La envidia es una raíz ponzoñosa que está en nuestras almas y puede matar a otros. El mismo Jesús fue víctima de este poder asesino. Está escrito: “Porque se había dado cuenta - Pilato- de que lo habían entregado por envidia” (Mateo 27:18). La persona envidiosa no soporta el ver que sus prójimos, especialmente sus semejantes o aquellos con quienes vive, - consigan algo más o mejor que él. Esto es especialmente cierto en los aspectos que más nos interesan, por ejemplo, en la parte intelectual, en la belleza o en la fuerza física, en el reconocimiento que se recibe y la popularidad, en las ventajas materiales y en otros privilegios que se tienen en el hogar o en el trabajo. Por ejemplo, la madre envidiosa lamenta que el hijo de su vecina sea más popular o con más éxito que el suyo; le duele si ése tiene un matrimonio feliz y en cambio su hijo no lo tiene. ¡Cuán a menudo miramos a otros de soslayo por el simple hecho de que todo le está saliendo bien!
En tales situaciones, cuando Dios ha dado a otro algo que nos ha negado, rara vez nos detenemos en el hecho de tener heridos los sentimientos. El veneno fluye de nuestros corazones en palabras y hechos. En los casos más livianos nos manifestamos poco amables para con otros; los rechazamos; discutimos con ellos y les hacemos la vida difícil. Pero frecuentemente, tal como los fariseos se vengaron de Jesús, nos vengamos de otros, por cuanto han logrado el honor, el reconocimiento y la popularidad que pensábamos que eran nuestros, por medio de sus méritos. Tratamos de humillarlos de algún modo, de bajarles los humos ante los demás, o exponerlos a la luz pública lo mejor que podamos. Algunas veces somos inconscientes de esto, por cuanto creemos tener razones imparciales para pelear contra ellos. Y si llegamos a ser conscientes de la envidia que tenemos, tal vez tratamos de que parezca inofensiva, o aún de decir que lo sentimos, porque Dios no nos ha dado algo que les ha dado a otros. Si así lo hacemos, estamos justificando nuestra envidia.
Por nuestra ceguera no vemos que cuando estamos llenos de envidia nos encontramos bajo un serio juicio de Dios. La envidia es uno de los pecados que puede excluirnos del reino de Dios según la Sagrada Escritura (Gálatas 5:20 y siguientes). Para el envidioso esto significa un destino devastador en el futuro. A los envidiosos se les negará la entrada al reino de Jesucristo, aunque se llamen cristianos. En presencia de la eternidad, no podemos tolerar la envidia por ningún precio. Esta raíz ponzoñosa y pecaminosa debe ser erradicada de nosotros si deseamos morar con Jesús eternamente. Por el hecho de que la Palabra de Dios habla claramente acerca de la envidia, tenemos que tomar la advertencia del apóstol Pedro en serio: “Por lo tanto, abandonen toda clase de maldad…y envidia” (1 Pedro 2:1).
Ahora bien, debemos hacer todo el esfuerzo posible para deshacernos de este pecado. ¿Pero cómo? En primer lugar, rendir homenaje a la verdad y admitir que somos envidiosos porque otro tiene algo que nosotros no poseemos. Tenemos que reconocer tales sentimientos y pensamientos como pecados. El juicio de Dios está contra ellos. Luego nos atemorizaremos y aborreceremos este pecado, y permitiremos que se nos muestren las raíces de la envidia. Las principales están usualmente en nuestro egoísmo y en nuestros anhelos, que pueden ser por bienes físicos o espirituales. Por tanto, tenemos que preguntarnos: ¿Estamos dispuestos a entregar nuestro egoísmo y reclamos por posesiones, dones y talentos a Jesús, y a ser pobres unidos con Él en lo que tiene que ver con capacidades, el propio honor, posesiones, amor y reconocimiento? ¿Estamos dispuestos a creer que Dios siempre dota a los pobres y que ellos en realidad son ricos?
La segunda raíz de la envidia es la desconfianza en Dios. Consiste en compararnos con otros, como si el Padre celestial hubiera sido injusto cuando distribuyó sus dones y también las cargas y responsabilidades. Por tanto, es asunto de renunciar a nuestros pensamientos rebeldes y desconfiados. En vez de ello, debemos confiar que Dios, por cuanto es amor, siempre nos da lo mejor. Siempre nos lleva por el camino mejor. Si Él hubiera tenido uno mejor para nosotros, lo hubiera escogido.
No importa cómo nos guíe el Señor, si nos da algo o no, siempre es lo mejor para nosotros, por cuanto procede de las manos del Padre que nos ama. Tenemos que creer eso firmemente. ¡Además, nunca podemos juzgar lo que es alegría o carga para otros, por cuanto no podemos ver lo que hay detrás de ellos, tal vez estemos envidiando algo que sólo es una tarea difícil.
La tercera raíz de la envidia es la ingratitud. Por tanto, debemos comenzar dando gracias a Dios por lo que hemos recibido y luego no habrá lugar para la envidia. Si damos las gracias a Dios por los dones que otros reciben, el veneno de la envidia tiene que rendirse.
No importa cuánto cueste, Jesús quiere librarnos de la envidia, si estamos dispuestos a dar el primer paso como señal de nuestra disposición, y le entregamos nuestros deseos envidiosos. Él vino a romper nuestras cadenas. Su sangre es suficiente para curar la enfermedad del pecado. Él quiere transformarnos hasta que permanezcamos en paz en situaciones en que antes nuestra envidia nos hubiera hecho pedazos. Sí, hasta que logremos regocijarnos cuando otros tienen más talentos que nosotros. Cuando seamos redimidos de la envidia, llegaremos a ser felices y gustar del reino de paz y gozo del Señor aquí, y un día moraremos allí eternamente. Por tanto, “¡Pelea la buena batalla de la fe!” ¡Vale la pena!