Buscar este blog

12. SEAMOS HONESTOS—La historia de Ananías y Safira

Nos tenemos el uno al otro, y eso es todo lo que importa”, se jactó la pareja enamorada poco después de su boda. Pero iban a descubrir que nunca es así de sencillo. Ningún marido y mujer cristianos pueden ser una isla para sí mismos. Son parte de una unidad más grande llamada el Cuerpo de Cristo (Ef. 1:22-23), la casa de la fe (Gl. 6:10), la casa de Dios (Ef. 2:19). La familia de Dios es mucho más amplia que cualquier unidad familiar, y pronto aprendemos que nuestra relación con esta familia espiritual más grande afecta nuestra relación entre nosotros como cónyuges. Esto queda más claro que el cristal en la historia de Ananías y Safira.

Vivieron en los días de la mayor pureza y poder de la iglesia. Considérese, en primer lugar, el estado de la iglesia en esa emocionante era apostólica: “Y la multitud de los que habían creído era de un corazón y un alma; y ninguno decía ser suyo propio nada de lo que poseía, sino que tenían todas las cosas en común” (Hch. 4:32). 

Esto es de lo más asombroso. El número de creyentes probablemente ascendía a cinco mil o más en ese momento, y sin embargo eran de “un corazón y un alma”

La palabra “corazón” se menciona 743 veces en la Biblia, y se utiliza en varios contextos, pero siempre se nos advierte de su naturaleza pecaminosa (Jer. 17:9; Mt. 15:19—véase LOS FELINOS EN LA BIBLIA). Las referencias positivas a él que tienen mayor significado para los creyentes nacidos de nuevo involucran la representación de los sentimientos, las emociones y los deseos. Dios quiere que Sus hijos lo amen con un corazón limpio (Sal. 51:10), que sólo Él puede crear y dar a los Suyos. 

Pero la Escritura continúa diciendo que ellos también eran de un “alma”, y eso es algo completamente diferente. El alma es la fuerza vital consciente en el ser humano, su personalidad, que consiste en su mente y voluntad. Este es el nivel en el que piensa y toma sus decisiones. Este es el reino de la experiencia. Aquellos primeros cristianos no sólo eran uno por su posición en Cristo, sino que también eran uno en experiencia. Pensaban igual, tenían sentimientos profundos el uno por el otro y tomaban decisiones que reflejaban su cuidado y preocupación mutuas. No se sentaban durante sus servicios de adoración y luego se iban a casa olvidándose de sus hermanos y hermanas. Su comunión los unos con los otros no se limitaba a una hora ni a un día de la semana, sino que estaban en contacto todos los días. En pocas palabras, la multitud de los que habían creído deseaban todos lo mismo, y lo expreseban con acciones concretas llevadas a cabo física, materialmente. Estaban unidos en un mismo sentir, y como sabían que se pertenecían el uno al otro como hermanos y hermanas en Cristo, todo lo que hacían era para el bien comunal. Debido a su número, no se reunían todos al mismo tiempo en un mismo lugar, sino que lo hacían en unidades más pequeñas en las casas particulares de los hermanos y así llegaban a conocerse unos a otros más íntimamente, así crecían en el amor mutuo y aprendían a preocuparse por los problemas de los demás y atender sus necesidades (Hch. 2:46). 

Su amorosa preocupación el uno por el otro llegó al extremo de tocar sus billeteras, ¡y eso es verdadero amor! Se dieron cuenta de que todo lo que tenían venía de Dios, que no les había sido dado para su propio uso exclusivo, sino para compartirlo con sus hermanos en la fe. No hubo coacción involucrada. Cualquier creyente era libre de poseer una propiedad si así lo deseaba, y nadie pensaría menos de él por ello. Pero la mayoría de ellos vendían sus posesiones materiales y entregaban el dinero a los apóstoles para que lo distribuyeran entre aquellos que, con toda probabilidad, habían perdido sus trabajos a causa de su fe. Sacrificaban sus propios bienes y comodidades por el bien de los necesitados entre ellos.

El resultado de esta actitud desinteresada fue un gran poder y bendición para toda la iglesia. “Y con gran poder los apóstoles daban testimonio de la resurrección del Señor Jesús, y abundante gracia era sobre todos ellos” (Hch. 4:33). Una congregación solidaria es una congregación fuerte, porque hay energía dinámica en la expresión genuina del amor de Dios. El Señor Jesús dijo que este tipo de amor es la señal distintiva del verdadero discipulado (Jn. 13:35), y donde está presente atrae a la gente como un oasis en el desierto atrae a los sedientos.

