Cuando la gente vive en reconciliación, hay paz y gozo, la vida tiene algo del paraíso. Pero en una casa en que la gente tiene amargura en sus corazones unos contra otros, donde riñen y no se perdonan, la vida tiene algo del infierno. Sabemos que es muy raro encontrar hogares que sean como un rinconcito del paraíso. La falta de reconciliación y la amargura son pecados ampliamente difundidos especialmente entre los piadosos.
Sin embargo, cuando leemos el Sermón del Monte, este hecho nos parece incomprensible. Jesús dijo que habrá severo castigo para los que tengan cualquier rencor en sus corazones contra sus hermanos. Él nos exhorta a reconciliarnos con ellos a toda costa, porque de otro modo, habrá terribles consecuencias (Mt 5:23-26). El Señor dice que los que no se reconcilian serán puestos en “la cárcel”. Dicho en términos equivalentes, irán al reino de las tinieblas, donde los hombres llorarán y crujirán los dientes. Y el apóstol Pablo escribe que los que están atestados de “peleas” merecen la muerte (Ro 1:29-32). En otra parte se enumera a los implacables entre la clase de hombres que estarán sujetos a la ira de Dios. (2 Ti 3:3).
Los cristianos, que realmente no deberían caer bajo juicio, son amenazados de juicio y castigo, sí, aún con el infierno si rehúsan reconciliarse. Pero, ¿hay alguien que crea esto? ¿Alguno odia este pecado y quiere apartarse de él? ¿Cree alguno las palabras que Jesús dijo? Son verdaderas y Él actuará conforme a ellas. Usualmente no las creemos porque decimos que Jesús es misericordioso. Tal vez argüimos del siguiente modo: Jesús conoce nuestros corazones; Él sabe cuán difícil es para nosotros perdonar a alguien que ha herido nuestros sentimientos o nos ha hecho mal injustamente, o ha dicho algo acerca de nosotros que arruina nuestra reputación o que hiere nuestra familia. Imaginamos que Jesús entiende que no podemos hacer frente a esa raíz de amargura que hay en nuestro corazón. Pensamos que Él entiende cuando despertamos por la noche, e imaginamos que estamos viendo a esas personas ante nosotros, y comenzamos a lanzar contra ellos acusación tras acusación.
Sí, es probable que nadie nos entienda y nos conozca mejor que Jesús. Él conoce nuestros pecados y aquello a lo cual estamos esclavizados. Él mismo se llama “Sumo Sacerdote misericordioso”. Pero aún así pronuncia un agudo veredicto contra las personas que no viven en reconciliación, que están llenas de amargura y acusaciones. Precisamente lo hace por cuanto Él es nuestro misericordioso Sumo Sacerdote, que perdonó todos los pecados. Por el hecho de que recibimos tanta misericordia por medio de Él, su ira se levanta cuando no lo imitamos. Ya no podemos eludir este asunto. Este hecho es inequívoco en el relato sobre el siervo falto de misericordia. Si el Señor nos perdona nuestros pecados mil veces, es de esperarse que nos retire el perdón y nos haga responsables de nuevo por todos ellos, si no perdonamos a otros. En ese caso, su ira nos juzgará y nos lanzará al lugar de tormento (Mt 18:34).
La amargura y la falta de reconciliación son pecados que claman al cielo, puesto que las voces de aquellos a quienes no queremos perdonar llegan al corazón de Dios y nos acusan. La respuesta de Dios nos sorprenderá como un rayo: “Aten a este siervo que se atreve a no perdonar, aun cuando yo le perdoné a él”. ¿Quién lo atará? Los ángeles caídos, los cuales lo tomarán y lo lanzarán en la cárcel, en las tinieblas de afuera, tal como Jesús lo describe en otro texto (Mt 22:13).
La amargura y la falta de espíritu de reconciliación hacen que se levante la mayor ira del Cordero de Dios. Jesús nos prometió el perdón por medio de su sacrificio expiatorio, aunque hubiera podido acusarnos por nuestro pecado y por todo lo que hemos hecho contra Él.
La falta de espíritu de reconciliación y la amargura cierran el corazón de Dios a todas nuestras plegarias.
La falta de reconciliación y las acusaciones contra nuestros hermanos no sólo establecen una barrera con ellos, sino también una barrera con Dios.
Así que el lema de nuestra vida tiene que ser vivir en reconciliación y enterrar nuestras acusaciones. De otro modo, seremos acusados y condenados y habitaremos con los irreconciliados en el reino de las tinieblas.
¿Cómo podemos deshacernos de la amargura, de los pensamientos acusadores y reacciones de esa naturaleza? Permitiendo que la luz de Dios caiga sobre nosotros y nos muestre que acusamos a otros de las mismas cosas por las cuales deberíamos acusarnos a nosotros mismos. Esto nos permitirá ver que hemos desilusionado a otras personas en los mismos aspectos en que ellas nos han desilusionado. También les hemos hecho la vida difícil. Así perderemos el deseo de acusar a nuestros hermanos y persistir en la amargura, un pecado que nos ata a Satanás, el acusador. No podemos descansar en rogar y suplicar hasta que el Señor nos dé un corazón arrepentido por este pecado de la amargura. Por medio del arrepentimiento, nuestras acusaciones se derretirán, la falta de reconciliación y la amargura se disolverán, y comenzaremos a ver, allí mismo donde antes éramos ciegos.
Si tenemos en nuestros corazones algo contra otro o sabemos que alguien tiene algo contra nosotros y no vivimos en reconciliación, hablemos con esa persona, si es posible. Si tal persona acepta estrechar la mano que le tendemos o no, es asunto de ella. lo importante es que tengamos corazón humilde y amor genuino para nuestro oponente. En este amor hay gran poder para cambiar a otros y establecer una reconciliación. Mañana puede ser demasiado tarde para reconciliarnos con nuestro prójimo que nos ha herido. Si intencionalmente hemos pasado por alto la oportunidad de reconciliación, el acusador nos lleva a su reino. Cada vez que tenemos pensamientos amargos y acusadores, vivimos en concordancia con él. La acción inmediata es necesaria si estamos viviendo sin reconciliación. Debemos renunciar de inmediato a nuestros pensamientos acusadores, y pelear contra ellos la buena batalla de la fe, hasta el punto de derramar la sangre.
Pero Jesús vino a destruir las obras del diablo en nuestras almas: amargura, acusaciones, falta de reconciliación. Jesús nos envió al Espíritu Santo, el cual quiere derramar en nuestros corazones el amor misericordioso de Dios. El que crea esto, lo experimentará, si permanece en fe, esto es, si no se cansa de invocar diariamente el victorioso nombre de Jesús, por amor a su sangre redentora.
Así como es cierto que Dios es Sí y Amén, es cierto que seremos verdaderamente liberados, conforme a la promesa de Jesús según la cual Él nos librará del poder del pecado.
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