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10. SUCEDEN COSAS IMPOSIBLES—La historia de Zacarías y Elisabet

Ha habido una conciencia de clase en casi todas las culturas de la historia, y la cultura judía de la época del Señor Jesús no fue la excepción. La clase alta de esa estructura social estaba formada por los descendientes de Aarón, el sacerdocio oficial. Había alrededor de 20.000 de ellos en Jerusalén y sus alrededores en ese momento, y desafortunadamente muchos eran hombres orgullosos, intolerantes, excesivamente indulgentes, egoístas, religiosos sólo en aquellos asuntos externos que impresionaran a otras personas. El sacerdote de la parábola del buen samaritano es un ejemplo típico. Consideraba que estaba por encima de ayudar a la desafortunada víctima de un robo.

Pero había unos pocos que eran diferentes y entre ellos estaba un anciano sacerdote llamado Zacarías, cuyo nombre significa “el Señor recuerda”. Como la ley de Moisés insistía en que un sacerdote se casara sólo con una mujer de la más alta reputación, Zacarías había elegido a la hija de otro sacerdote para que fuera su esposa. No sólo ella era descendiente de Aarón, sino que llevaba el nombre de la propia esposa de Aarón, Elisabet, o Isabel, que significa “el juramento de Dios”. Sus nombres cobrarían vida con un nuevo significado antes de que el sol se pusiera en su vida juntos.

En primer lugar, el narrador destaca el ejemplo devoto de la pareja: “Ambos eran justos delante de Dios, y andaban irreprensibles en todos los mandamientos y ordenanzas del Señor” (Lc. 1:6). Las vidas de Zacarías e Elisabet agradaban a Dios. Se sometían a la voluntad de Dios y obedecían Su Palabra. Y lo hacían “delante de Dios”, es decir, para exaltar al Señor solo, en lugar de hacer una demostración de su piedad ante los hombres. En eso eran diferentes de la mayoría de sus contemporáneos. Ni siquiera les importaba el estatus que acompañaba al sacerdocio. Vivían en alguna aldea oscura en la región montañosa al sur de Jerusalén en lugar de, como los otros sacerdotes, en la sección de élite de la ciudad misma, o en Jericó, la lujosa ciudad de las palmeras. Su piedad no era un espectáculo exterior; era una relación de corazón con el Señor. Les importaba más lo que Dios pensaba de ellos que lo que los hombres pensaban. Y eso, dicho sea de paso, es una base importante sobre la que construir una buena relación matrimonial. La calidad de nuestro caminar con Dios determina nuestra capacidad para caminar feliz y armoniosamente unos con otros. Y ese caminar con Él sólo puede crecer si buscamos complacerlo en lugar de impresionar a los hombres.
Esto no quiere decir que Zacarías y Elisabet no tuvieran problemas. Si bien muchos de nuestros problemas provienen de nuestros propios pecados, Dios permite que algunos invadan nuestras vidas sin otro propósito que ayudarnos a crecer. Él los quiere allí, ni nuestra obediencia a Dios puede darnos inmunidad ante ellos. Y Zacarías y Elisabet tenían un problema grande. “Pero no tenían hijo, porque Elisabet era estéril, y ambos eran ya de edad avanzada” (Lc. 1:7). Es difícil para nosotros imaginar el intenso estigma asociado a la falta de hijos para ellos. Muchos rabinos judíos insistían en que era una evidencia de la desaprobación divina. Si bien Zacarías e Elisabet eran justos ante Dios, algunos de sus amigos probablemente sospechaban de la existencia de un pecado secreto grave, y por eso no tenían ni un hijo. Y no había forma de borrar esa mancha. La frase “de edad avanzada” significa al menos sesenta años de edad, mucho más allá de la posibilidad de la maternidad. Era una situación muy triste para la pareja: aprestarse a abandonar esta vida sin haber engendrado un solo hijo cuando la razón de ser del pueblo judío era procrear en espera del Mesías prometido.