Este estado de cosas atrajo al matrimonio conformado por Ananías y Safira. Ellos fueron contados entre esa poderosa y solidaria comunidad de creyentes. El nombre de Safira significa “hermosa” o “agradable”, el mismo nombre que se le da a esa piedra preciosa de color azul púrpura intenso, el zafiro. Ananías significa “Jehová es misericordioso”, y Dios ciertamente había sido misericordioso con él. Le había dado una mujer hermosa, lo había bendecido con posesiones materiales, le había perdonado sus pecados y lo había puesto en comunión con personas que realmente se interesaban por su bienestar general. Un hombre no puede pedir más que eso en esta vida, sin ser considerado un mal agradecido.

Pero Ananías sí quería más, y también Safira. Querían más que aceptación; ellos querían aclamación. Querían ser más que miembros del Cuerpo; querían ser miembros prominentes del Cuerpo. Querían la alabanza de los hombres. Y eso nos lleva, en segundo lugar, al pecado de Ananías y Safira. Los creyentes dedicados y altruistas a menudo tienen la admiración y el aprecio de otros cristianos. Si son personas de mentalidad espiritual, no se sienten motivados por el deseo de recibir elogios y aplausos de los hombres, pero es posible que los obtengan de todos modos. Las personas de la iglesia primitiva que vendieron sus posesiones y dieron el dinero a la iglesia probablemente recibieron el aprecio entusiasta de toda la congregación. Bernabé fue uno que sacrificó todo (Hch. 4:36-37). No fue una exhibición de su parte. No había rastro de orgullo carnal en él en absoluto. Su único pensamiento era la necesidad de otros cristianos y la gloria de Dios. Pero de todas maneras la aclamación estaba ahí. Ananías y Safira la vieron y la anhelaron, y ahí es donde comenzaron sus problemas.

Codiciar los aplausos de los hombres es evidencia suficiente de que se está operando en el ámbito de la carne en lugar del Espíritu. Pero eso se vuelve aún más obvio para nosotros cuando nos enteramos de que su confianza para el futuro estaba en su cuenta bancaria y no en el Señor. No podían soportar lo que los demás estaban haciendo: entregar su ganancia totalmente a Dios y confiar únicamente en Su fidelidad para satisfacer sus necesidades. Tenían que tener ese dinero. Y estas dos expresiones de imprudencia, su deseo de alabanza y su confianza en las cosas materiales, les plantearon un difícil dilema. ¿Cómo podrían obtener las alabanzas que ansiaban de la congregación sin poner todo en el altar del sacrificio? Finalmente se les ocurrió una solución. ¡Fíngirlo!

“Pero cierto hombre llamado Ananías, con Safira su mujer, vendió una heredad, y sustrajo del precio, sabiéndolo también su mujer; y trayendo sólo una parte, la puso a los pies de los apóstoles” (Hch. 5:1-2). Conspiraron un plan para quedarse con parte del dinero de la venta de su propiedad en una caja de seguridad para ellos y llevar el resto a los apóstoles. No necesariamente dirían que estaban dando todo el dinero que recibieron de la venta; simplemente dejarían que todos asumieran eso. Y listo, serían aclamados instantáneamente como creyentes espirituales y abnegados que habían entregado todo a la causa de Cristo.

¿Qué estaba tan mal en su plan? Realmente no le mintieron a nadie, ¿verdad? Simplemente dieron el dinero y no dijeron nada sobre el porcentaje del precio de venta total que representaba. No podían evitar lo que otras personas pensaran, ¿verdad? Evidentemente, podían. Pedro, con milagroso discernimiento divino, atribuyó su plan a Satanás y lo llamó mentir al Espíritu Santo (Hch. 5:3). Explicó que no tenían ninguna obligación de vender su propiedad. E incluso después de que la vendieron, no tenían la obligación de dar todo el dinero a la iglesia. Pero estaban obligados a ser honestos (Hch. 5:4). El mayor pecado de Ananías y Safira fue la deshonestidad, el engaño, la hipocresía, la simulación, presentar una imagen falsa de sí mismos, implicando una espiritualidad mayor de la que realmente poseían, dejando que la gente pensara de ellos más de lo que sabían que estaba justificado. Estaban más interesados en las apariencias que en la realidad. Pedro dijo: “No has mentido a los hombres, sino a Dios” (Hch. 5:4).

