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18. EGOÍSMO

Los egoístas son una oposición de aquello para lo cual fuimos creados y redimidos por el Señor que es amor eterno. Jesús nos liberó para amar, y el amor siempre se centra en otra persona. El egoísmo es lo opuesto al amor, porque el egoísta siempre se centra en sí mismo y no es sensible a otro individuo ni a lo que éste necesita o desea. Mientras el amor se preocupa por la otra persona y da libremente, el egoísta solo piensa en sus derechos. Sus demandas deben ser satisfechas, ya tengan que ver con la salud, la comodidad, el tiempo libre o con el derecho al respeto. Sólo vive para su ego; lo mima. Y no se interesa en las dificultades que les causa a otros, ni en el tiempo y la energía que les roba. Sí, y algunas veces se aprovecha muy conscientemente de las personas que lo rodean, especialmente de aquellos que están bajo su autoridad, y los utiliza de tal modo que el cuerpo, el alma y el espíritu de ellos pueden ser perjudicados.

La parte terrible de esto consiste en que el egoísta vive para sí y no para Dios, ni para el prójimo. En vez de adorar a Dios, adora su propio ego. Para él será terrible despertar en la eternidad. Será condenado con este agudo veredicto: “…pero afuera se quedarán…los que adoran ídolos” (Apocalipsis 22:15). Esto quiere decir fuera del reino de Dios. El egoísta, a causa de su desmedida concentración en sí mismo, está en peligro de no detenerse para lograr satisfacer sus demandas, a pesar del daño que pueda causar a su prójimo. Por tanto, de modos diferentes peca contra los mandamientos de Dios y amontona juicio e infortunio sobre sí. Así que tenemos que odiar nuestro egoísmo y dirigir una seria batalla de fe contra él, para ser redimidos.

Sobre todo, es necesario reconocer nuestro egoísmo disfrazado, a la luz que Dios nos ofrece. Podemos disfrazar nuestro egoísmo, por ejemplo, amando nuestra familia y cuidándola. Ciertamente, esto es algo bueno. Pero si estamos tan interesados en los derechos y el bienestar de nuestra familia que colocamos a otros en desventaja, eso se llama “egoísmo familiar”. Simplemente nos concentramos en un “ego ampliado”. Otra expresión de este egoísmo familiar puede consistir en que los padres, por el bien de sus planes ambiciosos, tratan de impedir que su hijo siga el llamado de Dios para dedicarse tiempo completo al servicio de su reino.

El egoísmo no sólo hace sufrir a otras personas, y nos hace pecar contra ellas, sino que también perjudica nuestra alma. Nosotros lo alimentamos con todo lo que desea nuestro ego de tal forma que ya no queda lugar para la vida divina, para la morada del Señor Jesús en nuestros corazones. Es entonces cuando Jesús nos dice las siguientes palabras: “…sé que estás muerto aunque tienes fama de estar vivo” (Apocalipsis 3:1). Si creemos en Jesús y continuamos dominados por el egoísmo, llevamos una vida cristiana imaginaria, y pertenecemos a los hipócritas. Al entregar nuestras vidas a Jesús, lo que primero le concedimos fue el derecho a nuestras vidas: “Y Cristo murió por todos, para que los que viven ya no vivan por sí mismos, sino para El, que murió y resucitó por ellos” (2 Corintios 5:15).

Pero, cuán a menudo simplemente nos hemos aferrado a nuestro egoísmo después de llegar a la fe cristiana y le hemos dado lugar en el área espiritual. Este crecimiento canceroso rápidamente penetra en nuestros nuevos intereses espirituales: en el deseo de disponer de un tiempo de quietud para la oración, en la búsqueda de un mejor conocimiento, en la comunión con otros cristianos, en lo cultos de predicación y adoración, y así sucesivamente. Sin comprenderlo, vamos a los cultos cristianos sólo para nuestra edificación, no para unirnos con los demás con la finalidad de glorificar al Señor. Aún en los días de la iglesia primitiva, el apóstol Pablo tuvo que lamentarse: “Todos buscan su propio interés, y no el interés de Jesucristo” (Filipenses 2:21). El egoísta piadoso juzga todo conforme al beneficio que él logra de las cosas. Canta, ora, cree y tiene una vida espiritual para su propio bien, pero al obrar de esta manera cae en hipocresía. Sólo necesita al Señor cuando Él puede hacer algo a su favor. Por eso le vuelve la espalda al Señor cuando Él no contesta sus demandas, sino que desalienta sus esperanzas egoístas.

El egoísta es una representación fraudulenta de los discípulos de Cristo. El siguiente versículo lo demuestra: “Y el que no toma su propia cruz y me sigue, no puede ser mi discípulo” (Lucas 14:27). Por tanto, no puede pertenecer al reino de Jesús. Carece de un importante elemento en la vida de Jesús y en la vida de todos Sus verdaderos discípulos: el sacrificio. Sólo donde existe sacrificio hay verdadero amor. Y cualquiera que practica lo opuesto al amor en su vida estará fuera del reino de los cielos, que es para los que aman. El egoísta–que no quiere entregar su “yo” elude el sacrificio y llega a faltar en el amor–no pertenece a Jesús ni a Su reino, ni aquí ni en la eternidad.

Por cuanto todos estamos inclinados hacia el egoísmo, es necesario comprender claramente que debemos ser librados de esto, sin importar cuánto cueste. El modo de lograrlo envuelve una rendición definitiva de la voluntad. Tenemos que tomar una decisión. ¿Queremos continuar afirmándonos a nosotros mismos, y rindiéndonos a nuestras propias demandas, deseando que sean satisfechas? ¿O queremos odiar a este “ídolo”, a nuestro ego, y dejar de rendirnos a todo aquello que lo nutre? ¿Queremos hacer aquello que lo sentencie a muerte? Si le decimos a Jesús: “Quiero ser tu discípulo; quiero marchar contigo por el camino del sacrificio”, ya hemos dado el primer paso. Porque Jesús solamente puede liberarnos de la esclavitud del pecado, si sinceramente nos entregamos a Dios.

Esta forma de entrega está claramente esbozada en la Epístola a los Filipenses: “ninguno busque únicamente su propio bien, sino también el bien de los otros”. Luego se describe el camino de sacrificio de Jesús: “Tengan ustedes la misma manera de pensar que tuvo Cristo Jesús, el cual…hizo a un lado lo que le era propio” (Filipenses 2:4 y siguientes). Mientras más podamos meditar en nuestro Señor Jesús y el camino que Él escogió, y nos asombremos por el amor que lo llevó a despojarse de Sí mismo por nosotros, más podremos odiar nuestro ego y egoísmo. Entonces la gratitud y el amor hacia Él nos impulsarán a reclamar Su redención y pelear la batalla de la fe contra este pecado. Eso significa que tenemos que dar alabanza al poder de su sangre sobre todas las demandas de nuestro ego dondequiera que surjan.

Pero también significa que cada vez que nos domine un acto egoísta, realmente debemos ser impulsados al arrepentimiento. Cada vez que nos colocamos al lado de nuestro ego y nos aferramos a esto o aquello, debemos desprendernos de los mismos, y además, debemos sacrificar tanto como sea posible. En respuesta a las oraciones en las cuales le pedimos a Dios que nos libere del egoísmo, Él demandará sacrificios penosos y tenemos que decir: Sí, y debemos dedicarnos especialmente a aquellos a quienes hemos perjudicado por causa de nuestro egoísmo y de nuestra desconsideración. Entonces Jesús probará lo que Él es y lo que puede hacer, Él puede cambiar al egoísta en un alma amante y abnegada, para la gloria de Su nombre.