¿Cómo pueden ser compatibles estas cosas? Queremos ser cristianos, discípulos de Jesucristo, que llevó la cruz en beneficio de todo el mundo. Eso lo decidió Él voluntariamente. Nosotros, sin embargo, rechazamos nuestra propia cruz. Jesús dice: “Y el que no toma su cruz y me sigue, no merece ser mío” (Mateo 10:38). “Y el que no toma su propia cruz y me sigue, no puede ser mi discípulo” (Lucas 14:27). Un día Jesús dirá a los que eluden sus cruces: “No considero que ustedes son mis discípulos”. Entonces la puerta de entrada al reino estará cerrada.
¡Qué juicio severo ha de caer sobre nosotros, si rehusamos llevar nuestra cruz y nos quejamos ante Dios y el hombre respecto a ella! Nuestras quejas son generalmente acusaciones. Si soportamos el sufrimiento diciendo: “¡Sí, Padre!”, algún día alcanzaremos la gloria del Señor y entre tanto aquí en la tierra llegaremos a una íntima comunión de amor con Jesús. Pero si eludimos la cruz, experimentaremos lo contrario. Aquí en la tierra seremos infelices por estar separados de Jesús. Sólo los verdaderos seguidores, los que continúan con Él por el camino de la cruz, estarán cerca de Él aquí y luego allá arriba por la eternidad.
Si queremos estar con Jesús y que nuestras vidas lleguen a la ciudad de Dios, sólo hay un camino: el de la cruz. Jesús pregunta a cada uno de nosotros: “¿Quieres escoger mi camino de la cruz?” Nos está llamando con amor: “Ven, sígueme, toma tu cruz”. Si no acudimos a su llamado, que nos ama más que cualquier persona, si rehusamos tomar nuestra cruz y nos rebelamos contra ella, tendremos que escuchar al Señor cuando nos diga cómo le dijo a Pedro: “¡Apártate de mí, Satanás!” (Mateo 16:23). Porque entonces el tentador nos tiene en sus garras. Él llevará a todos los que no quieren tomar sus respectivas cruces al reino de la condenación. Entonces sufrirán de un modo peor. Satanás utiliza todos los medios para impedir que andemos por el camino de la cruz, porque no quiere que lleguemos al reino de gozo eterno. Si llevamos aquí la cruz por amor a Jesús, allí se cambiará por gozo. Esta decisión tendrá consecuencias de largo alcance por la eternidad.
Si queremos entrar un día al reino de Jesús y heredar la corona de vida, tenemos que seguir el consejo del apóstol Pablo: “Toma tu parte en los sufrimientos como un buen soldado de Jesucristo” (2 Timoteo 2:3). Debemos rendirnos al sufrimiento, por ejemplo, si Dios pone esa cruz sobre nosotros, si sufrimos injustamente, si la gente nos calumnia sin razón, si nos reprenden y tratan mal, es entonces cuando tenemos que seguir en las huellas de Jesús. “Cuando lo insultaban, no contestaba con insultos; cuando lo hacían sufrir, no amenazaba, sino que se encomendaba a Dios que juzga con rectitud” (1 Pedro 2:23). Si queremos elegir los caminos de Cristo Jesús (ver 1 Corintios 4:17), sufriremos todo: cuando seamos perseguidos e injuriados, bendeciremos; si sufrimos injustamente, nos convertiremos en desechados; si es necesario llegaremos a ser un tapete para todos. Pero entonces estaremos al lado de Jesús, Él nos reconocerá como sus discípulos y compartirá con nosotros su gloria celestial, dándonos tronos y coronas. Los que sufren con Cristo y soportan pacientemente diversas clases de padecimientos y aflicciones, tales como dolores del cuerpo o del alma; desilusiones, soledades, la muerte de los seres queridos y aflicciones familiares, heredarán la gloria eterna con Jesús (Romanos 8:17). Pero si pertenecemos a aquellos que se quejan por cada cruz y se desaniman y aún acuden a Dios diciendo: “¿Por qué a mí? ¿Por qué tengo que sufrir?”. Entonces la condenación de Dios puede alcanzarlos. “Pero en cuanto a los cobardes... a ellos les tocará ir al lago de azufre ardiente” (Apocalipsis 21:8).
De modo que todo depende de si realmente llevamos nuestras cruces. ¿Pero cómo ser libres cuando estamos atados por el temor a la cruz? ¡Nuestro primer deber es descubrir la razón por la cual tratamos de escapar de la cruz! Nos falta la perspectiva de la verdad en cuanto a nuestra naturaleza pecaminosa no redimida. Y nos falta el dolor por este pecado que continuamente nos hace culpables. Cualquiera que reconozca cuán contaminado está con el
pecado, se sienta verdaderamente triste por ello y quiera ser libre, sin importarle el precio, aceptará voluntariamente esta disciplina y sufrimiento de toda clase pues procede de Dios. Porque tal persona dice prudentemente: “Necesito cruces que me purifiquen y transformen a imagen de Jesús para alcanzar la meta de la gloria celestial”. Pero el que no toma en serio sus pecados y esta meta eterna hallará que toda clase de sufrimiento es demasiado para él. Se quejará y acusará a Dios y al hombre en vez de reconocer que necesita la aflicción y la disciplina y lamentará sus debilidades y pecados. De modo que necesitamos pedir contrición para esta ceguera. Luego cambiará nuestra actitud hacia la cruz y veremos la bendición del Señor en ella.