¿Qué tipo de relación tenían Ananías y Safira entre sí? Si bien demostraron una maravillosa unión en su engañoso plan, su hipocresía no pudo evitar afectar su matrimonio. Cuando las apariencias son más importantes que la realidad, las personas cercanas suelen sufrir por ello. Ananías y Safira tenían cuidado de ocultar la mayoría de las expresiones de la carne ante los demás, pero de manera segura detrás de las paredes de su propio hogar más de alguna vez dejaron que todo corriera libre: toda la ira, todo el mal temperamento, toda la crueldad y la desconsideración, todas las demandas egoístas, todo el orgullo, todo el comportamiento infantil. Como resultado, su hogar estaba plagado de disputas y fracaso. Tal vez, cuando algún cristiano preocupado por su matrimonio les preguntaba cómo van las cosas en casa, rápidamente respondían: “Oh, bien, genial, todo bien. Sí señor, nos estamos llevando mejor que nunca”. Y excusaban su deshonestidad diciéndose a ellos mismos que lo que sucedía en su hogar era un asunto privado, de nadie más que de Ananías y Safira. Pero la deshonestidad aumenta la carga de culpa, y la culpa conduce a una mayor actitud defensiva e irritabilidad, y la irritabilidad produce una mayor disensión y discordia en el hogar. Es una de las trampas favoritas de Satanás.

El deseo carnal de alabanza y preeminencia que exhibieron Ananías y Safira también puede afectar la relación matrimonial de otra manera. Hace que cada cónyuge compita egoístamente por la supremacía y busque más para sí mismo en la relación. Se da a sí mismo sólo para obtener algo a cambio y, por lo general, lleva un registro de cuánto da y recibe. Si cree que se está quedando corto, pelea y se queja hasta que obtiene lo que cree que se merece. Cada cónyuge lleva la cuenta de quién da más, quién recibe más atención, quién muestra más aprecio, quién tiene más fallas o alguna otra área trivial de disputa. La necesidad de que cada cónyuge se vea mejor que el otro hace que enmascare su verdadera persona interior, y así atrinchera su verdadero yo más firmemente en su miserable hipocresía.

Seamos honestos. Comprometámonos con absoluta franqueza y transparencia. Ésa es la única forma de salir de esta trampa diabólica. Cuando admitimos nuestros verdaderos sentimientos y motivos a la otra persona, cuando reconocemos nuestras faltas por lo que son y le pedimos a nuestro cónyuge que ore por nosotros, nos brindamos a nosotros mismos un incentivo para reclamar el poder de Dios para cambiar. Sabemos que algún día nuestro cónyuge nos preguntará cómo van las cosas y tendremos que decírselo con sinceridad. Querremos estar listos cuando llegue el momento, porque con nuestra creciente honestidad vendrá una creciente preocupación por el honor de Dios y por el testimonio de la iglesia de Cristo. De modo que permitiremos que el Espíritu de Jesucristo trabaje en nosotros para traernos a Su semejanza. Entonces podremos dejar de jugar al juego de las apariencias. ¡Seremos reales!

Es cierto que Ananías y Safira estuvieron de acuerdo en su plan engañoso, pero evidentemente nunca estuvieron de acuerdo en admitir su pecado el uno al otro ni ante Dios. Cuando un matrimonio se pone de acuerdo sólo para engañar a los demás, eventualmente terminan engañándose el uno al otro.

Obsérvese la severidad del juicio de Dios. Pedro no invocó el juicio del cielo como algunos suponen. Simplemente expuso la hipocresía de Ananías por la percepción que Dios le dio. “Al oír Ananías estas palabras, cayó y expiró. Y vino un gran temor sobre todos los que lo oyeron” (Hch. 5:5). Fue la espada justiciera de Dios la que actuó independientemente de lo que Pedro dijo. “Y levantándose los jóvenes, lo envolvieron, y sacándolo, lo sepultaron” (Hch. 5: 6). No sabemos cómo enterraron a Ananías sin que Safira lo supiera, pero los cuerpos tenían que ser enterrados rápidamente en esos días (antes de la puesta del sol del mismo día del fallecimiento) y tal vez no pudieron encontrar a Safira en su casa. Es posible que se hubiera ido de compras, gastando parte del dinero que habían retenido engañosamente.

Tres horas después entró al lugar en que se encontraba Pedro, tal vez en busca de su marido, ajena a lo ocurrido. Pedro le dio la oportunidad de ser honesta. “Entonces Pedro le dijo: Dime, ¿vendisteis en tanto la heredad? Y ella dijo: Sí, en tanto”. Safira optó por proseguir con el engaño iniciado por su marido. Sin dudarlo un momento, respondió: “Sí, ese fue el precio” (Hch. 5:8). Y Pedro declaró que ella experimentaría el mismo destino que había sufrido Ananías.

Nos estremecemos—deberíamos hacerlo—ante esta manifestación del juicio divino. Algunos pueden sentir la tentación de acusar a Dios de reaccionar exageradamente, con excesiva severidad. ¿Por qué lo hizo? Él no actúa de esta manera ahora, ¡y podemos estar agradecidos por eso! Pero esos días eran diferentes. Eran los días iniciales y formativos de la iglesia. Hasta ese momento no había habido una exhibición tan burda de carnalidad, y Dios detestaba el día en que ella impregnaría la iglesia. Desde el principio, quiso que supiéramos cuánto aborrece Él la hipocresía, y cómo está dispuesto a castigarla. Por eso puso este relato verídico en Su Palabra.