Zacarías podría haberse exculpado divorciándose de Elisabet. En su sociedad, la esterilidad era un motivo de divorcio comúnmente aceptado. Zacarias podría haberse librado de ella y haberse casado con una mujer más joven, tener hijos con su nueva esposa y quitarse esa maldición de la espalda. Esa era la ruta que muchos otros hombres habrían tomado. Pero no Zacarías. Él, en cambio, oró (Lc. 1:13). Encomendó la situación a la única Persona que podía hacer algo al respecto. Y aunque no podemos probarlo, es de suponer que él oró al respecto junto con Elisabet, y de ese modo atendió sus necesidades espirituales también. Zacarías era, además, un hombre versado en la Palabra de Dios, como lo revela más tarde su famoso “Benedictus” (Lc. 1:67-79). Así que probablemente compartió con su mujer las grandes Escrituras del Antiguo Testamento que la consolarían y animarían en su difícil situación.

Esa es la responsabilidad del marido como líder espiritual en su matrimonio. El poco tiempo que ha conocido al Señor puede que le impida a un marido cumplir con esta función de manera efectiva al principio, pero a medida que crece en su comprensión de las Escrituras, se sentirá más cómodo animando a su mujer a través del estudio de la Palabra de Dios. Con demasiada frecuencia, una mujer tiene que arrastrar espiritualmente a su marido; ella lo persuade, le suplica y lo acosa por cada paso que él da de mala gana en su crecimiento espiritual. Dios no quiere que ninguno de nosotros trate de arrastrar a otros espiritualmente, pero sí quiere maridos al frente, que tomen el liderazgo espiritual y ministren a sus mujeres e hijos en las cosas de Cristo.

Después de que Zacarías le entregó su problema a Dios, simplemente siguió con el trabajo que Dios le había encomendado. No dejó de orar y se fugó porque su situación parecía desesperada. Y nosotros tampoco debemos hacerlo. ¡Nuestro Dios es el Dios de lo imposible! Él se deleita en hacer cosas imposibles para nosotros cuando sabe que le daremos la gloria. Es mucho más fácil huir de circunstancias difíciles, pero eso generalmente agrava el problema. Dios quiere que le llevemos nuestras dificultades en oración a Él, que escudriñemos la Palabra en busca de aliento y dirección, y luego que esperemos pacientemente a que Él obre.

Veamos a continuación su día más memorable. El día comenzó con mucha emoción para Zacarías. “Aconteció que ejerciendo Zacarías el sacerdocio delante de Dios según el orden de su clase, conforme a la costumbre del sacerdocio, le tocó en suerte ofrecer el incienso, entrando en el santuario del Señor” (Lc. 1:8-9). Era su turno de ministrar ante el altar de oro el incienso en el Lugar Santo, posiblemente por primera vez en su servicio sacerdotal. El rey David había dividido a los sacerdotes en veinticuatro grupos, y la orden de Abías, a la que pertenecía Zacarías, era la octava en la fila. Cada grupo sería llamado a ministrar en el templo en sólo dos ocasiones durante todo el año, cada una de las cuales duraría una semana. Con casi mil sacerdotes en cada grupo, es obvio que entrar al Lugar Santo y encender el incienso sobre el altar de oro era una experiencia única en la vida. Pero este era el día de Zacarías: para este día había venido al mundo.

Primero elegiría a dos colegas cercanos para que lo ayudaran. Uno quitaría con reverencia las cenizas del sacrificio de la noche anterior. Luego, el segundo entraría con mucha reverencia y colocaría carbones encendidos en el altar. Finalmente, Zacarías entraría solo al Lugar Santo, portando el incensario de oro, y a la señal dada esparciría el incienso sobre las brasas. Mientras el incienso se encendía y una nube de fragancia se elevaba del altar, la oración de los adoradores de afuera se elevaba a la presencia de Dios (Lc. 1:10). Era una experiencia de adoración hermosamente simbólica.