A veces simplemente sufriendo en la carne dejamos de pecar (1 Pedro 4:1). Dios permite que alguna cruz entre en un aspecto pecaminoso de nuestras vidas, de tal modo que el pecado sea sentenciado a muerte. De este modo somos más transformados a la imagen de Jesús y un día podremos verlo cara a cara. Por medio de la disciplina participamos de su santidad (Hebreos 12:10), y sin santidad nadie verá al Señor (Hebreos 12:14). Por ejemplo, la cruz que consiste en perder bienes terrenales, si se acepta con disposición, ha librado a personas de la esclavitud, a las cosas de este mundo y las ha dejado libres para vivir para Jesús y su reino. La cruz que consiste en perder un ser amado, al cual estábamos atados, libra nuestra alma para brindarle a Jesús un amor no dividido y darnos mayor felicidad en nuestros corazones. La cruz produce gloria y regocijo aún aquí en la tierra, porque Dios el Padre de amor, no puede esperar hasta la eternidad; Él anhela vehementemente recompensarnos aquí también.
El segundo “deber” para llegar a estar libre de tratar de eludir la cruz es mirar al Padre, cuyo corazón está lleno de amor por su hijo y que cuidadosamente considera cuánto él puede soportar y lo que será mejor para él. Él nos da la cruz precisa que pueda llevarnos a la gloria. Él tiene escondido un gran tesoro en nuestra cruz. Nosotros debemos descubrirlo: maravilloso fruto, transfiguración, victoria, gozo eterno; unidad con Jesús. Tenemos que decirnos vez tras vez: “Por el hecho de que Dios es amor, el sufrimiento no es jamás el fin de la historia. Dios siempre encuentra el camino para sacarme del sufrimiento; Él tiene consuelo y ayuda, por cuanto es mi Padre”. La fe en el amor del Padre, quien nos ha dado la cruz, hace que las cosas difíciles sean fáciles y las amargas dulces.
Al mismo tiempo tenemos que mirar a Jesús. Él fue quien llevó la cruz. Doblándose humildemente bajo la pesada carga, Él llevó con amor la cruz hasta el Calvario por nosotros. Él ha marchado delante de nosotros y prepara el camino para que no tambaleemos. Ahora Él carga nuestra cruz con nosotros. Él sabe lo que significa llevarla, puesto que tuvo sobre sí los pecados y sufrimiento de toda la humanidad. Él sabe ayudarnos y fortalecernos. ¿No debemos confiar en Jesús para poder llevarla? Sí, si llevamos nuestra cruz junto con Jesús nos acercaremos a él más que nunca antes y experimentaremos su gozo.
Por eso, renunciemos a nuestra desconfianza y dejemos de pensar que Dios no es amor y que Él nos trae el sufrimiento sin consuelo ni ayuda. Porque tales pensamientos alimentan nuestro deseo de eludir la cruz y hacen que se haga insoportable. Entonces sí llegaremos a ser infelices. El peor sufrimiento es nuestro deseo de eludir la cruz. Esa es la razón por la cual debemos renunciar a este pecado. Con fe queremos dar alabanza al poder de la redención de Jesús y experimentar este poder en nuestra vida.
Mi amado Señor Jesús,
Tú eres llamado el Señor crucificado, el que llevó la cruz. Yo te elegí a Ti como Señor mío, dándote mi voluntad y mi amor, deseando seguirte.
Oye mi oración: Que Tú nunca tengas que decir de mí: “Tú no eres digno de mí; no puedes ser mí discípulo, por cuanto no quisiste llevar mi cruz”. Concédeme la gracia de decir: “Sí, Padre” a toda cruz que Tú quieres que yo lleve, confiando que ha sido preparada para mí y que viene de las amorosas manos del Padre. Eso me traerá abundancia de bendición divina. Concédeme la gracia de regocijarme en mis sufrimientos (Ro.5:3), porque ellos me transforman y me preparan para tu reino de gozo y gloria; y también me unen contigo en íntima comunión, mi Señor Jesús, aquí en la tierra, y me permiten probar el gozo eterno.
Te doy las gracias, Señor Jesús, por mostrarnos que:
En la cruz hay gran fruto. En la cruz hay gloria. En la cruz hay victoria, poder y resurrección. La cruz libera mi alma de esta tierra y me acerca al cielo. La cruz me trae provecho aquí y arriba. Enséñame a amar mi cruz como un precioso Don de tu mano, por el cual te daré gracias durante la eternidad. Por amor a ti, Señor Jesús, quiero seguirte. Hazme una verdadera persona capaz de llevar la cruz.
Amén.