Ese día, el sumo sacerdote debía llevar a cabo el ritual para expiar los pecados del pueblo. Descrito en Levítico 16:1-34, el ritual de la expiación comenzó con Aaron, y continuó con los sucesivos sumos sacerdotes de Israel que entraban al Lugar Santísimo.
Dios destaca la solemnidad de la jornada diciéndole a Moisés que advierta a Aarón que no entre al Lugar Santísimo cada vez que quiera hacerlo, sino solamente en este día especial una vez al año, para que no muriera (Lv 16:2). Esta era una ceremonia que no debía tomarse a la ligera, y el pueblo tenía que entender que la expiación por el pecado debía hacerse a la manera de Dios.
Antes de entrar en el tabernáculo, Aarón debía lavar su cuerpo y colocarse una ropa especial (Lv 16:4), luego, sacrificar un becerro como ofrenda por el pecado para él y su familia (Lv 16:6, 11). La sangre del becerro debía esparcirla en el arca del pacto. Después, Aarón debía traer dos machos cabríos, uno para ser sacrificado “a causa de las impurezas de los hijos de Israel, de sus rebeliones y de todos sus pecados” (Lv 16:16), y su sangre era rociada en el arca del pacto. El otro macho cabrío (llamado Azazel) era utilizado como chivo expiatorio. Aarón ponía sus manos sobre su cabeza y confesaba sobre él la rebelión y la maldad de los hijos de Israel, y lo soltaba en el desierto por mano de un hombre designado para esto (Lv 16:21). El macho cabrío llevaba sobre sí todos los pecados del pueblo, que eran perdonados por otro año (Lv 16:30).
El significado simbólico del ritual, especialmente para los cristianos, se ve primero en el lavado y la limpieza del sumo sacerdote, el hombre que liberaba el macho cabrío, y el hombre que llevaba los animales sacrificados fuera del campamento para quemarlos (Lv 16:4,24,26,28). Las ceremonias del lavamiento de los israelitas fueron requeridas durante todo el periodo del Antiguo Testamento, y simbolizaban la necesidad que la humanidad tiene de ser limpia del pecado. Pero no fue hasta que Jesús vino a hacer el sacrificio “una vez y para siempre” que la necesidad de ceremonias de purificación cesó (He 7:27). La sangre de los toros y de los machos cabríos sólo podía expiar los pecados si el ritual se realizaba continuamente, año tras año, mientras que el sacrificio de Cristo fue suficiente para todos los pecados de todos los que llegan a creer en Él. Cuando se hizo Su sacrificio, Él declaró, “Consumado es” (Jn 19:30). Luego, Él se sentó a la diestra de Dios, y ya no se necesita ningún otro sacrificio (He 10:1-12).
La suficiencia y la totalidad del sacrificio de Cristo también se ve en los dos machos cabríos. La sangre del primer macho cabrío se rociaba sobre el arca, en un ritual que apaciguaba la ira de Dios por otro año. El segundo macho cabrío llevaba sobre sí los pecados del pueblo al desierto donde eran olvidados y ya no se culpaba al pueblo por ellos. El castigo por el pecado se apaciguaba y se expiaba a la manera de Dios (sólo por el sacrificio de Cristo en la cruz). La propiciación es el acto de aplacar la ira de Dios, mientras que la expiación es el acto de reparar el daño por el pecado y quitarlo del pecador. Ambas cosas se reciben hoy por medio de Cristo. Cuando Él mismo se sacrificó en la cruz, aplacó la ira de Dios contra el pecado, recibiendo esa ira sobre sí mismo: “Pues mucho más, estando ya justificados en su sangre, por él seremos salvos de la ira” (Ro 5:9). La eliminación del pecado por el segundo macho cabrío era una viva parábola de la promesa de que Dios removería nuestros pecados de nosotros tan lejos como el oriente lo está del occidente (Sal 103:12), y que Él ya no los recordaría más (He 8:12; 10:17). Aun hoy los judíos celebran el día anual de la expiación, que cae en diferentes días cada año, entre septiembre y octubre, tradicionalmente guardando este día santo con un período de 25 horas de ayuno y de intensa oración, a menudo, pasando la mayor parte del día en servicios religiosos en la sinagoga.
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