas en el trabajo se sientan infelices. Ya no sienten el anhelo de trabajar. Por estar fastidiados podemos destruir cosas que luego no podemos reparar.
¿Por qué nos fastidiamos? Porque no estamos unidos a la voluntad de Dios. Esa es la razón por la cual todo aquello que no nos cae bien nos disgusta. Reaccionamos negativamente en contra de ello. O puede ocurrir que pensemos que las demandas que se nos hacen son demasiadas. O la petición que hace alguno echa a perder nuestras intenciones, y entonces reaccionamos con disgusto. No comprendemos que todas las cosas, grandes o pequeñas, que nos vienen de la gente o circunstancias son colocadas realmente en nuestras vidas por Dios. Cuando nos disgustamos nos rebelamos contra Dios y lo entristecemos. ¿Y por qué nos fastidiamos de la gente, de las situaciones y de las condiciones? Porque nuestro ego, o sea nuestra propia voluntad, es demasiado grande. Todo tiene que marchar a nuestra manera, del modo que pensamos que es correcto, del modo más fácil para nosotros. Y si éste no es el caso, entonces un deseo, sugerencia, y opinión del otro, o un error que él pueda hacer, encuentra nuestra oposición.
Este fastidio o irritación es tan peligroso y pecaminoso como la ira. La ira parece ser más brusca. Pero usualmente sólo nos viene de vez en cuando. La gente que tiende a enojarse casi siempre está disgustada. En realidad aun llegan al hábito de hablar de ese modo. No tienen la menor idea de que han llegado a ser instrumentos de Satanás, quien quiere destruir la paz y la comunión del amor. Entonces él logrará su meta y estará actuando contra los mismos deseos de Jesús: “Si se aman los unos a los otros, todo el mundo se dará cuenta de que son discípulos míos” (Juan 13:35).
La Biblia dice que las palabras que salen de nuestra boca deben ser buenas, edificantes, y ser de bendición a quienes las escuchan (ver Efesios 4:29). Es decir, debemos hablar aquello que les hace el bien a otros y servirle para llevarles paz. Pero el fastidio sólo produce lo opuesto, y esa es la razón por la cual tenemos que ser liberados de ese pecado. De otro modo, llegaremos a ser una deshonra para Jesús por medio de nuestras palabras y nuestras reacciones.
Cuando estamos disgustados nuestras caras se tornan hoscas y reprochamos a los demás. El fastidio obstaculiza el gozo y a la vez arruina la convivencia. Pero el reino de
Jesucristo es el reino del gozo y de la paz. El fastidio no cabe en él. Por tanto, tiene que ser vencido; no puede tener ningún lugar en nuestras vidas.
A menudo tratamos de presentar excusas por el disgusto. Decimos que eso se debe a que estamos nerviosos o abatidos. Pero la irritación y el fastidio proceden de nuestros malos corazones y, en el último análisis, no tienen ninguna relación con la fatiga o la debilidad de los nervios. El tener los nervios débiles o el estar sobrecargado de trabajo sólo hace que salga lo que realmente tenemos en lo profundo de nuestros corazones. Cuando nos metemos en tales situaciones, no hay razón para excusarnos, ni siquiera para compadecernos de nosotros mismos. Pero sí hay toda clase de razones que nos indican que debemos arrepentirnos e invocar el nombre de Jesús. De este modo seremos verdaderamente libres de estas malas cosas que salen de nuestros corazones, que son expresadas por nuestras lenguas y que perturban la paz.
Lo más importante es que reconozcamos que el disgusto -junto con muchas otras enfermedades pecaminosas que usualmente no consideramos como pecados- es realmente un pecado. Tiene que desaparecer de nuestras vidas. Tan pronto como reconozcamos esto, podemos confiar en la redención de Jesús y en su sangre, en la cual hay sanidad para todo pecado. Es entonces cuando llevamos este pecado ante Él, luego nos avergonzaremos cada vez que nos disgustemos, porque sabemos que estamos entristeciendo a Jesús y que nos estamos haciendo culpables por la destrucción de algo de su reino. Entonces tenemos que hacer lo que Jesús ordena: “¡Arrepiéntanse! ¡Apártense de este camino, no le den más lugar al fastidio!”
Esto tiene que ocurrir cuando llegamos a estar conscientes de nuestro primer pensamiento de disgusto. Es entonces cuando tenemos que proceder contra este pecado y atacarlo diciendo: “Dios preparó esto. Esta situación, esta palabra, esta persona, o lo que sea, realmente fue enviado por Dios. Es parte de su plan”. Es entonces cuando el disgusto pierde su poder. Y si es una situación crítica y se nos escapa una explosión de palabras, pidamos perdón inmediatamente. El odiar el pecado y el sentir dolor cuando lo cometemos, nos lleva a arreglar cuentas con Dios todas las noches, y a llevárselo cada vez que nos sentimos enfadados.
Si hemos acudido al Señor Jesús para que nos perdone, también debemos estar dispuestos a arrepentirnos concretamente, si no hemos pedido perdón a las personas a las cuales hemos afligido, debemos pedírselo. La práctica de rendir nuestras voluntades a la de Dios en las situaciones diarias, y el pelear la batalla de la fe mediante la alabanza a la sangre de Jesús, que siempre nos libera, también nos conduce a la liberación del pecado.