Cuando pensamos en la dureza de corazón, generalmente pensamos en una persona que carece de clemencia, que rehúsa oír las plegarias de los necesitados. Y eso no es correcto, por cuanto nos da sólo un lado del concepto, porque incluye algo más que nos corresponde a todos: eso que llamamos “pasar por alto”. Para ser duros no necesitamos hacer más que pasar por alto las necesidades de nuestro prójimo. En ese momento ya somos inclementes, despiadados.
Jesús nos muestra esto claramente en su parábola del “buen samaritano”. Él califica al samaritano de compasivo porque se inclinó cuando vio a alguien en necesidad y lo ayudó. Los otros, que también lo vieron, simplemente pasaron por un lado y llegaron a ser inclementes. No obstante, su conducta fue casi comprensible. Tal vez los estaban esperando en otra parte y tenían que cumplir un servicio. De modo que se apresuraron a llegar a Jericó en la tarde, lo cual representaba un día entero de camino desde Jerusalén. Tal vez se acercaba la noche. Por el bien de sus familias, no podían ponerse en peligro. Podría ocurrirles peores cosas de las que le había sucedido al que estaba allí tirado, pues los ladrones lo habían golpeado y robado. Esa fue la razón por la cual pasaron de largo.
Probablemente no estaban enterados de que actuar de ese modo era pecado; ellos no rehusaron insensiblemente responder a un llamado de ayuda. Probablemente pensaron que su obligación de llegar a Jericó pronto era más importante que ayudar a una víctima de los ladrones. Si su conciencia les remordía, probablemente se engañaron a sí mismos diciendo que no tuvieron oportunidad para ayudar, por cuanto no tenían un burro, ni un caballo para auxiliar a la víctima. De modo que pasaron de largo. Tal vez con un poco de tristeza por causa de la situación del hombre. Pero Dios califica a estos hombres de “despiadados”.
¡Pasar de largo junto a uno que está en necesidad! Con cuanta frecuencia lo hemos hecho sin comprender que las palabras de juicio de Dios se aplican a nosotros: “Pues los que no han tenido compasión de otros, sin compasión serán también juzgados” (Santiago 2:13).
Tal vez nunca hemos aplicado este terrible veredicto por cuanto no comprendimos nunca que Dios estaba ahí esperando que nos detuviéramos y mostráramos misericordia para con alguien que estaba cerca nuestro en necesidad. Pero pasamos por alto sin aprovechar la oportunidad para ayudar, y así fuimos despiadados. ¡Qué sacudida tendremos cuando nos encontremos ante el tribunal de Dios y lo escuchemos pronunciar su sentencia contra los faltos de compasión: “Apártense de mí, ustedes que están bajo maldición; váyanse al fuego eterno preparado para el diablo y sus ángeles!” (Mateo 25:41).
¿Quiénes, según la Palabra de Jesús, serán condenados al fuego eterno? Los que no recibieron a los extranjeros, no cuidaron a los enfermos, no visitaron a los presos, ni les dieron de comer a los hambrientos; los que no ayudaron con amabilidad a sus prójimos.
Pero Jesús vino para que no permanezcamos en pecado, ni seamos condenados por el mundo. Él quiere remodelarnos a su imagen misericordiosa y permitirnos entrar en su reino. Como Jesús nos ama, no quiere que seamos condenados por el hecho de que fuimos crueles. Tenemos que oír su advertencia: “¡Estad alerta!” ¡Por el sólo hecho de que no hemos rechazado ninguna petición no podemos estar seguros de que este juicio no nos sorprenderá! Todos los días tenemos que rogar a Dios que nos convenza de nuestro pecado de falta de compasión en nuestra vida diaria: “Muéstrame, Señor, cuando esté a punto de pasar al lado de una persona que esté en necesidad, ya sea física o en cualquier otro sentido. Permíteme ver cuando mi voluntad es la causa de mi acción de no querer que la necesidad del otro frustre mis planes e intenciones. Muéstrame cuándo no he tenido ojos bondadosos para las necesidades de otros por el hecho de estar tan absorto en mi ego”. Sólo los que piden,
reciben. Peleemos una intensa batalla de oración contra la inclemencia de nuestros corazones. De esto depende nuestro destino en la eternidad.