Cuando el ritual terminó, era hora de dejar el Lugar Santo. Pero, de repente, un ángel del Señor se le apareció a Zacarías, de pie a la derecha del altar del incienso. La visita personal de un ángel de Dios era una distinción que se había concedido sólo a unas pocas personas en la historia de la raza humana. Y como uno se puede imaginar, fue una experiencia aterradora para Zacarías. Pero inmediatamente el ángel le dijo: “Zacarías, no temas; porque tu oración ha sido oída, y tu mujer Elisabet te dará a luz un hijo, y llamarás su nombre Juan. Y tendrás gozo y alegría, y muchos se regocijarán de su nacimiento” (Lc. 1:13-14). Dios puede hacer cosas imposibles, y eso es exactamente lo que prometió hacer por Zacarías y Elisabet. Pero su hijo no iba a ser un niño cualquiera. Él sería el precursor del Mesías predicho por el profeta Malaquías (Lc. 1:15-17; cf. Mal. 3:1; 4:5- 6).

Todo esto fue demasiado para que Zacarías lo asimilara de una sóla vez. Había estado orando por un hijo, pero es cierto que su fe se había debilitado con el paso de los años. Y esta Palabra de Dios, era demasiado buena para ser verdad. Antes de que tuviera la oportunidad de ordenar sus pensamientos, replicó: “¿En qué conoceré esto? Porque yo soy viejo, y mi mujer es de edad avanzada” (Lc. 1:18).

Zacarías era un hombre de Dios, pero era un hombre al fin y al cabo, y tenía debilidades como todos nosotros. Dios comprende una debilidad como esta fe vacilante en un momento crucial. No está exactamente extasiado al respecto, pero lo comprende, y hace todo lo posible para estimular y fortalecer esa fe. Ésa es una de las razones por las que nos dio Su Palabra, y una de las razones por las que incluye estos grandes eventos históricos en la Palabra. La Palabra de Dios estimula la fe mientras meditamos en ella y la aplicamos a nuestras vidas. “Así que la fe es por el oír, y el oír, por la palabra de Dios” (Ro. 10:17).

Zacarías conocía las Escrituras del Antiguo Testamento. Sabía cómo Dios le había dado un hijo a Sara en su vejez. Pero él no pensó en ese gran precedente del Antiguo Testamento en este momento de necesidad; incluso los hombres versados en la Palabra de Dios pueden fallar en ocasiones en echar mano de ella. Pero Dios hizo algo muy misericordioso por Zacarías para ayudarlo a creer. Le dio una señal. “Respondiendo el ángel, le dijo: Yo soy Gabriel, que estoy delante de Dios; y he sido enviado a hablarte, y darte estas buenas nuevas. Y ahora quedarás mudo y no podrás hablar, hasta el día en que esto se haga, por cuanto no creíste mis palabras, las cuales se cumplirán a su tiempo” (Lc. 1:20). No fue muy agradable para él perder el habla, como no enterams más tarde (Lc. 1:62). Pero su imposibilidad para hablar fue la confirmación de Dios de la Palabra dada por medio de Gabriel, y sirvió para fortalecer su fe en la promesa de Divina.

Cuando Zacarías salió del Lugar Santo, era un hombre diferente. Durante mucho tiempo había sido un hombre piadoso, pero su encuentro con el ángel Gabriel lo dejó con una nueva conciencia de la grandeza de Dios, un nuevo sentido de su propia indignidad y una fe fuerte y viril. Cuando terminó su semana de servicio sacerdotal, se apresuró a regresar a casa para compartir con Elisabet cada detalle de ese día memorable, y se regocijaron juntos en la gracia de Dios.

“Y cumplidos los días de su ministerio, se fue a su casa” (Lc. 1:24). Esa concepción fue un milagro. ¡Suceden cosas imposibles! Y Dios es el mismo hoy como siempre lo fue (Mal. 3:6; Jos.1:17). Él puede resolver nuestros problemas. Puso esta historia en Su Palabra para probarlo y fortalecer nuestra fe.