La falsa espiritualidad es contagiosa. Se propaga. Cuando un cristiano ve que otro cristiano se sale con la suya, le resulta más fácil intentarlo él mismo. Y para cada miembro que opera en el poder de la carne en lugar del Espíritu, para cada uno que vive para la alabanza de los hombres más que para la gloria de Dios, la eficacia de la iglesia de Cristo se reduce mucho más. Si Dios hubiera permitido que Ananias y Safira continuaran su farsa, habría destruido el testimonio de la iglesia primitiva. Tenía que actuar con decisión.

Desafortunadamente, los años han diluido la pureza de la iglesia y, por muy alejados que estemos de la singularidad de la era apostólica, es posible que incluso tengamos dificultades para reconocer nuestra propia hipocresía. Entendemos que la hipocresía es un esfuerzo deliberado y calculado para engañar a los demás, como sucedió con Ananías y Safira, y es posible que no lo estemos haciendo conscientemente. Es posible que simplemente hayamos caído en el hábito inconsciente de proteger nuestra imagen santa, cubrir nuestra carnalidad, evitar que la gente sepa lo que está sucediendo en nuestros corazones, en nuestros hogares, en nuestras redes sociales, en nuestra cuenta de Internet. Por lo general, eso es más fácil que comprometernos totalmente con Cristo y dejar que Él viva a través de nosotros para hacer los cambios que Él quiere hacer. Esta forma de hipocresía se ha convertido en una forma de vida en la iglesia de Jesucristo hoy en día, y es una de las razones por la que no estamos haciendo ningún impacto significativo entre los incrédulos.

Muchas preguntas quedan sin respuesta en cuanto a Ananías y Safira. La más inquietante es: ¿Pasaron a la vida o a la muerte eternas? Una pregunta como esta nos lleva al campo de las disputas teológicas entre quienes creen que la salvación puede perderse y quienes creen que no. Estos últimos enseñan que si el creyente peca, nuestra comunión con el Señor puede ser quebrantada, pero nuestra relación no lo es; todavía somos miembros de Su familia si hemos verdaderamente entregado nuestras vidas a Cristo. En contraposición, el Autor de nuestra salvación, el Señor Jesús mismo, no dice tal cosa cuando da su mensaje más serio sobre el pecado. Meditemos en la enseñanza del Señor a Sus discípulos y permitámosle que nos deje una impresión indeleble con respecto a la seriedad del pecado en el creyente:

“Cualquiera que haga tropezar a uno de estos pequeñitos que creen en mí, mejor le fuera si se le atase una piedra de molino al cuello, y se le arrojase en el mar. Si tu mano te fuere ocasión de caer, córtala; mejor te es entrar en la vida manco, que teniendo dos manos ir al infierno, al fuego que no puede ser apagado, donde el gusano de ellos no muere, y el fuego nunca se apaga. Y si tu pie te fuere ocasión de caer, córtalo; mejor te es entrar a la vida cojo, que teniendo dos pies ser echado en el infierno, al fuego que no puede ser apagado, donde el gusano de ellos no muere, y el fuego nunca se apaga. Y si tu ojo te fuere ocasión de caer, sácalo; mejor te es entrar en el reino de Dios con un ojo, que teniendo dos ojos ser echado al infierno, donde el gusano de ellos no muere, y el fuego nunca se apaga” (Mr. 9:42-48). 

El Señor claramente enseña que ciertos pecados (no sólo la incredulidad) pueden causar que un creyente muera espiritualmente y no entre en el reino de Dios. Esta es la enseñanza consistente de la Escritura desde Génesis 2:17, donde leemos primeramente sobre el pecado, hasta Apocalipsis 22:19 donde aprendemos que por el pecado un creyente puede ver revocada su parte en la ciudad santa.

Otra pregunta penetrante que permanece en nuestras mentes después de haber corrido el telón sobre la vida de Ananías y Safira es: ¿Qué es realmente más importante para nosotros: mantener la apariencia de espiritualidad o ser genuinamente lo que Dios quiere que seamos? Cultivar sólo la apariencia conduce a la muerte, como claramente nos lo enseña la breve historia de Ananías y Safira: muerte a la vida espiritual, muerte a la parte dada en la familia de Dios, y muerte a una relación cada vez mayor y mejor entre cónyuges. 

Pero el Espíritu de Dios puede usar la honestidad, por otro lado, para producir en nosotros la vida de Cristo, y eso significa vida abundante, gozo permanente y abundantes bendiciones. ¡La decisión es nuestra!

----------

De la serie: MATRIMONIOS DE LA BIBLIA