Pero esta oración diaria no es suficiente. El buen samaritano no sólo tuvo un corazón misericordioso que pudo satisfacer las necesidades de otro, sino que también estuvo dispuesto a sacrificarse por él. Tenemos que hacer sacrificios por nuestro prójimo, pues la genuina misericordia sólo puede practicarse cuando se incluye el sacrificio. El samaritano sacrificó su seguridad; su acción le habría podido costar la vida, por quedarse junto al hombre herido en caso de que los ladrones hubieran vuelto. Pero no siempre tenemos que arriesgar nuestras vidas para ser misericordiosos. Algunas veces es sólo una cosa pequeña la que se espera de nosotros, como por ejemplo, una moneda. O tal vez en alguna época de escasez debamos dar a otros que tienen menos que nosotros, comida, vestido, o concederles un lugar para dormir, aun cuando nosotros mismos no tengamos mucho. ¿Y cuán frecuentemente un pequeño sacrificio de misericordia simplemente significa dar a otros algo de nuestro tiempo? ¿Cuántas veces hemos llegado a ser culpables en esta área?
Todo depende de que tomemos en serio la exhortación de Jesús: “Sed, pues misericordiosos”. Me pregunto: ¿Vivimos según las normas por las cuales seremos juzgados algún día? “Sean ustedes compasivos, como también su Padre es compasivo” (Lucas 6:36). Eso significa, por ejemplo, que debemos tomar en serio la parábola que trata del siervo que no tuvo misericordia y aplicarla a nuestras vidas. Este siervo no tuvo misericordia con su consiervo que le debía algo. Él no comprendía que así como Dios había sido misericordioso y lo había perdonado, él estaba ahora obligado a hacer lo mismo, pero Dios espera que nosotros perdonemos compasivamente cuando otros pecan contra nosotros, sea en palabra o acción, y que no llevemos la cuenta de sus pecados.
La falta de misericordia en el no perdonar al otro puede costarnos la vida un día, la vida en el reino de los cielos. Porque Jesús dice que el siervo que no tuvo misericordia y todos los que siguen su ejemplo, serán entregados “a los verdugos”, lo cual significa que estarán en el reino de Satanás. El apóstol Pablo agrega: “no quieren entender, no cumplen su palabra, no sienten cariño por nadie, no saben perdonar, no sienten compasión. Saben muy bien que Dios ha decretado que quienes hacen estas cosas merecen la muerte” (Romanos 1:31-32). Nos engañamos cuando pretendemos que pasar por alto a otros o no ser capaces de perdonar es una actitud inocua. Las palabras de Jesús son ciertas y seremos juzgados según lo que Él dijo. Pero cuando hablamos de falta de misericordia no estamos diciendo que debemos tolerar el pecado y no estar dispuestos a ayudar a otros con amor humilde en sus faltas. Si nos descuidamos en hacer esto, también seremos despiadados, aunque en otro sentido, y esto también traerá sobre nosotros juicio.
Pero si con corazón dolido llevamos nuestra falta de misericordia bajo la sangre de Jesús, el arrepentimiento nos impulsará a ir ante aquellos con quienes fuimos faltos de compasión para enmendar nuestra conducta manifestándonos especialmente amables con ellos y dispuestos a ayudarles. En caso de que ya no podamos hacer esto con dichas personas, debemos conceder esta bondad a otros. Luego la culpa de la falta de misericordia será borrada por la sangre del Cordero en este tiempo y por toda la eternidad.
De modo que las palabras de Jesús: “Sean ustedes compasivos como también su Padre es compasivo” (Lucas 6:36), no deben desanimarnos, ni desesperanzarnos, porque dan la impresión de que nuestros duros corazones, que continuamente pasan por alto las necesidades de otros, jamás llegarán a ser misericordiosos. Tenemos que creer lo que dice Jesús: “…lo que es imposible para los hombres, es posible para Dios” (Lucas 18:27). Para Dios todo es posible, porque Él es Todopoderoso. En Jesús hay redención de los pecados, aún de la falta de misericordia por cuanto Él pagó el precio por nuestros pecados. Fuimos redimidos para ser misericordiosos. El que siempre reclame por fe esto, hallará que es cambiado a la imagen misericordiosa de Dios, de un grado de gloria a otro y un día entrará en el reino de Dios, el reino de amor y misericordia.