El conocimiento de este milagro estimuló la fe de la joven virgen María. Dios le dijo que concebiría un hijo sin tener relaciones con un hombre. Eso fue bastante difícil de creer. Pero escuchemos el mensaje tranquilizador que le dio el ángel: “Y he aquí tu parienta Elisabet, ella también ha concebido hijo en su vejez; y este es el sexto mes para ella, la que llamaban estéril; porque nada hay imposible para Dios” (Lc. 1:36, 37). Y con esa asombrosa noticia, María respondió: “He aquí la sierva del Señor; hágase conmigo conforme a tu palabra. Y el ángel se fue de su presencia” (Lc. 1:38).

Tú protestarás: “Pero no lo entiendes. Mi situación es imposible de resolver. No hay ninguna posibilidad de solución”. “Mi marido nunca cambiará”. “Mi esposa nunca aprenderá”. “Nunca volveremos a estar juntos”. “Nunca volveré a estar bien”. “Mi marido inconverso nunca llegará a conocer a Cristo”. “Esta situación entre nosotros nunca mejorará”.

Escucha la Palabra de Dios de nuevo: “Porque no hay NADA imposible para Dios”Cree que Él puede, y ora. Obedécelo. Luego sigue adelante.

El siguiente evento importante en la vida de esta piadosa pareja fue la visita de María, quien era la joven prima Elisabet que vivía en Nazaret. Y a través de esta visita obtenemos una visión un poco más profunda del carácter de Elisabet. Fue en el sexto mes de su embarazo, y apenas María la saludó su bebé pronto a nacer saltó dentro de ella como si el Espíritu Santo lo impulsara a hacerlo. ¡Saludad al Hijo de Dios, Juan! Luego, iluminada por ese mismo Espíritu Santo, pronunció estas asombrosas palabras: “Bendita tú entre las mujeres, y bendito el fruto de tu vientre. ¿Por qué se me concede esto a mí, que la madre de mi Señor venga a mí?” (Lc. 1:42-43).

Sus palabras son inusuales por varias razones. Por un lado, revelan que ella entendió quién era el hijo de María. Ella llama a María “la madre de mi Señor”. “Mi Señor” era un título mesiánico tomado del Salmo 110:1: “Jehová dijo a mi Señor: Siéntate a mi diestra, hasta que ponga a tus enemigos por estrado de tus pies”. Ella reconoció por revelación Divina que María daría a luz al Mesías, el Hijo de Dios. Pero más sorprendente que eso fue su actitud hacia María. Aunque sabía que ella misma había sido honrada por Dios, se dio cuenta de que María había sido infinitamente más honrada; de hecho, más honrada que cualquier mujer en la tierra. Ni siquiera se sentía digna de la visita de María. Esa absoluta humildad de una mujer avanzada en años y muy sabia ante alguien más joven que ella son cualidades muy raras. Y aunque tenía todo el derecho a preguntar: “Señor, ¿por qué no me elegiste a mí para tal honor?”,  no había ni rastro de celos o envidia en su espíritu. Podemos entender por qué Dios pudo bendecirla con tanta gracia.

La envidia es una emoción destructiva. Come nuestras propias almas, crea una atmósfera hostil en nuestros hogares y arruina nuestras relaciones con nuestros cercanos. Pero no hay envidia en la vida de alguien cuya confianza y esperanza están en Dios, como en el caso de Elisabet. Si creemos que Dios está haciendo lo mejor en nuestras vidas, y si esperamos que resuelva nuestros problemas imposibles en Su propio tiempo y a Su propia manera, ¿cómo podemos sentir envidia de alguien más? Sabemos que somos vasos de barro elegidos por Dios para cumplir Sus propósitos especiales para nosotros. Sabemos que Él está obrando en nuestras vidas para lograr Su propio fin, y no puede haber un llamamiento más elevado que hacer Su voluntad. Esa confianza nos da una satisfacción interior, y la satisfacción elimina todo rastro de envidia. Aprender a creer en Dios eliminará de nuestras vidas la envidia ácida que corroe el alma.

