Dos cuadros están ante nuestros ojos. En el primero está Jesús con una corona de oprobio. Voluntariamente, El decidió ser el más despreciado e indigno entre los hombres. Las personas escondieron sus rostros de Él y “no lo estimaron”. ¡Jesús es el que merece todo el honor en el cielo y en la tierra! pero se sacrificó por amor hacia nosotros y se sometió al oprobio.
En el otro cuadro estamos los hombres, usando coronas más o menos brillantes que representan nuestro deseo de que se nos brinde atención y respeto. Somos muy adictos a este deseo. No importa cuál sea el precio, queremos ser centro de atención. Hacemos toda clase de esfuerzos para lograr esta meta ante la cual todas las demás se tornan secundarias.
El notorio contraste entre estos dos cuadros nos muestra claramente cuán serio es este pecado, nos muestra que nuestro deseo de recibir atención contradice la divina vocación con que hemos sido llamados para ser transformados a la imagen de Jesús.
Las raíces de este pecado están en la caída de Adán. Por esta causa, todo perdió su relación apropiada. Ya no estamos ante todo interesados en ser estimados por Dios y estar en la unión de amor con El. En vez de ello, tenemos un anhelo apasionado de ser respetados y estimados por las personas. Si sentimos que las personas a las cuales respetamos y cuya opinión es importante para nosotros no nos respetan, nos sentimos tristes, deprimidos, infelices y susceptibles.
Pero esto no es todo, por causa de nuestro deseo de ser reconocidos, frecuentemente buscamos ser el centro de la atención, y pretendemos ser lo que no somos, o tener capacidades que no poseemos. De modo que nos hacemos mentirosos, hipócritas. Pensamos que servimos a Dios, pero en realidad hacemos todo para nuestro honor, de tal modo que otros nos respeten y de esa manera pecamos contra las cosas más sagradas. Es entonces cuando el “¡Ay!” que Jesús pronunció contra los fariseos se aplica también a nosotros. “Todo lo hacen para que la gente los vea...Quieren tener los mejores lugares en las comidas y los asientos de honor en las sinagogas, y desean que la gente los salude con todo respeto en la calle y que les llame maestros” (Mateo 23: 5-7).
Estos hipócritas a los cuales Jesús les dijo: “¡Ay!”, son amenazados con el más grande juicio de Jesús en la eternidad. Por esa razón no podemos tolerar el deseo de reconocimiento y atención. Este deseo da origen a muchos otros pecados.
Herimos a otros, nos manifestamos faltos de amor y los colocamos en la sombra, para poder aparecer donde está la luz que nos favorece. O hacemos cosas no correctas para poder ser reconocidos y estimados. Especialmente en nuestros tiempos, cuando pertenecer a Jesús y seguirlo cuesta cada vez más, incluso el sometimiento al ridículo y deshonra humana, el deseo de reconocimiento puede ser la causa de nuestra caída y aún de que lleguemos a negar a Jesús. Sí, si esta propensión a recibir la honra de la gente es demasiado fuerte en nosotros, Jesús tiene que lamentarse por causa nuestra, como lo hizo por causa de los fariseos que no lo aceptaron: “¿Cómo pueden creer ustedes, si reciben honores los unos de los otros y no buscan los honores que vienen del Dios único?” (Juan 5: 44).
De modo que este pecado que usualmente está profundamente arraigado en nuestras personalidades, nos separa de Jesús y de la vida divina. Esa es la razón por la cual debemos deshacernos de él, sin importar el precio que tengamos que pagar. ¿Qué será lo que puede ayudarnos?
Primero que todo, tenemos que permitir que el Espíritu de Dios siempre nos muestre cuán despreciables son nuestros deseos de lograr el reconocimiento y luego hacer una renuncia definitiva: “Señor, yo no quiero ser algo, no quiero que se me respete como si fuera algo”. Entonces descubriremos que hay poder en esta renuncia resuelta, y que Jesús la acepta. Él, el Hijo de Dios, se entregó para ser despreciado y rechazado por todos. Ahora, Él puede ayudarnos. Lo que es suyo, es nuestro. Él logró esta humildad, este deseo de ser nada. Es entonces cuando recibimos el más grande don. Seremos respetados por Dios. El Padre dijo que Él se complacía en Su Hijo, cuando Jesús bajó al Río Jordán y permitió que los demás pensaran que Él era un pecador, que no era digno de respeto. Este "descenso" le produjo a Jesús un amor especial por parte del Padre y le produjo al Padre el mayor gozo.
Jesús abandonó la gloria y escogió el menosprecio, para que nosotros fuéramos redimidos de nuestro deseo de recibir reconocimiento y ser cambiados a su imagen de humildad. Su humillación, aún hasta el punto de morir como un criminal en la cruz, es garantía segura de su ayuda para todos los que queramos ser libres del deseo de ser reconocidos.