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10. CONFORMIDAD—AGRADAR A LOS DEMÁS

“¡Si yo quisiera quedar bien con los hombres, ya no sería un siervo de Cristo!” (Gl 1:10). Con esta declaración, el apóstol Pablo tocó un crecimiento canceroso de la vida, especialmente entre los cristianos. Por el hecho de que nuestros corazones están infectados por el pecado, buscamos el favor de nuestros semejantes y no el favor de Dios. Esa es la razón por la cual nos sentimos tan heridos cuando perdemos el favor, el amor y el reconocimiento de los hombres, especialmente de aquellos cuya aprobación es importante para nosotros. Por eso hacemos todo esfuerzo para complacer a otros. Pero entonces estamos en peligro de perder el favor de Dios y de Jesús, porque Él ya no nos puede considerar como sus siervos y discípulos.

Esta es una situación en la cual tenemos que elegir cuál camino vamos a tomar. Y es especialmente importante en este tiempo de apostasía. Si estamos ahora buscando agradar a los hombres, ¡cuán rápidamente podríamos pasar al lado de los que niegan a Jesús! En años pasados hemos visto conmovedores ejemplos de esto entre los cristianos y también el castigo que tales personas cosecharon, las cuales se conformaron por cuanto tuvieron miedo y quisieron agradar a los demás.

Ante todo esto, el Señor nos está preguntando: “¿Cuál es el motivo que hay detrás de tus palabras y de tu conducta?”. Tal vez nos manifestemos amistosos con los extraños, en tanto que dentro de nuestra familia nos comportamos disgustados y gruñones. Nuestro motivo en realidad, aunque no nos demos cuenta de ello, es el hecho de que queremos la aprobación de los extraños, su respeto, su amor y reconocimiento, cosas que creemos que no son tan importantes dentro de la familia. Pero si estuviéramos interesados en el favor y en la complacencia de Dios, deberíamos ser especialmente amistosos en el hogar, por amor a Dios. Otro de los peligros está representado en el siguiente dicho: “A la tierra que fueres, haz lo que vieres”. En el trabajo y en todas partes contemporizamos con las personas que nos rodean y con lo que hacen, aunque eso implique chismosear con ellas, decir chistes sucios, aceptar sus opiniones, conformarnos con su manera de vestir. Decimos que hacemos todo esto, por cuanto no queremos ser “diferentes”.

Tal vez tengamos aún otras disculpas: no queremos ofender a la gente. Si es así, no podremos decirles nada acerca de nuestra fe. Pero en realidad lo que queremos es no perder el afecto de esas personas. No importa el costo, queremos evitar tener cualquier clase de oponentes. De modo que complacemos a los hombres y hacemos cosas que no podemos justificar. Si quisiéramos dar testimonio de Jesucristo en estas condiciones nadie nos creería.

Así no estamos en paz, sino atormentados por el temor que le tenemos a otros. Tenemos temor de lo que puedan pensar de nosotros. ¡Pero cuán tonto es esto! Tememos a los hombres y no tememos a Dios, que realmente debe ser temido. Jesús dijo: “No tengan miedo de los que pueden darles muerte pero no pueden disponer de su destino eterno; teman más bien al que puede darles muerte y también puede destruirlos para siempre en el infierno” (Mt 10:28). Sí, deberíamos temer perder el favor de Dios, por tratar de ganarnos la aprobación de los hombres. Porque si Dios ya no está a nuestro favor, estamos perdidos, es decir, ya Dios no usa Su poder en nuestro beneficio ni lucha por nosotros. Sí, estamos perdidos si el juicio de Dios está contra nosotros. Si deseamos complacer a los hombres no podemos ser siervos de Él, ni aquí, ni en la eternidad. Él tiene poder para entregarnos al reino de Satanás. ¿Qué bien nos hacen el reconocimiento y el favor de los hombres si estamos separados de la Fuente de la vida, que es Dios, y un día tendremos que oírlo decir “¡Ustedes no me pertenecen!”?   

No importa lo que cueste, nuestra meta debe ser estar al lado de Dios y contar con su complacencia. Por tanto, tenemos que tomar una decisión. Debemos combatir la tendencia de buscar agradar a las personas, para así agradar a Dios. De esto depende nuestro destino en la eternidad. Pensemos en el bautismo de Jesús y en Su transfiguración y escuchemos las tiernas palabras amorosas del Padre: “Este es mi Hijo amado, a quien he elegido” (Mt 3:17). Entonces sentiremos que nada es más valioso que recibir la aprobación de Dios y, por eso, trataremos de complacerlo sólo a Él. De esta forma, participaremos plenamente del amor de Dios, que es nuestro deseo más profundo. Por el otro lado, las personas no pueden ofrecernos este gran amor, y jamás podremos sentir, por medio de ellos, plena satisfacción.

Si agradamos a Dios, Él nos amará y nos honrará y algún día esto se hará manifiesto a toda la humanidad. Esto es muy cierto, en tanto que no podemos estar seguros de obtener el amor de otros individuos cuando tratamos de agradarlos. Posteriormente, eso podría producirnos una caída. El amor humano es como el rocío, como una nube que pasa. Tal vez la situación cambie mañana y tales personas ya no estarán interesadas en nosotros, ni dispuestas a ayudarnos. Sólo hay una persona en la cual podemos confiar; podemos contar con Su amor y con los dones que tiene para darnos; ese es nuestro SEÑOR Y DIOS. ¿Qué haríamos si Dios ya no nos contara entre sus siervos, si Él no está a favor de nosotros? No podemos permitir que eso suceda, ni en el tiempo, ni en la eternidad.

Jesús nos exhorta a que lo escojamos a Él y sigamos su camino. En todo lo que hacemos y decimos debemos complacer a Dios. Hagamos este compromiso. Es un compromiso con la cruz, porque es doloroso cuando las personas nos retiran su aceptación y ya no somos respetados. Aunque nos rechacen y sean hostiles, recibiremos el amor de Dios y de los que están cerca de Él. El caso es siempre el mismo, mientras más cerca estemos del Señor y más tratemos de complacerlo, más unidos estaremos con los que están cerca de Él. ¿No vale la pena sufrir por ese motivo?