Lo último que debemos notar en la vida de Zacarías y Elisabet es su hijo milagroso. Seguro que la anciana pareja estudió detenidamente las Escrituras del Antiguo Testamento durante los últimos meses del embarazo, leyendo todos los pasajes que podían encontrar sobre el Mesías y Su precursor. La nación había esperado esto durante siglos, y Dios había elegido a esta pareja piadosa para ser parte de estos emocionantes eventos. Su entusiasmo creció a diario, hasta que “a Elisabet se le cumplió el tiempo de su alumbramiento, dio a luz un hijo” (Lc. 1:57).

Como era costumbre, sus familiares y vecinos se reunieron para regocijarse con ellos por este hecho extraordinario, y al octavo día, en la circuncisión del niño, intentaron llamarlo Zacarías por su padre. Pero Elizabeth protestó: “No; se llamará Juan” (Lc. 1:60). ¿Por qué Juan? Esto era inaudito. Nadie en ninguna de sus familias se había llamado jamás Juan. Tal vez esto fuera sólo una locura de Elisabet. Será mejor que le pregunten a Zacarías. “Entonces preguntaron por señas a su padre, cómo le quería llamar. Y pidiendo una tablilla, escribió, diciendo: Juan es su nombre. Y todos se maravillaron. Al momento fue abierta su boca y suelta su lengua, y habló bendiciendo a Dios” (Lc. 1:62-64).

Juan significa “El Señor es misericordioso”. Y cuán misericordioso había sido con ellos. Simplemente pidieron un hijo para continuar con el apellido y el sacerdocio, y Dios les dio el precursor del Mesías, un niño sobre quien la mano de Dios fue evidente desde sus primeros días, un hombre a quien Jesucristo mismo llamaría el más grande entre los hombres (Mt. 11:11). Dios no siempre da de acuerdo a lo que pedimos, y ciertamente no de acuerdo con lo que merecemos. Él da según las riquezas de Su gracia. Y a Aquel que es poderoso para hacer todas las cosas mucho más abundantemente de lo que pedimos o entendemos, según el poder que actúa en nosotros... (Ef. 3:20). Él hace “mucho más abundantemente de lo que pedimos o entendemos”. Y le encanta hacer eso para las personas que confían en Él y lo obedecen, incluso en situaciones imposibles.

La grandeza de la gracia de Dios inspiró a Zacarías a pronunciar un magnífico cántico de alabanza a Dios. Fue lleno del Espíritu Santo y exclamó: “Bendito el Señor Dios de Israel, que ha visitado y redimido a su pueblo, y nos levantó un poderoso Salvador en la casa de David su siervo, como habló por boca de sus santos profetas que fueron desde el principio; salvación de nuestros enemigos, y de la mano de todos los que nos aborrecieron; para hacer misericordia con nuestros padres, y acordarse de su santo pacto; del juramento que hizo a Abraham nuestro padre” (Lc. 1:68-73). 

Ese juramento que Dios le dio a Abraham es una referencia al Pacto con Abraham en el que Dios prometió bendecir a los descendientes de Abraham y hacerlos una bendición para toda la tierra. Muchos judíos estaban empezando a pensar que Dios había olvidado Su promesa, que su situación nacional era desesperada. Pero Zacarías y Elisabet nunca pensaron eso. Juntos, sus nombres serán un recordatorio constante de que “Jehová recuerda su juramento”. Y su experiencia milagrosa demostró que era verdad. Dios no sólo recuerda Sus promesas, ¡Él las cumple! Porque Dios no es hombre, para que mienta, ni hijo de hombre para que se arrepienta. El dijo, ¿y no hará? Habló, ¿y no lo ejecutará?” (Nm. 23:19).

Quizás pienses que el Señor te ha olvidado en tu desesperada situación. No lo ha hecho. Él hace cosas imposibles para la gente todos los días, y tú puedes ser la próxima en su lista. Así que no te irrites ni te preocupes bajo la carga. Cree en Él. Sigue viviendo fielmente para Él y esperando pacientemente que Él obre Su propósito, tal como lo hicieron Zacarías y Elisabet. Si bien sus nombres no se vuelven a mencionar después del nacimiento de Juan, nos han dejado un hermoso legado de fe en las promesas de Dios—en el Dios de lo imposible.

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